Nombre | James Cagney |
Actividad | Actor |
Lugar de nacimiento | Nueva York |
Fecha de Nacimiento | 17 de julio de 1899 |
Lugar de fallecimiento | Stanford |
Fecha de fallecimiento | 30 de marzo de 1986 |
Filmografia |
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James Francis Cagney, Jr. (Nueva York, 17 de julio de 1899–Stanford, 30 de marzo de 1986)1 fue un actor de cine estadounidense. Ganador de premios importantes y actor en distintos papeles, es recordado por sus papeles de tipo duro.
Destacó en la década de 1930 en la empresa cinematográfica Warner Bros y mantuvo su relevancia durante las décadas de 1940 y 1950. Fue ganador del premio Óscar1943 al mejor actor principal por el filme Yanqui Dandy (1942).
Biografía
Su primera película importante fue El enemigo público, de William A. Wellman. Volvió a realizar el papel de gánster en dos películas dirigidas por Raoul Walsh: Los violentos años veinte y, sobre todo, Al rojo vivo, donde dijo su frase más famosa, «En la cima del mundo, mamá».
Pero Cagney fue un actor muy versátil que intervino en toda clase de películas, desde comedias hasta dramas, pasando por westerns e incluso adaptaciones de obras de Shakespeare. Destacan en su filmografía Desfile de candilejas, El guapo, Ha entrado un fotógrafo y Ángeles con caras sucias, en los años treinta.
En los cuarenta continuó siendo uno de los actores favoritos del público y siguió participando en grandes películas. Una de boxeo, titulada Ciudad de conquista, y la biografía idealizada de Yanqui Dandy, interpretación con la que ganó el Óscar al mejor actor. Este éxito le hizo romper con la Warner y fundar su propia productora, con la que no obtuvo ningún éxito, por lo que tuvo que volver a la productora de los hermanos Warner.
En los cincuenta volvió a trabajar en algunas grandes películas como el León de las calles, Ámame o déjame, Escala en Hawái o El hombre de las mil caras. Finalmente, acabó su carrera temporalmente en 1961, cuando protagonizó la comedia Uno, dos, tres, dirigida por Billy Wilder.
En 1981 volvió a actuar en Ragtime, donde de nuevo demostró su gran talento interpretativo. Fue su última película.
Cagney falleció el 30 de marzo de 1986. Tenía 86 años. Le sobrevivió su esposa Frances Vernon, con la que se había casado en 1922.
Premios y nominaciones
- En 1938 Nominado al Óscar por Ángeles con caras sucias.
- En 1942 Ganador del Óscar al mejor actor por Yanqui Dandy.
- En 1954 Nominado al Óscar al mejor actor por Ámame o déjame.
Referencias
Nueva York, 1904-1986) Actor estadounidense. Creció en el seno de una humilde familia de origen irlandés, en uno de los barrios más peligrosos de Nueva York, Yorkville. Desempeñó toda clase de oficios para conseguir pagarse los estudios, que tuvo que abandonar a la muerte de su padre. Contratado como decorador de teatro, tuvo la oportunidad de debutar en el Music Hall, en 1919.
Durante los años veinte intervino en comedias musicales, muchas veces formando dueto con Frances Vernon, su mujer, y, durante cinco años, en obras dramáticas en Broadway. Como muchos otros actores de su generación, llegó a Hollywood al mismo tiempo que las películas habladas. El cine mudo había pasado a la historia y había llegado el tiempo de actores con fuerza en la voz y dinamismo físico.
Firmó, al mismo tiempo que Bette Davis y Edward G. Robinson, un largo contrato con la Warner Bros, estudio en el que, después de una serie de papeles insignificantes, pronto le llegó la fama incorporando al gángster Tom Powers en la inolvidable película de William A. Wellman El enemigo público (1931). Cruenta, dura y violenta, la interpretación de Cagney fue memorable.
A pesar de la desmesurada crueldad del personaje, el público se sintió rápidamente identificado con el actor y pedía su participación en otros films. Entre 1930 y 1941, James Cagney interpretó 38 películas para la compañía de los hermanos Warner. Aunque la mayoría se pueden considerar dramas de acción y crimen o comedias, de escaso presupuesto y rápida producción, muchas de ellas son consideradas hoy día auténticos clásico del género negro, de gangsters o de acción.
Dio un vuelco a su carrera poniéndose del lado de la ley en Contra el imperio del crimen (1935), de William Keighley. Cagney, criado por un estafador, se convierte en agente del F.B.I., cuando un amigo es asesinado por una banda de gangsters. Tres años más tarde volvió a su lado natural, es decir, lejos de la ley, como deseaban sus admiradores, en la magistral Ángeles con caras sucias, de Michael Curtiz. Ruin y abyecto, Cagney es en esta película el tipo de gángster que se estilaba en la época, pero conseguirá la redención a través de un final mítico: condenado a la silla eléctrica, acepta el ruego de su antiguo amigo el sacerdote y pasa por un cobarde a los ojos de esos jóvenes para los que no debe ser un ejemplo. Cagney, implorando piedad a los pies de un policía, consiguió una de las más grandiosas interpretaciones de la historia del cine.
Volvió a estar espléndido en Each dawn I die (1939), de W. Keighley, en el papel de un periodista que, tras denunciar los tejemanejes del fiscal del distrito, se ve víctima de un montaje que le lleva a la cárcel. No menos espléndido estuvo en Los violentos años veinte (1939), de Raoul Walsh, donde interpreta a un veterano de guerra que, al volver del frente, orgulloso de haber servido a su patria, se encuentra en la calle, sin trabajo y, casi, sin lugar donde dormir. No tendrá más remedio que, junto a un Humphrey Bogart cruel y de poca templanza, crear, durante los años de la seca prohibición, una red de distribución de Whisky. Se enamora pero es rechazado; intenta redimirse, conduciendo un taxi, pero no le dejan. Otro actor no hubiera conseguido dar tales dosis de dramatismo, tal cantidad de desencanto, como Cagney fue capaz de ofrecer a su personaje.
Fue nominado en tres ocasiones al Oscar al mejor actor: en 1938 por Ángeles con caras sucias, en 1955 por Ámame o déjame, edición en la que lo consiguió, y en 1942, por Yanky Dandy, donde daba vida al compositor George M. Cohan. El filme le ofrecía a Cagney la oportunidad de desplegar sus enormes dotes como cantante y bailarín de talento, algo que la Warner no supo explotar en su tiempo.
Una serie de disputas, siempre en torno al salario, con la Warner Bros, llevaron a Cagney a formar, junto con su hermano William, antaño también actor, una pequeña e independiente productora, la Cagney Productions. Desgraciadamente, la firma no produjo filmes demasiado exitosos, consiguiendo que la United Artist (la compañía de Chaplin y Mary Pickford) distribuyera tan sólo las tres primeras (El vagabundo, Sangre sobre el sol y The Time of Your Life), pero abrieron un camino en la industria que otros muchos no tardarían en seguir.
En 1949, Cagney volvió a la Warner Bros, y lo hizo con una obra maestra de Raoul Walsh, Al rojo vivo, donde interpretó a un gángster tremendamente violento con una clara fijación en torno a su madre. En esta ocasión, Cagney, bajo la magistral dirección de Walsh, llevó la imagen de gángster, de psicópata, hasta extremos de complejidad freudiana. Nunca el actor, en el papel de Arthur Cody Jarrett, estuvo tan intenso, eléctrico o peligroso. En la increíble escena final, Cagney, antes de ser acribillado por la policía, grita desde lo alto de una torre en llamas: «Mira, madre, estoy en la cima del mundo«.
Durante los años cincuenta, Cagney interpretó filmes donde incorporaba muy a menudo personajes de villanos para diferentes estudios cinematográficos y, ocasionalmente, para su propia productora. Dirigió también, en esta década, su único filme, Short Cut to Hell (1957), basándose en una novela del escritor británico Graham Greene. Desafortunado, no volvió a ponerse detrás de la cámara. Con anterioridad volvió a ser dirigido, magistralmente, por Raoul Walsh, en Un león en las calles (1953), en la cual encarnó a un inestable trotamundos que recala en una población de un estado del Sur, donde conoce a una maestra que da equilibrio a su vida, utiliza su don de gentes para erigirse en popular político local y acaba rindiéndose, cómo no, a las tentaciones corruptas que brinda el poder.
John Ford le dirigió en dos ocasiones y no precisamente en dos buenas películas. Una de ellas ni siquiera consiguió acabarla: Escala en Hawai (1955). Con Ford enfermo, tuvo que ser finalizada por Mervyn LeRoy. La otra fue El precio de la gloria (1952). Cagney estuvo magnífico incluso en westerns, algo que parecía no ir demasiado a sus características físicas; un ejemplo fue La Ley de la horca (1956), de Robert Wise, una extraña película en la que Cagney, que contaba con Irene Papas como compañera de reparto, encarnaba a un poderoso terrateniente dispuesto a todo para conservar sus tierras.
Su adiós temporal de las pantallas vino tras una interpretación asombrosa en una obra maestra de Billy Wilder, Uno, dos, tres (1961), donde da vida a MacNamara, un alto ejecutivo de la Coca-cola en la Alemania del Este que debe encarar la inesperada boda de la hija de su jefe (Pamela Tiffin) con un comunista obstinado (Horst Buchholz). Todo ello en la más absoluta locura, con un ritmo endiablado, soportado prácticamente en su totalidad por la impresionante capacidad de James Cagney, en uno de los mejores papeles de su vida.
Sólo la amistad de su vecino, el director Milos Forman, consiguió sacarle de su retiro, 20 años después, para intervenir en Ragtime (1981), según la novela de E.L. Doctorow, una bonita comedia, rica en situaciones y personajes, que evoca la sociedad norteamericana a principio de siglo. Cagney estaba ya enfermo y sólo la televisión le arrancó una nueva interpretación (Terrible Joe Morgan, 1984).
Sería imposible imaginar las películas de gangsters de los años treinta y la productividad de la Warner Bros, en esa misma y esplendorosa década, sin la inestimable labor de James Cagney. Él y sus personajes, todos distintos pero todos con algo de su propia personalidad, convirtieron las películas de la Warner en clásicos del cine. El ritmo, la agilidad y vitalidad que imprimía a cada una de sus interpretaciones le destacaron siempre como genial actor.
El lugar ocupado por James Cagney en el Olimpo del Hollywood clásico no dista mucho del de Clark Gable, Gary Cooper o Humphrey Bogart. De este último, en algunos aspectos, fue mentor en el impagable cine de gángsteres producido por la Warner en los años 30, cuando aún estaba por acuñar el término de «cine negro». Pero como el crimen siempre paga, que decía Chester Himes, James Cagney moría en la secuencia final como nadie. Lo hizo por última vez el 30 de marzo de 1986.Esa vez iba en serio. Tres décadas después, no obstante la omnipresencia del relato criminal en la novela y el cine actuales, el olvido parece haberse caído sobre este gran malote del Hollywood clásico.
En realidad, circunscribir la gloria de Cagney a sus inolvidables hampones es quedarse corto. De hecho, el único Oscar que le concedió la Academia fue por su interpretación de George M. Cohan, uno de los más célebres compositores estadounidenses, en el musical de exaltación patriótica Yanqui Dandi (Michael Curtiz, 1942). Nada que ver con esos criminales por los que la posteridad habría de recordarle. Ya en su infancia, se dio la paradoja en la que cimentaría su estrella: pegarse en la calle le gustaba tanto como el baile. Sólo los más observadores son capaces de apreciar esa cadencia de bailarín que había en esos potentes puñetazos que descargaba con sus brazos cortos tras sonreír con cinismo al contrincante.
Nacido en Nueva York en 1899, fue el segundo de los siete hijos de un camarero. Desde bien niño se vio obligado a desempeñar los más variados empleos para ayudar en su casa. Descubrió el boxeo defendiendo a sus hermanos en las peleas del barrio y hubiera sido un profesional del cuadrilátero si su madre no se lo hubiera prohibido. Al cine llegó tras haberse hecho notar como bailarín en Broadway. Sinners’ Holiday (John G. Adolfi, 1930), su primera película, ya es un relato criminal. Meses después vino La senda del crimen (Archie L. Mayo, 1930). Pero fue su creación de Tom Powers en El enemigo público (William Wellman, 1931), la que le convirtió en el gángster por excelencia de la Warner, así como Jean Harllow -Gwen Allen en aquella ocasión- en la rubia platino de aquellas producciones.
A Joe Greer, el piloto automovilístico al que recreó a las órdenes de Howard Hawks en Avidez de tragedia (1932) no le quedaba muy lejos la desesperación y todo el catálogo de complejos que arrastraban los malotes de James Cagney. Su primer gran musical fue Desfile de candilejas (Lloyd Bacon, 1933). El Brick Davis de Contra el imperio del crimen (William Keighley, 1935) fue uno de los pocos personajes dentro de la ley que el actor encarnó en un policiaco. Pero al más grande de los hampones de la Warner cumple recordarle en Los violentos años 20 (Raoul Walsh, 1939), una de las obras maestras del género.
Ya en la década siguiente, también para Walsh fue el Cody Jarrett de Al rojo vivo(1949). Su muerte en esta última, en la explosión del depósito de combustible al que se ha subido en su huida, invocando a su madre para decirla que ha alcanzado «la cima del mundo», es antológica. Como también lo es su recreación de C. R. McNamara en Uno, dos, tres (1961) de Billy Wilder.
James Cagney, el tipo duro de Hollywood que «no se arrugaba ante nada ni ante nadie»
Érase un hombre a una pistola pegado. Érase ungángster eterno. Érase –y seguirá siendo– uno de los mejores actores de la historia. No en vano, estamos hablando de la octava leyenda más grande del cine –por delante de Charles Chaplin, Gary Cooper, John Wayne o Gene Kelly, entre otros–, según la lista 50 Greatest American Screen Legends que el Instituto Americano del Cine (American Film Institute) dio a conocer en junio de 1999.
James Francis Cagney Jr. (Nueva York, 17 de julio de 1899 – Nueva York, 30 de marzo de 1986) es el tipo duro de Hollywood por excelencia, uno de los más versátiles actores de los dorados años 30 y 40. Fue aquel hombre que consiguió desligarse de la poderosísima Warner Bros –toda una proeza en una época en la que el gigante californiano controlaba prácticamente toda la industria– para crear su propia productora, la Cagney Productions.
«Se permitía cosas que ninguna otra estrella podía», dice Clint Eastwood sobre el neoyorquino, recordando la escena del pomelo que Cagney estampó en la cara de Mae Clarke en El enemigo público. «Nunca antes un galán había hecho algo así. No tenía miedo a nada», añade el director de El francotirador. «Es el actor con más carácter que he conocido, sin duda la mayor personalidad de la historia del cine», decía, por su parte, Humphrey Bogart sobre Cagney, después de que ambos compartieran cartel en Los violentos años veinte y Ángeles con caras sucias, de Michael Curtiz.
Pero James Cagney, miembro de una humilde familia de origen irlandés que creció en Yorkville, uno de los barrios más conflictivos del Nueva York de principios del siglo XX –»de donde yo vengo, si puedes ganar un dólar no haces preguntas, simplemente vas y lo haces», solía decir–, era mucho más que el gángster por antonomasia de Hollywood.
Es ésta la imagen que de este incomparable, más o menos bajito (1,69 metros) y deslenguado actor tiene el gran público en general. Pero Cagney era mucho más. Era un todoterreno, un actor camaleónico que destacaba por su energía y versatilidad. Antes que gángster, había destacado como bailarín, que era como él realmente se sentía.También fue un genial cómico, como demostró en la vertiginosa Uno, dos, tres de Billy Wilder, la penúltima cinta de su dilatada carrera.
De la mano del escritor madrileño Jaime Boned llega ahora James Cagney. El gángster eterno (T&B Editores, 2015, 426 págs.), la primera biografía sobre el polifacético actor escrita en castellano. «Sólo ganó un Oscar», recuerda Boned en declaraciones a Libertad Digital, en alusión a la estatuilla que se llevó en 1942 por Yanqui Dandy –también estuvo nominado en 1938 y 1954 por Ángeles con caras sucias y Ámame o déjame, respectivamente–, «pero mereció más». «Si hubiera actuado en algún musical más o en alguna película de aventuras… De hecho, la Warner tenía pensado darle papel de Robin Hood que al final hizo Errol Flynn, pero entonces quería irse de la Warner y, efectivamente, se acabó yendo».
¿Por qué James Cagney? ¿Qué llevó a este joven escritor madrileño, que compagina su pasión por la literatura y el cine con su trabajo en una compañía aérea, a escribir un libro de más de 400 páginas sobre un actor no demasiado conocido para el gran público en España?
«Con apenas diez años me quedé fascinado por su interpretación en Ángeles con caras sucias y desde entonces he querido conocer el resto de su filmografía. En aquella época –mediados de los 80– echaban por televisión más cine en blanco y negro, con mejores ciclos de películas, que ahora. Recuerdo que en 1986 emitieron Los violentos años veinte y Al rojo vivo. Esta fantástica trilogía de películas hizo que definitivamente me enamorara de la figura de James Cagney», explica Boned a este periódico.
Y, efectivamente, la figura de Cagney enamora a primera vista. Segundo de cinco hermanos, Jim tuvo una infancia difícil en la que tuvo que soportar el alcoholismo y la ludopatía de su padre –»con nueve años, le mandó al bar a por unas botellas de whisky», relata Boned–, con lo que fue su madre, Carolyn, quien encauzó la vida de los cuatro hermanos, pues años más tarde (1919) nacería Jeanne, la hija pequeña.
Un hombre hecho a sí mismo
El joven James Cagney era un defensor de las causas justas, lo que le costó numerosos problemas y más de una pelea en su juventud –en una de ellas, acabaría haciéndose amigo de un chico que años más tarde acabaría en un hospital para dementes, y Cagney quiso ayudarlo mandándole ropa y trajes, aunque no le llegó nada porque la policía se quedó con todo-. En 1918, cuando estaba estudiando Arte en la Universidad de Columbia, su padre falleció. Jimmy tuvo que dejar entonces la carrera y ponerse a trabajar para ayudar económicamente a su familia, desempeñando todo tipo de oficios antes de desembarcar en el mundo del espectáculo como decorador. De ahí pasó rápidamente a la interpretación. Su primer personaje en el mundo del vodevil fue dando vida a un personaje femenino.
Meses después, Cagney conocería a Frances Vernon, la que acabaría siendo su mujer hasta la muerte del actor en marzo de 1986. Se casaron en 1922 y estuvieron 64 años juntos hasta que Cagney falleció el domingo de Pascua de 1986 víctima de un ataque al corazón. «Frances fue decisiva en la carrera de Cagney», explica el autor de su biografía en castellano. «Él empezaba a hartarse del teatro porque ganaba poco dinero. Tenían que dormir en hostales de mala muerte y fue ella quien le dijo que no se desanimara porque iba a acabar siendo una estrella. Menos mal que le hizo caso», relata Jaime Boned, que ha empleado más de dos años de trabajo en su libro.
Tras protagonizar varias comedias musicales, muchas de ellas como pareja de Frances Vernon, Cagney dio el salto a Hollywood en 1930, a la par que las películas habladas. El cine mudo había pasado a la historia. Firmó un largo contrato con la Warner al mismo tiempo que Bette Davis y Edward G. Robinson, y, tras una serie de papeles insignificantes, pronto, en 1931, le llegó la fama a James Cagney en la inolvidable El enemigo público, de William A. Wellman, encarnando al gángster Tom Powers. Una interpretación que fue sencillamente memorable.
A partir de ahí, todo fue miel sobre hojuelas en la carrera de James Cagney, que no tardó en convertirse en el tipo duro de la Warner y en protagonizar toda clase de películas, desde comedias hasta dramas, pasando por westerns e incluso adaptaciones de obras de William Shakespeare.
En 1942 se encontraba en la cúspide de su carrera tras protagonizar Yanqui Dandy–la película que le hizo ganar su único Oscar–, donde daba vida al compositor George M. Cohan y pudo desplegar sus enormes dotes como cantante y bailarín, algo que la Warner no supo explotar en su momento. Una serie de disputas con el gigante de Burbank –siempre en torno al salario– llevaron a Cagney a formar su propia productora junto a su hermano William, que también había sido actor. Pero la cosa no salió bien y, en 1949, James Cagney regresa a la Warner Bros. Lo hizo con una obra maestra de Raoul Walsh, Al rojo vivo, donde interpretó a Arthur Cody Jarrett, un gángster tremendamente violento obsesionado con su madre. En la increíble escena final, Cagney, antes de ser acribillado por la policía, grita desde lo alto de una torre en llamas: «Mira, madre, estoy en la cima del mundo».
«Hubiese estado bien verlo en un gran musical o con Audrey Hepburn«, destaca Boned con cierto tono de nostalgia. «Michael Curtiz y Raoul Walsh fueron posiblemente los directores que más le marcaron. Curtiz fue un gran director, pero no sabía tratar a los actores, y Cagney tuvo alguna que otra discusión con él. Sin duda, habría estado bien que hubieran hecho algo más juntos. Tres cuartos de lo mismo puede decirse de Billy Wilder. Cagney se quejó de que no sabía tratarle. Era un director muy metódico y tuvieron algún que otro roce», relata el autor de la biografía, que no quiere pasar por alto la figura de Pat O’Brien.
No en vano, este prolífico actor de Milwaukee, nacido el mismo año que Cagney (1899) y fallecido tres años antes (1983), apareció en nueve películas junto al genio neoyorquino, desde Ángeles con caras sucias hasta Ragtime, de Milos Forman, el último film de Cagney en 1981 tras una larga pausa de veinte años –la genial Uno, dos, tres (1961), donde daba vida a un ejecutivo de Coca-Cola en la Alemania Federal, había supuesto su adiós temporal a la gran pantalla–.
«¿Actrices? Recuerdo los papeles que interpretó junto Ann Sheridan, Joan Blondello Virginia Mayo. Eran las que más atractivo tenían junto a Cagney en el cine. Sin olvidar los vodeviles con Frances Vernon, claro está», destaca Boned al ser preguntado por algunas de las musas de Hollywood que compartieron cartel con el gángster eterno.
Pero James Cagney era mucho más. Consumado bailarín en Yanqui Dandy, Desfile de candilejas y The seven little foys, también fue un destacado imitador en biopics como Ámame o déjame –interpretando al gángster judío-americano Martin Moe Snyder– y El hombre de las mil caras –en el papel de Lon Chaney– o un brillante cómico en Escala en Hawai, El Guapo, Ha entrado un fotógrafo o Uno, dos, tres.
Fue un pequeño gigante que peleó contra las injusticias, las falsas acusaciones políticas –se le tachó de comunista– e incluso tuvo que afrontar las amenazas de muerte de la mafia, contra la que luchó para evitar que pudiera dominar el Sindicato de Actores. Así era James Cagney, un hombre que, en palabras de Boned, «un grandísimo actor, una de las grandes leyendas de Hollywood que no se arrugaba ante nada ni ante nadie«.