Demonio de las armas, El

Título en castellano El demonio de las armas
Titulo original Deadly is the female
Año de filmación 1950
Duración 87 minutos
Pais Estados Unidos
Director Joseph H. Lewis
Guion MacKinlay Kantor, Dalton Trumbo, Millard Kaufman (Historia: MacKinlay Kantor)
Música Victor Young
Dirección de fotografia Russell Harlan (B&W)
Reparto
Productora King Brothers Productions
Sinopsis Bart Tare es un hombre obsesionado desde niño con las armas. Cuando conoce a Annie, una mujer fatal, se deja arrastrar al mundo del crimen. Unidos por su afición a las armas, la relación de la pareja desemboca, entre atraco y atraco, en un torbellino de pasiones y situaciones peligrosas. 
Premios  
Subgénero/Temática
Robos y atracos, Serie B, Melodrama, Road Movie

tomado de filmaffinity

Obra maestra de Joseph H. Lewis, especialista en films de serie B. Escrita por Mackinlay Kantor y Dalton Trumbo, adapta el relato breve «Gun Crazy» (1940), de Kantor, inspirado libremente en la vida de Bonnie Parker y Clyde Barrow. Se rueda en exteriores durante 30 días, con un presupuesto de 450 mil dólares. Producida por Frank y Maurice King, se estrena el 20-I-1950 (EEUU).

La acción principal tiene lugar en diversas localidades de EEUU en 1949. Los protagonistas son Bart Tare (Dall) y Annie Laurie Starr (Cummins), dos personajes que se enamoran a primera vista y emprenden una desesperada carrera de atracos y asaltos a lo largo del país. Lauire es una mujer cautivadora y seductora, con obsesión por las pistolas. Insegura y dominante, padece crisis de angustia y pánico. Bart, que ha sentido afición por las pistolas desde muy joven, es una persona desarraigada, débil y manipulable.

El film es una obra de cine negro con elementos de drama y romance. Como «film noir» es una obra singular: no sitúa la acción en el submundo urbano de la noche, sino en espacios abiertos a la luz del día; no trata de la delincuencia organizada, sino de dos personajes aislados, solitarios y abandonados a su suerte; incorpora una historia de amor «fou» que se mueve en el marco de un torbellino de pasiones. La acción tiene lugar en forma de viaje itinerante, como en una «road movie». Incorpora rasgos del western, que van más allá de la indumentaria ocasional de los protagonistas.

La narración se despliega a un ritmo intenso y prodigioso, que se mantiene a lo largo del film, salvo breves pausas dedicadas a la reflexión del Bart o al romance. El guión exhibe un notable empeño de estilización, que le lleva a prescindir de todo lo superfluo. Los caracteres se presentan bien desarrollados y construidos con precisión y coherencia. Es interesante el análisis de la interacción que preside la relación entre los protagonistas, dominada por tensiones de dependencia/sumisión, arrastre/engaño, seducción/resistencia, turbación/pasión. Se explora la afición al riesgo, la erótica del peligro, la seducción atávica de la violencia y el fatalismo que rodea la acción humana.

La música, de Victor Young («El hombre tranquilo»), genera sentimientos de peligro, alarma y riesgo. Refleja magníficas resonancias deudoras de Stravinsky y Schomberg. Añade, con reiteración, la emotiva canción «Mad About You» (Young y Ned Washington). La fotografía, de Russell Harlan («Río Bravo»), traslada al mundo exterior la estética oscura, opresiva y expresionista del cine negro clásico. Ofrece algunos virtuosismos visuales de gran belleza (plano picado final), gran fuerza expresiva (planos secuencia de los atracos) y contundencia emocional (atraco visto desde el coche en un plano secuencia de 4 minutos). Película de culto, intensa, absorbente y fascinante.


Sin duda alguna, esta película fue una de las precursoras del género conocido hoy en día como road-movie. Pero no es una simpe película de carretera, tiene también algo que la hace única: una historia de bandidos, una grandísima historia de amor, y una pasión desenfrenada, enfermiza, por las armas y todo ese mundo que la rodea. Seguramente, Charlton Heston sería un gran fan de esta película cuando chaval. Tiene todos los ingredientes para ser una película icónica dentro de uno de los géneros supremos como es el cine negro, aunque también tiene puntos que forman parte de otros géneros grandiosos, como el ya comentado de road movie, o la iconografía y temática del western, representada casi paródicamente en la vestimenta de la pareja en algunas secuencias, y una forma de rodar, acompañada de algunos planos, que anticipaban la llegada del ahora decrépito movimiento de la nouvelle vague, particularmente de esa película negro-pretenciosa que es Al final de la escapada.

Analizando los personajes, nos damos cuenta de que ambos son unos inseguros, pero realmente más Laurie que Bart. Ella quiere dar la impresión de ser la que manda, y en cierto modo es así, pero luego nos damos cuenta de que es una mujer asustada, que mata por miedo a ser cazada, y es una absoluta paranoica. Ella lo hace todo por impulsos, como una clásica protagonista de cine negro, sin pensar en las consecuencias, y no duda en arrastrar a su amado marido, con la falsa promesa de que será la última vez, pero llega un punto en el que Bart se da cuenta que han sobrepasado un límite: matar a sangre fría. Es ahí cuando realmente se da cuenta de los delitos que está cometiendo, y quiere pararlos, pero ya es demasiado tarde, y la espiral que han iniciado es ya una gigantesca e imparable bola de nieve. Una auténtica reflexión acerca de quién tiene el poder para apretar el gatillo y quien no.

Esta película aúna clasicismo y modernismo de una forma brillante. Unos primeros planos totalmente nouvellevaguianos, acompañados de unos sutiles movimientos de cámara, a otros mucho más bruscos, una angulación de planos bastante » wellesiana «, con un montaje trepidante, creando situaciones de tensión para que el espectador pueda sentirse implicado emocionalmente en la historia. La película queda dividida en segmentos claramente diferenciables, como la infancia del joven Bart, con una maravillosa escena donde, muy joven, mata a un pequeño pollo como si de un juego se tratase, una escena macabramente chapliniana. Cuando todo va tornandose en una historia de amor, aparecen los primeros crímenes, y es entonces cuando ya aparece la trama en sí, llevada muy bien por Lewis, con algunas escenas memorables, y una forma de rodar que se adelantaba a su tiempo, hacen de esta soberbia película una joya que nadie debe perderse, y que influyó a clásicos posteriores como Bonnie & Clyde o la ya nombrada Al final de la escapada, y con un final tan romántico y sensacional como el de Duelo al sol… imprescindible.


La mejor película de Joseph H. Lewis, director semidesconocido en España pero que en los Estados Unidos goza de muy buena reputación y que en Francia, los jóvenes directores de entonces la consideraron uno de sus emblemas como arquetipo de lo que sería la Nouvelle Vague. La carrera de este director fue bastante amplia y estuvo a mitad caballo entre la televisión y el cine, sobre todo de serie B, teniendo títulos muy conocidos como “El fantasma invisible”, protagonizada por Bela Lugosi. 

“El demonio de las armas” supone un aire fresco dentro del cine negro que se hacía por los años cuarenta de forma frenética. Para empezar rompe con muchos parámetros casi sagrados que debe cumplir una película de este género. Prefiere casi siempre lo rural a lo urbano, utilizada más los exteriores que los interiores, y se decanta por mucha luz en vez de escenas nocturnas. Sin ser plenamente transgresora, sí que vemos un atrevimiento a la hora de poner la cámara donde no se hacía antes. Obras muy posteriores como “Bonnie and Clyde” beben claramente de esta y toman prestados más de un plano. 

Narrativamente la historia no es demasiado peculiar, es cierto, que tiene algunos momentos de gran calidad como es toda la historia de amor y la tortuosa relación entre los protagonistas, donde destaco su maravilloso encuentro en el circo, pero también peca de falta de verosimilitud en algunas escenas de atraco, y todo el guión es bastante previsible, incluso su final, más bonito formalmente que argumentalmente.

Un pequeño clásico, algo sobrestimado por encima de su valor real por lo que veo por aquí, pero que brindará una buena tarde de cine a los amantes de las películas clásicas sencillas pero intensas.


tomado de espinof

'El Demonio de las Armas', obra cumbre de un desconocido

Primero de nada aclarar que Joseph H. Lewis no es ningún desconocido para cualquiera que se precie de ser un buen cinéfilo. Pero para la mayoría de la gente este nombre le sonará a chino y sí es cierto que nunca alcanzó una fama tan grande como pudieron alcanzar otros directores clásicos, y no necesito ahora ponerme a citar los nombres de siempre, que ya todos los conocéis de sobra. Lewis pertenece a ese grupo de semidesconocidos que aportaron al cine su grano de arena, logrando que las películas tuvieran un reconocimiento por encima de sus propios nombres. Por cierto, que ‘El Demonio de las Armas’ es conocida con dos títulos en inglés: Gun Crazy y Deadly is the Femmale, siendo éste el primero que tuvo esta película. Más tarde se le colocó el otro, y ahora puede ser confundido con esa especie de remake que en los 90 potagonizó Drew Barrymore, y que es un espanto de los horribles.

‘El Demonio de las Armas’ es un fascinante film que narra la historia de amor entre un hombre y una mujer, obsesionados y unidos hasta el fin de los días por su pasión por las armas. Después de haber tenido una infancia un poco difícil, Bart Tare, regresa a su pueblo natal, donde un día conoce a una bellísima mujer que trabaja como tiradora en un circo. Pronto surgirá la atracción y pronto se dedicarán a vivir la vida. Pero un día el dinero se acaba y comenzarán a cometer robos para subsistir. Las cosas irán cada vez a peor, y la pareja se convertirá en los delincuentes más buscados del país.

Estamos ante algo más que un film de cine negro. Estamos ante la perfección absoluta vista desde cualquier punto de vista, un estudio piscológico de personajes tremendo, una historia de amor imposible a lo ‘Malas Tierras’ o ‘Bonnie & Clyde’ (films que beben descaradamente del de Lewis) realizada con total precisión, y en la que todos sus elementos funcionan como un mecanismo de relojería totalmente nuevo. Y es que una de las características de esta película, vista 50 años más tarde, es la de no haber perdido ni una sola gota de su vigor, al contrario. Y cuando dentro de otros 50 sea revisada, pasará exactamente lo mismo. En este caso, el paso del tiempo consolida lo que es una obra maestra imperecedera.

Lewis hace gala de un dominio extraordinario de la técnica narrativa. Después de unos breves minutos en los que se nos informa de la niñez del protagonista y de cómo le controla su obsesión por las armas, pero jamás las usaría contra un ser humano, el film se adentra de lleno en la relación del personaje masculino con la mujer a la que conoce y que comparte su misma pasión, pero con una gran diferencia: ella puede cometer actos brutales con un arma si se ve dominada por el miedo. Esta constante marcará toda la película, y la subrayará de forma magistral en la secuencia en la que ambos intentan separarse. Tal y cómo él le dice a ella, son como un arma y su munición, no pueden estar separados. Aunque queda bien claro que quien arrastra a un mundo de perdición es ella a él, en la mejor tradición del cine negro. Una excelente femme fatale encarnada por una morbosa Peggy Cummins, que está en estado de gracia, desprendiendo una sensualidad pocas veces vista en el cine, y acentuada con ese mencionado detalle del miedo, lo que la aparta un poco de las demás femmes fatales vistas en otros títulos.

Lewis no abandona ni un sólo momento a los dos protagonistas, ya estén en el mismo plano o no. Con un uso de la cámara increíble, de enorme modernidad para la época (o más bien habría que decir que cuando se hace hoy día, realmente ya es un truco viejo), le imprime un ritmo sin descanso hasta el final. Todo el film avanza de un tirón con un crescendo dramático conseguido hasta límites insospechados. Atención a las virguerías visuales que el director realiza y sin ningún tipo de gratuidad. Baste mencionar el atraco a un banco en el que la cámara no abandona el interior del coche, lugar desde el cual serán filmados varios momentos y a cada cual más sorprendente. Todos ellos sabiamente conjuntados y dando paso a un final histórico donde los haya y de una belleza perturbadora.

Una obra maestra obligada para todo amante del Cine. Desgraciadamente, aún no la han editado en dvd en nuestro país, y eso que se trata del film más famoso de su director. Supongo que algún día enmendarán ese error, y es que afortunadamente, y poco a poco, eso sí, lo van editando todo. Mi sitio en la estantería ya está reservado al lado de otros cuantos. Qué jodío el que inventó el dvd, qué jodío.


EL DEMONIO DE LAS ARMAS [GUN CRAZY] (1950) DE JOSEPH H. LEWIS

Bart ha estado toda la vida obsesionado con las armas de fuego. De pequeño esa pasión le sirvió para poder destacar en algo diferente al resto de chicos, pero por desgracia le llevó también a cometer su primer delito al intentar robar una pistola. Años después, Bart vuelve a su pequeño pueblo después de haber pasado por un reformatorio y el ejército. Es un hombre nuevo que no sabe hacia donde llevar su vida, hasta que conoce a Annie, una pistolera que trabaja en una feria ambulante en un número de tiroteo. Después de ganarla en un reto, Annie le propone que se una a la feria para utilizar sus dotes de pistolero. Será el inicio de su apasionado romance.

Sólo sirvo para disparar. Sólo eso me gusta. Eso haré cuando crezca“. Una de las ideas que me viene a la cabeza al ver El Demonio de las Armas es hasta que punto Bart ya está condenado desde el momento en que hace esta confesión al juez. Por otro lado, es un niño que vive condicionado por su obsesión con las armas pero también por un incidente que vivió de pequeño que le marcó de por vida. Jugando con su escopeta de aire comprimido, Bart disparó en el jardín de su casa a diversos objetos hasta que se le ocurrió probar cómo sería matar a un ser vivo, a los pollitos de casa. Inocentemente disparó a uno y descubrió qué es la muerte y qué se sentía al quitar la vida a un ser vivo. Este hecho traumático le marcaría para siempre, seguiría obsesionado por las armas pero también por su incapacidad para matar a nadie.

Cuando se cruza Annie por su camino, vive un tórrido romance marcado por la dependencia de ambos hacia las armas pero desde dos puntos de vista distintos: él tiende hacia la rectitud, ella aspira a más de lo que la vida ha ofrecido y quiere aprovechar sus virtudes como pistolera para ello. Su pasión, en la línea de los mejores romances de cine negro, creará entre ellos un vínculo irrompible y fatal, un vínculo que les hace depender totalmente el uno del otro hasta las últimas consecuencias, igual que en obras tan míticas e inolvidables como Solo se Vive una Vez (1937) de Fritz Lang, Perdición (1944) de Billy Wilder o El Cartero Siempre Llama Dos Veces (1946) de Tay Garnett, en que el destino de la pareja está sellado desde el momento en que su romance queda unido por un crimen.

La película tiene todas las virtudes de las grandes obras del cine negro destacando su ritmo y fluidez narrativa. Después de haber descrito en el prólogo el carácter y psicología de Bart, la película no malgasta ningún minuto en dar información innecesaria desde el momento en que él y Annie se conocen. Un buen ejemplo es la escena en que se nos muestran los primeros días de casados de la pareja en que vemos una serie de planos fundidos entre sí de su acomodado estilo de vida hasta acabar en un plano en que acuden al escaparate de un prestamista, signo inequívoco de que se han quedado sin dinero. Así mismo, no se dan detalles de las conversaciones preliminares sobre pasarse a la vida criminal, simplemente ella menciona algo de un plan que habían hablado previamente. No hace falta esa información, los espectadores ya sabemos que van a acabar irremediablemente abocados a ese mundo por su pasión por las armas y su necesidad de encontrar dinero, cuando presenciemos el primer atraco no nos habrá hecho falta ver qué les ha llevado a dar ese paso.
A cambio el guión se centra en las conversaciones en que Bart duda sobre si están haciendo lo correcto y su continua fobia a matar. En uno de los diálogos más interesantes, reflexiona sobre el hecho de que al haberse decidido por este tipo de vida se han condenado a quedar solos para siempre, sin tener a nadie a quien acudir para ayudarles cuando lo necesiten. El crimen les une pero al mismo tiempo les aisla del mundo.

A nivel de dirección, la película es apabullante y visualmente muy atractiva. Joseph H. Lewis hace un trabajo excelente que consigue que el film destaque por encima del resto de films criminales de serie B por su factura visual e incluso le dota de cierto tono bastante moderno para la época. Hay muchas escenas que merecerían ser comentadas, pero hay dos que destacan especialmente.
La primera es un largo plano secuencia filmado desde el asiento trasero de un coche que muestra uno de sus atracos. Todo el plano está rodado desde el coche sin ningún corte y, como novedad, opta por no seguir a Bart mientras comete el atraco y se centra en la figura de Annie, que espera en el coche y tiene que intervenir para quitar de en medio a un policía que pasaba justamente por ahí.
La segunda que destacaría es la escena final en el pantano, donde ambos se refugian envueltos por una espesa niebla. El ambiente tenebroso de esa escena hace que parezca más bien una pesadilla en que los dos amigos de infancia de Bart intentan salvarle de ese mundo de perdición al que se ha abocado.

En mi opinión una de las mayores joyas del cine negro de serie B, una película fatalista, magníficamente rodada y que hace reflexionar sobre una sociedad demasiado obsesionada con las armas como es la estadounidense.


 

“Sólo me gusta disparar, sólo sirvo para eso, cuando sea mayor es lo que haré”, es la confesión que Bart le hace al juez que le envía a un reformatorio al inicio de la película, y que marca la línea de conducta inflexible que va  a guiar la vida del protagonista, una obsesión enfermiza por las armas y por el acto de disparar, unida a un rechazo absoluto a su uso contra las personas, aunque esa obsesión te haga perder la cabeza una lluviosa noche que va a cambiar tu vida, porque la caída física que sufre Bart tras coger el arma de un escaparate viene unida a la caída moral de ser inmediatamente detenido y presentado ante un juez, y líbrenos el destino de caer ante un juez comprensivo que quiera enderezar tu camino. Este contrasentido íntimo del personaje transforma la vida de Bart en un infierno cuando conoce a Laurie, otra persona igualmente obsesionada por las armas, que encuentra el mismo placer que Bart disparando pero que, al contrario de aquél, es incapaz de dominar su impulso de disparar cuando se irrita o se siente en peligro, dirigiéndolo incluso contra las personas. Ambos personajes viven marcados por un recuerdo del pasado, la primera muerte causada por cada uno disparando, un hombre en el caso de Laurie (Peggy Cummings), un pollito en el caso de Bart (John Dall), lo que da una idea precisa de la diferente personalidad de cada uno, del carácter ingenuo y apacible del hombre y del carácter impulsivo y manipulador de ella, porque si algo podemos afirmar tras concluir la historia es que entendemos perfectamente los impulsos y reacciones de cada uno de los miembros de esta pareja, de su inevitable camino de autodestrucción, de la imposibilidad de separarse a sabiendas de que juntos se dirigen hacia el abismo, pero al menos, con algo de vida en su haber.



Probablemente ninguna otra película de Lewis contenga tal dosis de talento, de creatividad, de perfección técnica, de arrebatada pasión y locura enfermiza, aunque haya otros títulos del director que permiten afirmar que tampoco se trata de una mera casualidad la redondez de “Crazy gun”. Simplemente algo tan simple como la presentación de ambos personajes permite dibujar a la perfección su modo de ser, tanto la del niño juzgado como un adulto y que no ha cambiado demasiado cuando volvemos a verlo pasados los años y regresando a su ciudad tras abandonar su puesto como instructor de tiro en el ejército, cuya mayor diversión sigue siendo disparar, hacer blanco, tocas las armas, aunque ahora ya no tenga esa cara de avaricia, cercana a la lujuria cuando, como esa noche lluviosa, lanza una piedra contra un escaparate para robar la pistola que marca su destino posterior. Esa ansiedad juvenil por tocar el cañón de una pistola y sentirla propia se ha atemperado con los años ahora que puede comprar las armas que quiere, pero como pasión que es, encontrar a una mujer con la misma habilidad y dependencia supone todo un terremoto. En Laurie, con esa presentación circense, haciendo malabarismos de precisión vestida con unos ajustados pantalones de cowgirl que forman parte de su disfraz para debilitar a los hombres que se cruzan en su camino, hay otro brillo en los ojos, más peligroso, más audaz, más suicida. Son dos personas que tienen la misma obsesión y sólo un poco de tiempo es lo que se necesita para que el intercambio de miradas concluya en un intercambio que va más allá de lo amoroso, porque desde que Bart entra en la barraca de feria, su mirada a una mujer con pistola, como la de ella cuando siente el interés especial del hombre sobre su cuerpo proporciona un juego erótico donde el arma contiene un indudable simbolismo sexual no ocultado por un conjunto de creadores reunidos en una película completamente situada en el punto de mira del maccarthismo.




La calculada presentación de ambos personajes no impide su evolución, en la mirada de ambos queda el margen de la duda, el enamorado ingenuo y manipulable enfrentado a la “femme fatale” del cine negro, pero esta primera impresión no es inmutable, lo que no parece sino el calculado interés de la mujer, “quiero un hombre de acción”, va mutando en una verdadera relación de interdependencia donde Bart es el sumiso y Laurie la fuerte. La película, marcada a fuego por el código Hays y el inicio de la caza de brujas, no elude la insinuación violenta ni la insinuación sexual con una Peggy Cummings decidida a todo por poder disfrutar de aquello que la falta de dinero no le permite, incluso a abandonar a Bart si éste no accede a iniciar una vida más cómoda en lo material cambiando el mundo de miseria de la atracción ferial por el del robo a bancos. “Terminemos donde lo empezamos” dice la mujer al hombre acostada sobre una cama y con un albornoz después de señalarle la puerta de salida si no se pliega a su condición, o lo que es lo mismo, “este cuerpo es lo que te vas a perder” por tu conciencia y tu moral. El título original “Deadly is the female” es aún más explícito sobre el papel de cada uno de los integrantes de esta pareja de corredores sin retorno, título igualmente censurado por la moralidad imperante del momento. La película va transformándose, así, en puro frenesí autodestructivo y pasional, en una huida hacia adelante marcada por el uso de las armas, una huida constante que debe concluir de la única manera admisible en estos personajes, siendo fieles a su impulso innato.



A partir del primer atraco el estilo de la película sufre una aceleración, incluso la cámara parece dotarse de un plus de revoluciones de golpe en golpe, de pasajeros lujos pero sin posibilidad de estabilidad porque nunca un robo es suficiente como para olvidarse de las preocupaciones de un botín exiguo. A la promesa de un último atraco le va  a seguir la necesidad del siguiente hasta que, en la desesperación de una huída de una industria cárnica en la que ambos trabajan, aparece la muerte como consecuencia inevitable de tanto jugar con armas. Bart esgrime las pistolas delante de las personas con timidez, como pidiendo perdón, con la mirada huidiza de quien siente el mal sobre sus hombros y es consciente de que nunca va a disparar contra nadie, pero Laurie con una pistola en la mano cambia su mirada seductora y tranquila por otra llena de odio, de rabia, de desesperación incontrolable, a Bart dirigir el cañón de su arma contra alguien le llena de dudas, de temores incontrolables, de recuerdos y traumas infantiles marcados por un reformatorio y el cuerpo de una pequeña ave destrozado por un disparo intencionado sin calcular sus consecuencias, a Laurie le pasa lo contrario, su feminidad, su dulzura, su seducción, desaparece tras una mirada violenta, irrefrenable, enajenada, que hace prevalecer lo primitivo a lo racional.




Cualquier referencia a la película termina mentando el famoso plano secuencia de uno de los atracos, y es verdad, son minutos sin corte de plano con la cámara desde el interior del vehículo de la pareja, que sigue rodando incluso cuando los protagonistas están fuera del mismo, pero la película es mucho más, son los planos en que la pareja se siente cada vez más acosada y constreñida, corriendo por estrechos pasillos o callejones, tropezando, cayendo, perdiendo el botín por el camino, filmados en primerísimos planos, en picados o contrapicados iluminados con maestría por el buen hacer de Rusell Harlan, mostrando un arrepentimiento y un cambio de planes donde la pasión prevalece sobre la prudencia filmando a dos vehículos que se separan en direcciones diferentes pero que no pueden terminar de romper el hilo invisible que los une, girando, y nosotros con Laurie, 180 grados para volver a reencontrarse y tomar lo que va a ser el último gran viaje hacia el lugar donde todo inició. Cuando Bart y Laurie desfallecen en medio del pantano, “Eres lo único real en mi vida, Laurie. El resto es una pesadilla.”, rodeados por la niebla, volviendo a surgir de su interior su verdadera personalidad antes las armas, ese elemento surreal que proporciona la imposibilidad de ver anuncia algo que venimos intuyendo desde su primer cruce de miradas, que ambos, sin saberlo, están condenados a muerte, que las ofertas de los amigos de Bart para que se entreguen en ese momento son innecesarias, porque Bart no puede decidir lo que ya se decidió en aquella barraca de feria, sujeto y sometido como está, al carácter indomable de ella. El último acto destructivo de Bart es similar a un suicidio meditado, con su decisión abandona parte de su naturaleza pero devuelve también lo que sus amigos le dieron en la infancia. Un último plano que se eleva demuestra la grandeza simbólica de las imágenes pensadas por Lewis para crear mucho arte desde una pequeña producción no destinada inicialmente a perdurar pero que se ha ganado el derecho a aparecer en cualquier antología del cine, y no sólo del cine negro.


  


tomado de elantepenultimomohicano

El demonio de las armas - Gun Crazy

Al término de la Segunda Guerra Mundial el cine norteamericano se inflamó de oscuridad. De manera especial el género negro, el cual si ya de por sí reflejaba lo más sórdido y siniestro del género humano, en ese segundo lustro de los años 40 vio cómo se apagaban definitivamente todas las luces que permitían la esperanza de vivir en un mundo mejor. En estas películas veremos desfilar soldados retornados de la guerra incapaces de encontrar su lugar en lo que antaño fuera su hogar, personajes sin entrañas capaces de todo por conseguir vivir lo más rápido y mejor posible, mujeres más malvadas que nunca, hampones sin escrúpulos, hombres desesperados que no ven ningún futuro posible y se lanzan en brazos de la delincuencia como único modo de vida… En fin, todo un plantel de películas protagonizadas por personajes que se movían en un contrastado juego de sombras y luces en blanco y negro que no era sino su forma de ver el mundo. Lo dicho: había llegado la hora de la oscuridad y la desesperanza. Los finales felices eran una imposición de las productoras. Pocos guionistas y directores se preocuparon por ocultar su carácter de impostura. Había caído la noche y sus sombras eran profundas.
 
En este contexto nace El demonio de las armas (Gun Crazy), dirigida por Joseph H. Lewis en el año 1949 y escrita por MacKinlay Kantor, autor del relato original, y un Dalton Trumbo que firma como Millard Kaufman debido a su inclusión en la lista negra de Hollywood. Trumbo había sido una de las víctimas del Comité de Actividades Antiamericanas en su caza de brujas. El temor al comunismo, el inicio de la Guerra Fría y un gobierno que había mostrado lo peor de sí mismo en dicha caza eran aspectos que se sumaban al ya de por sí triste panorama de una sociedad que veía cómo los buenos e inocentes tiempos pasados se iban por el sumidero de la realidad. MacKinlay Kantor había visto a su vez llevada al cine unos pocos años antes, en 1946, su novela Glory for Me (1945): el clásico de William Wyler Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, 1946). Kantor había tenido que sufrir no solo el cambio de título, sino también ver cómo su dura novela sufría alteraciones importantes. No es de extrañar pues que ambos escritores se lanzaran a escribir una historia cuyo fuego interior está animado por la ira, la rabia y una desesperación de carácter romántico que el director Joseph H. Lewis puso en imágenes de manera magistral.
 
Todo esto lo podemos apreciar ya desde la misma secuencia de apertura. Bajo una lluvia torrencial un joven (Russ Tamblyn, en los créditos Rusty Tamblin, en uno de sus primeros papeles) se aproxima al escaparate de una armería y contempla con deseo una pistola. Hace añicos el cristal y la roba. En su mirada vemos la compulsión irrefrenable, en sus gestos la ansiedad de poseer el arma. Instintos primarios desatados cuyo único freno es la ley, representada por el policía que dará al traste con su delito. Bueno, y la mala suerte, porque ya desde este momento queda bien claro que Barton Tare, nuestro protagonista, está marcado por la fatalidad.
 
Gun Crazy, 1949
GUN CRAZY | John Dall y Peggy Cummins en ‘El demonio de las armas’
 
     Las escenas siguientes, el juicio por robo del adolescente Bart que darán con él en el reformatorio, sirven para mostrarnos su pasado en breves flashbacks. Conoceremos así su desmedida pasión por las armas de fuego pero también que se trata de un joven de buen corazón. Tras cumplir su condena e ingresar en la armada para luchar por su país en la guerra, volverá a su pueblo natal reformado y dispuesto a llevar una vida de hombre de bien. Su obsesión por las armas sigue intacta, pero todo parece indicar que ha sabido encauzarla. Con sus dos amigos de la infancia visita una feria que se ha instalado en el pueblo. Y es entonces cuando se desata su pasión de nuevo: entran en una barraca en la que se anuncia que actuará la mejor tiradora de Inglaterra y Bart quedará arrebatado por la joven que retadora mira a todos desde el escenario y dispara sin fallar un solo tiro. Annie Laurie Starr, la joven que disfrazada de pistolera muestra su habilidad prodigiosa en el escenario, está interpretada por la actriz inglesa Peggy Cummins, una de tantas importadas por Hollywood que nunca llegó a triunfar. Esto no importa demasiado, porque quedará por siempre inmortal para nosotros apareciendo a tiro limpio entre volutas de humo enarbolando sus dos doradas pistolas y lanzando una de esas miradas que solo el cine nos puede ofrecer. Deadly Is the Female fue el título original con el que se iba a estrenar la película, y nunca tan adecuado, porque aparece ella y ya sabemos la que le espera al pobre Bart. Este, interpretado por John Dall, quedará fascinado por esa chica que dispara casi tan bien como él. Los cruces de miradas y gestos en esta secuencia de la feria son sencillamente un acto de amor salvaje a primera vista. Uno de los momentos fuertes del espectáculo consiste en que la joven reta a cualquier persona del público a que la supere en su habilidad. Y Bart sale para allá disparado, nunca mejor dicho, como impelido por un resorte que ya lo llevará camino al infierno sin posibilidad de escapar. Las miradas entre ellos, los gestos, cómo Lewis los coloca en el plano y los hace flirtear sin palabras de amor es todo un prodigio. No se llegan a tocar en ningún momento, pero ya han hecho el amor.
 
John Dall, actor de reconocida homosexualidad y que ya había interpretado un papel donde esta jugaba un papel importante en la trama, la película de Alfred Hitchcock La soga (Rope, 1948), saca aquí a relucir, en connivencia absoluta con Lewis, toda la feminidad que requiere su personaje para contrastarlo con la masculinidad de Laurie. Él es delicado y está lleno de dudas y remordimientos. Ella es decidida y no se arredra ante nada. El cambio de roles, aunque no era algo extraño en el cine negro de la época, plagado de mujeres fatales, juega aquí un papel fundamental. Porque si bien es cierto que no deja de ser algo misógino que todo el mal proceda de la mujer, en Gun Crazy queda bien patente que la debilidad de Bart es también el germen de su perdición. Arrastrado por el deseo de Laurie de darse a la gran vida sin tener que seguir trabajando como perros de ciudad en ciudad, ambos optarán por el camino fácil del delito.
 
Pero este camino fácil, sobra decirlo, no será tal. Ya desde el primer golpe sabremos que nuestra pareja ha iniciado un viaje sin retorno a la oscuridad. Justo antes ya nos ha mostrado Lewis a nuestros dos protagonistas cenando al fondo de un restaurante en el cual el decorado los arrincona, dando forma visual al estado vital de la pareja, recurso que el director tendrá siempre presente durante la película. Potenciado en todo momento este efecto por la fotografía de fuertes contrastes del gran Rusell Harlan. Asfixiados por la cruda realidad, siempre intentarán escapar de la realidad que los constriñe. Comen con desesperación una hamburguesa de la que han tenido que prescindir de la cebolla porque no se la pueden permitir. Alojados en una pestilente habitación de hotel, Laurie presionará a Bart para que comiencen su vida delictiva. Bart se resiste como puede, pero cuando ella le dice que lo abandonará si no consiguen dinero pronto, el joven cederá. Claro que con Laurie tumbada sobre la cama pidiéndoselo de una forma tan sensual que hasta el mismo Gandhi mataría a quien se le pusiera por delante también tiene su peso en la decisión. Es otro momento en que la sexualidad implícita en cada gesto, en cada mirada, en cada leve movimiento de los actores es sencillamente fuego puro en la retina del espectador.
 
Su primer golpe será en el hotel en el que se alojan. En plano medio frontal Laurie y Bart toman el dinero de las temblorosas manos del recepcionista. Valiéndose de un fabuloso travelling hacia adelante mientras ellos retroceden mirando a cámara, Lewis de nuevo nos muestra a los dos antihéroes constreñidos por el decorado: están entrando en un callejón sin salida del que ya no podrán salir jamás. En su fabuloso trabajo de dirección, Lewis incidirá continuamente en mostrarnos a Laurie y Bart corriendo por largos pasillos y estrellas callejuelas en busca de esa salida desesperada que nunca encontrarán. O bien ocultos en una cabaña abandonada, rostro contra rostro en planos claustrofóbicos en los que ambos se ahogan mientras hablan de poder huir felices. Al final llegará a encerrarlos en una prisión de niebla, cerradas todas las puertas a una posible opción de huir, pero ya llegaremos a ese momento.
 
Se suceden escenas cortas, explosivas, de los pequeños atracos que van cometiendo. Hasta que llegan a la pequeña ciudad de Hampton. Allí se desarrollará la que quizá sea la secuencia más famosa y celebrada de la película. Lewis instala la cámara en el asiento trasero del coche robado que conducen Laurie y Bart y ese será el punto de vista desde el que el espectador verá toda la escena. Un parabrisas sobre el que se recortan los bustos de espaldas a cámara de nuestra pareja. Un plano secuencia prodigioso que dejará el atraco en off. Los observaremos acercarse al lugar del robo, aparcar frente al establecimiento y a Bart abandonando el coche. Nada más entrar, un policía se detiene en la puerta y Laurie baja del coche para distraerlo. Lewis no corta el plano, sino que mueve la cámara desplazándola hasta la ventanilla derecha y desde allí observaremos cómo Laurie entabla conversación con el policía para distraerlo. La cámara volverá a su posición cuando ambos entren de nuevo en el vehículo y emprendan la huida. Solo veremos el rostro exultante de placer de Laurie volviéndose a mirar si los persiguen. Lewis repetirá este emplazamiento de la cámara en los sucesivos atracos como si quisiera evitar mostrarnos el lado malvado de la pareja. Solo de manera breve veremos la expresión salvaje de Laurie y, más adelante, el rostro dubitativo y convulso de Bart que no se atreve a disparar a unos policías que los persiguen. Hasta cuando en el momento en que todo parece ir bien para ellos Laurie decide confesarle a Bart un crimen cometido hace tiempo, Lewis rueda a la actriz desde atrás sin mostrarnos su rostro. El mal no está en ellos, parece querer decirnos: el mal los rodea y los acosa y los toma como rehenes.
 
Gun Crazy, 1949
Fotograma de ‘Gun Crazy’ (1949), de Joseph H. Lewis
 
 
     Su carrera criminal enfilará la senda final de un callejón sin escape cuando Laurie mate a dos personas en el atraco a una empresa en la que se han puesto a trabajar, infiltrados a la espera de dar su golpe definitivo. Laurie es recriminada por una provecta secretaria por llevar pantalones, otra vez el juego de roles a la inversa, momento que servirá a Lewis y sus guionistas no solo para esto, sino para mostrar el lado más salvaje de la joven poco después: asesinará a la secretaria en el transcurso del robo. Su ansia de dinero está enturbiada también por el afán de venganza, por su compulsión autodestructiva de eliminar de su camino a tiros todo aquello que se le oponga.
 
Acosados y perseguidos, incapaces de separarse y huir cada uno por su lado como indicaría la lógica, buscarán refugio en las montañas, ese lugar primitivo que supone la vuelta a lo esencial, la madre tierra como única protectora cuando ya no nos queda nada. Se había mostrado así con anterioridad en otros clásicos del género: en El último refugio (High Sierra, 1941) de Raoul Walsh o en Retorno al pasado (Out of the Past, 1947) de Jacques Tourneur. Y de allí a los pantanos en los que culminará su huida. Aunque la referencia que a mí me viene a la mente, por los furiosos travellings siguiendo a la pareja por el bosque y ese desenlace huyendo entre la niebla, es el de El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack, 1932).
 
En la secuencia final, con Laurie y Bart ocultos en los pantanos, Lewis hará de la falta de medios cine con mayúsculas. Un cañaveral de estudio, niebla por doquier para ocultar los decorados y unas voces en off para darnos a entender que están rodeados por docenas de policías: la grandeza de la serie B. La atmósfera es opresiva y las voces suenan como si temblaran en el vacío. Su ataúd es un sarcófago blanco hecho de volutas de niebla. Bart decidirá poner fin a todo y su último gesto de humanidad resume la ironía de unas vidas desesperadas llevadas hasta el límite, una pasión destructora que los ha llevado por el mal camino pero sin la cual no hubiera valido la pena ninguno de ellos. Bart: “Es como si no hubiera pasado nada, como si nada fuera real en mi vida.” Laurie: “Cuando te despiertes, mírame acostada junto a ti. Soy tuya y soy real.” Bart: “Eres lo único real en mi vida, Laurie. El resto es una pesadilla.” Una pesadilla que tocará a su fin cuando, de manera definitiva, los envuelva la oscuridad.

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