La femme fatal

tomado de elespectadorimaginario.com

En la inherente fascinación por el mal que alumbran tantas pulsiones creadoras de ficciones, cuando se encarna en la mujer, de las diferentes tipologías existentes en el universo cinematográfico, la femme fatale es el arquetipo más subyugante de todos. Aunque nazca teñido de una misoginia, o sea fruto de una debilidad, el miedo del hombre a la sexualidad femenina, acaba resultando un perfil netamente magnético, reivindicado incluso por la perspectiva psicoanalítica de cariz feminista de los años setenta, a pesar de sus connotaciones negativas. Porque ella siempre denota la conquista de un espacio que no le pertenece, el del hombre. Por mucho que en los largometrajes siempre se aplique una política de compensación (para alivio de los temores masculinos), y acaben gobernando las empresas destinadas a restablecer el orden -lo que explica en buena parte el interminable catálogo de finales infelices y trágicos del ciclo negro-, poco importa quién haya sido el ganador de los dos discursos opuestos que se enzarzan en una lucha de igual a igual, el dominante masculino frente al femenino subversivo.

 

Puede ser que en el universo diegético de la ficción haya sucumbido la fémina manipuladora. Pero la victoria que importa es la que se impone en el espectador. Allí, siempre triunfa ella, porque una vez que nos hemos inoculado y participado de la fascinación que los creadores vuelcan en sus criaturas voraces, poco sirve que después nos quieran transmitir contenidos conservadores o aleccionadores. Ya es demasiado tarde. Para nosotros, ellas se llevan la gloria, aunque no hayan llegado a la meta. Son nuestras vencedoras morales. Es lo que quizás asegura la pervivencia del modelo, al margen de los condicionantes históricos y sociológicos que provocaron que emergiera en una época determinada, los años cuarenta y cincuenta. Y lo que seguramente asegura que la pérfida Barbara Stanwyck de Perdición, la espectral  y gélida Gene Tierney de Laura, la felina Ava Gardner de Forajidos o la maquiavélica Rita Hayworth de La dama de Shanghai, por citar algunas, aseguren el favor inmortal del público. No se confundan. Pese a que en apariencia el cine negro pueda parecer similar al western, en cuanto a dominio del macho y parametrizado en términos de dureza y violencia, lo que le distingue especialmente frente a otros como el cine de terror, es la frecuente desregulación que la mujer impone al sistema organizativo, disputando e incluso dominando las áreas de poder que se dan en liza. Acaba trascendiendo más allá del corsé al que la instancia creadora trata de fijarla: un cierto estereotipo de joven díscola y sexual, que bebe directamente del que ya se había fijado en el cine de gángsters de los años treinta. Aunque entonces ocupaban un papel subsidiario dentro de la organización dramática, lugar que en el film noir es ocupado por la mujer nodriza y angelical, dado que aquí las zorras desobedientes son absolutas protagonistas, sea mucha o poca su presencia física

Señal de ello es que siempre vienen arropadas de glamour, y la iluminación, en una zona de constantes sombras, está a su disposición, para remarcar la posición privilegiada que gozan en el artefacto fílmico. Dejan de ser un objeto decorativo para ser un sujeto activo y plenamente autónomo, que además acaba siendo el responsable y motor directo de los acontecimientos que se suceden, como por ejemplo, la aparente amante fervorosa Yvonne de Carlo de El abrazo de la muerte, o la  ¿inocente? Jean Simmons de Cara de ángel. Esta última sirve muy bien para que Antonio Weinrichter[1] encuentre una afortunada definición para la femme noire«es como la mansión de Jean Simmons en Cara de ángel: una bonita fachada con un precipicio detrás».

Adentrémonos en ese frontispicio. Siguiendo con los géneros, vendría a ser como la respuesta a la preponderancia femenina de los melodramas. Dado que la serie negra es confeccionada por la perspectiva masculina, el sexo, como centro gravitacional, se impone frente al sentimentalismo de las women’s pictures. Por ello, nuestras heroínas suelen exudar una sensualidad arrolladora como escaparate frontal. Pero no podemos reducirlas a una de sus principales armas. Es importante precisarlo. No hablamos de un superficial ornamento para dibujarlas, ya que el magnetismo erótico lo utilizan a conciencia. Y además siempre tiene una motivación ajena a las necesidades de su oponente (el iluso enamorado)

El engaño estriba en hacerles creer lo contrario, que ellas están ahí para satisfacerles. Piensen en la Lana Turner de Elcartero siempre llama dos veces. Lo cual, una vez que la farsa es destapada, el partenaire queda profundamente desestabilizado, ya que trastoca la egolatría solipsista del macho. Así pues, reducirlas a cómo hacen uso de su belleza no completa la riqueza del molde. Porque lo que las caracteriza por encima de todo es una constante ambigüedad, suficientemente encriptada, para que el misterio que alimenta las tramas no solo sea el del crimen por resolver, sino el de la misma mujer. Las cosas nunca son lo que parecen, doctrina que regula la neblina en la que nos embargamos, y permite que el diseño escape de su simplicidad. Siempre hay un cálculo complejo y enrevesado, que circula subterráneamente, donde él, simple en sus deseos y aspiraciones, cae nada más encontrarse con ella. Se instaura entonces la moralidad, porque eso le supondrá entrar en un carrusel de infortunio, del que no acabará por encontrar una salida airosa, como así sucede con la insaciable Peggy Cummings de El demonio de las armas

El hombre pocas veces es un fin, (solo cuando el melodrama se cruza con el cine negro, la vampira se centra en el amor al precio que sea, caso del enfermizo y obsesivo de Gene Tierney en Que el cielo la juzgue), sino que es el medio para alcanzar otras metas: desde una privilegiada posición social, hasta una independencia que le libere del rol pasivo al que la sociedad la ha destinado. Cumplen siempre una avidez de ambición y unas ansias devoradoras por el dinero, atribuciones principalmente destinadas para el hombre, amén de una tendencia innata para el crimen, con tal de satisfacer su acentuada codicia. ¿Se le masculiniza para ponerla de digno oponente y ganar así cierto espacio fílmico? Puede pensarse, pero sus artimañas y su inteligencia le otorgan un poder demiúrgico que cincela la atmósfera oscura y laberíntica en la que se ubica al hombre, seña de identidad del cine negro. Eso ya queda claro desde la primeriza Mary Astor de El halcón maltés, la cual todavía no gasta mucho en cuanto a carnalidad se refiere. Así que defiendo su superioridad, porque juega la carta de aparente sumisión para después demostrar que en realidad siempre ha estado por encima controlando las cartas del juego. No se masculiniza sino que cuestiona aquello que está destinado para la mujer: ser devota esposa y madre, aunque por delante lleve un insaciable impulso destructivo. De ahí su carácter revolucionario. ¿Que son las malas? ¿En relación a qué? No hay que perder la perspectiva de que el cine negro es prolijo para diluir y poner en tela de juicio las barreras estables que estratifican el orden social, donde todo se presenta putrefacto en términos morales. Por lo que no sirve plantearlo en términos duales absolutos, porque se contradice la lógica del sistema articulador.

Así pues, a medida que el patrón es esculpido, la maldad pura va encontrando pequeños pliegues que reducen la carga machista. Cuando además el star system se apropia de los roles, o las actrices que lo interpretan van ganando crédito en la industria, a la par que el dibujo va madurando en los años cincuenta, la femme noire va encontrando motivaciones que permiten redimirla de sus instintos criminales. O en todo caso, se le permiten ciertas válvulas de escape para mostrar capas que permitan oxigenarla en el peligroso cliché en el que puede fosilizarse a fuerza de repetirse. Joane Crawford nunca permitió que sus chicas malas fuesen unas absolutas perras, como la que le permitió ganar un Oscar en Alma en suplicio. O en Los sobornados, Gloria Grahame, la sofisticada y trepa prototípica, no es el eje del mal de la función, sino que este lugar queda reservado para la honorable viuda de un policía, subvirtiendo así las convenciones del establishment. Asimismo, en los años cincuenta cuesta encontrar absolutas villanas desde la perspectiva de la femme fatale, salvo excepciones ilustres como Gaby Rodgers, muy a lo garçonne  y desprovista de sexualidad, de El beso mortal (Aldrich por ello, siempre que la filma, lo hace desde una acentuada estética barroca), o aquí sí, la Gloria Grahame de Deseos humanos

En definitiva, con este tipo genérico, se conseguía alcanzar la perfección para personificar y recrear a las arpías que tanto obsesionaron en el Romanticismo, en su mezcla letal de deseo y muerte, donde daban forma a su obsesión por ancestrales figuras del mal, inscritas en la mitología clásica y en la cultura judeocristiana: Circe, Medea, Lilith, Pandora, Salomé, etcétera, iconos que también aparecen explícitamente recreados en La dama de Shanghai o en El beso mortal. Por supuesto que quizás ya estaba todo contenido en el fabuloso personaje de Marlene Dietrich de El ángel azul. También el cine mudo tanteó el dibujo de la depredadora con la vamp. Pero Hollywood, aprovechando el caldo de cultivo de los años treinta con las materialistas del cine criminal, o las independientes de las screwball comedies, donde se enzarzaban en la lucha de sexos, encontró con la marabunta de pesadillas urbanas la forma idónea de canalizar y cristalizar el mal en la esfera femenina, a los niveles de complejidad y protagonismo, que alcanzó con el glorioso film noir de los años cuarenta y cincuenta.

 

 

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