Título en castellano | El demonio de las armas |
Titulo original | Deadly is the female |
Año de filmación | 1950 |
Duración | 87 minutos |
Pais | Estados Unidos |
Director | Joseph H. Lewis |
Guion | MacKinlay Kantor, Dalton Trumbo, Millard Kaufman (Historia: MacKinlay Kantor) |
Música | Victor Young |
Dirección de fotografia | Russell Harlan (B&W) |
Reparto | |
Productora | King Brothers Productions |
Sinopsis | Bart Tare es un hombre obsesionado desde niño con las armas. Cuando conoce a Annie, una mujer fatal, se deja arrastrar al mundo del crimen. Unidos por su afición a las armas, la relación de la pareja desemboca, entre atraco y atraco, en un torbellino de pasiones y situaciones peligrosas. |
Premios | |
Subgénero/Temática |
Robos y atracos, Serie B, Melodrama, Road Movie |
Obra maestra de Joseph H. Lewis, especialista en films de serie B. Escrita por Mackinlay Kantor y Dalton Trumbo, adapta el relato breve «Gun Crazy» (1940), de Kantor, inspirado libremente en la vida de Bonnie Parker y Clyde Barrow. Se rueda en exteriores durante 30 días, con un presupuesto de 450 mil dólares. Producida por Frank y Maurice King, se estrena el 20-I-1950 (EEUU).
La acción principal tiene lugar en diversas localidades de EEUU en 1949. Los protagonistas son Bart Tare (Dall) y Annie Laurie Starr (Cummins), dos personajes que se enamoran a primera vista y emprenden una desesperada carrera de atracos y asaltos a lo largo del país. Lauire es una mujer cautivadora y seductora, con obsesión por las pistolas. Insegura y dominante, padece crisis de angustia y pánico. Bart, que ha sentido afición por las pistolas desde muy joven, es una persona desarraigada, débil y manipulable.
El film es una obra de cine negro con elementos de drama y romance. Como «film noir» es una obra singular: no sitúa la acción en el submundo urbano de la noche, sino en espacios abiertos a la luz del día; no trata de la delincuencia organizada, sino de dos personajes aislados, solitarios y abandonados a su suerte; incorpora una historia de amor «fou» que se mueve en el marco de un torbellino de pasiones. La acción tiene lugar en forma de viaje itinerante, como en una «road movie». Incorpora rasgos del western, que van más allá de la indumentaria ocasional de los protagonistas.
La narración se despliega a un ritmo intenso y prodigioso, que se mantiene a lo largo del film, salvo breves pausas dedicadas a la reflexión del Bart o al romance. El guión exhibe un notable empeño de estilización, que le lleva a prescindir de todo lo superfluo. Los caracteres se presentan bien desarrollados y construidos con precisión y coherencia. Es interesante el análisis de la interacción que preside la relación entre los protagonistas, dominada por tensiones de dependencia/sumisión, arrastre/engaño, seducción/resistencia, turbación/pasión. Se explora la afición al riesgo, la erótica del peligro, la seducción atávica de la violencia y el fatalismo que rodea la acción humana.
La música, de Victor Young («El hombre tranquilo»), genera sentimientos de peligro, alarma y riesgo. Refleja magníficas resonancias deudoras de Stravinsky y Schomberg. Añade, con reiteración, la emotiva canción «Mad About You» (Young y Ned Washington). La fotografía, de Russell Harlan («Río Bravo»), traslada al mundo exterior la estética oscura, opresiva y expresionista del cine negro clásico. Ofrece algunos virtuosismos visuales de gran belleza (plano picado final), gran fuerza expresiva (planos secuencia de los atracos) y contundencia emocional (atraco visto desde el coche en un plano secuencia de 4 minutos). Película de culto, intensa, absorbente y fascinante.
Sin duda alguna, esta película fue una de las precursoras del género conocido hoy en día como road-movie. Pero no es una simpe película de carretera, tiene también algo que la hace única: una historia de bandidos, una grandísima historia de amor, y una pasión desenfrenada, enfermiza, por las armas y todo ese mundo que la rodea. Seguramente, Charlton Heston sería un gran fan de esta película cuando chaval. Tiene todos los ingredientes para ser una película icónica dentro de uno de los géneros supremos como es el cine negro, aunque también tiene puntos que forman parte de otros géneros grandiosos, como el ya comentado de road movie, o la iconografía y temática del western, representada casi paródicamente en la vestimenta de la pareja en algunas secuencias, y una forma de rodar, acompañada de algunos planos, que anticipaban la llegada del ahora decrépito movimiento de la nouvelle vague, particularmente de esa película negro-pretenciosa que es Al final de la escapada.
Analizando los personajes, nos damos cuenta de que ambos son unos inseguros, pero realmente más Laurie que Bart. Ella quiere dar la impresión de ser la que manda, y en cierto modo es así, pero luego nos damos cuenta de que es una mujer asustada, que mata por miedo a ser cazada, y es una absoluta paranoica. Ella lo hace todo por impulsos, como una clásica protagonista de cine negro, sin pensar en las consecuencias, y no duda en arrastrar a su amado marido, con la falsa promesa de que será la última vez, pero llega un punto en el que Bart se da cuenta que han sobrepasado un límite: matar a sangre fría. Es ahí cuando realmente se da cuenta de los delitos que está cometiendo, y quiere pararlos, pero ya es demasiado tarde, y la espiral que han iniciado es ya una gigantesca e imparable bola de nieve. Una auténtica reflexión acerca de quién tiene el poder para apretar el gatillo y quien no.
Esta película aúna clasicismo y modernismo de una forma brillante. Unos primeros planos totalmente nouvellevaguianos, acompañados de unos sutiles movimientos de cámara, a otros mucho más bruscos, una angulación de planos bastante » wellesiana «, con un montaje trepidante, creando situaciones de tensión para que el espectador pueda sentirse implicado emocionalmente en la historia. La película queda dividida en segmentos claramente diferenciables, como la infancia del joven Bart, con una maravillosa escena donde, muy joven, mata a un pequeño pollo como si de un juego se tratase, una escena macabramente chapliniana. Cuando todo va tornandose en una historia de amor, aparecen los primeros crímenes, y es entonces cuando ya aparece la trama en sí, llevada muy bien por Lewis, con algunas escenas memorables, y una forma de rodar que se adelantaba a su tiempo, hacen de esta soberbia película una joya que nadie debe perderse, y que influyó a clásicos posteriores como Bonnie & Clyde o la ya nombrada Al final de la escapada, y con un final tan romántico y sensacional como el de Duelo al sol… imprescindible.
La mejor película de Joseph H. Lewis, director semidesconocido en España pero que en los Estados Unidos goza de muy buena reputación y que en Francia, los jóvenes directores de entonces la consideraron uno de sus emblemas como arquetipo de lo que sería la Nouvelle Vague. La carrera de este director fue bastante amplia y estuvo a mitad caballo entre la televisión y el cine, sobre todo de serie B, teniendo títulos muy conocidos como “El fantasma invisible”, protagonizada por Bela Lugosi.
“El demonio de las armas” supone un aire fresco dentro del cine negro que se hacía por los años cuarenta de forma frenética. Para empezar rompe con muchos parámetros casi sagrados que debe cumplir una película de este género. Prefiere casi siempre lo rural a lo urbano, utilizada más los exteriores que los interiores, y se decanta por mucha luz en vez de escenas nocturnas. Sin ser plenamente transgresora, sí que vemos un atrevimiento a la hora de poner la cámara donde no se hacía antes. Obras muy posteriores como “Bonnie and Clyde” beben claramente de esta y toman prestados más de un plano.
Narrativamente la historia no es demasiado peculiar, es cierto, que tiene algunos momentos de gran calidad como es toda la historia de amor y la tortuosa relación entre los protagonistas, donde destaco su maravilloso encuentro en el circo, pero también peca de falta de verosimilitud en algunas escenas de atraco, y todo el guión es bastante previsible, incluso su final, más bonito formalmente que argumentalmente.
Un pequeño clásico, algo sobrestimado por encima de su valor real por lo que veo por aquí, pero que brindará una buena tarde de cine a los amantes de las películas clásicas sencillas pero intensas.
Primero de nada aclarar que Joseph H. Lewis no es ningún desconocido para cualquiera que se precie de ser un buen cinéfilo. Pero para la mayoría de la gente este nombre le sonará a chino y sí es cierto que nunca alcanzó una fama tan grande como pudieron alcanzar otros directores clásicos, y no necesito ahora ponerme a citar los nombres de siempre, que ya todos los conocéis de sobra. Lewis pertenece a ese grupo de semidesconocidos que aportaron al cine su grano de arena, logrando que las películas tuvieran un reconocimiento por encima de sus propios nombres. Por cierto, que ‘El Demonio de las Armas’ es conocida con dos títulos en inglés: Gun Crazy y Deadly is the Femmale, siendo éste el primero que tuvo esta película. Más tarde se le colocó el otro, y ahora puede ser confundido con esa especie de remake que en los 90 potagonizó Drew Barrymore, y que es un espanto de los horribles.
‘El Demonio de las Armas’ es un fascinante film que narra la historia de amor entre un hombre y una mujer, obsesionados y unidos hasta el fin de los días por su pasión por las armas. Después de haber tenido una infancia un poco difícil, Bart Tare, regresa a su pueblo natal, donde un día conoce a una bellísima mujer que trabaja como tiradora en un circo. Pronto surgirá la atracción y pronto se dedicarán a vivir la vida. Pero un día el dinero se acaba y comenzarán a cometer robos para subsistir. Las cosas irán cada vez a peor, y la pareja se convertirá en los delincuentes más buscados del país.
Estamos ante algo más que un film de cine negro. Estamos ante la perfección absoluta vista desde cualquier punto de vista, un estudio piscológico de personajes tremendo, una historia de amor imposible a lo ‘Malas Tierras’ o ‘Bonnie & Clyde’ (films que beben descaradamente del de Lewis) realizada con total precisión, y en la que todos sus elementos funcionan como un mecanismo de relojería totalmente nuevo. Y es que una de las características de esta película, vista 50 años más tarde, es la de no haber perdido ni una sola gota de su vigor, al contrario. Y cuando dentro de otros 50 sea revisada, pasará exactamente lo mismo. En este caso, el paso del tiempo consolida lo que es una obra maestra imperecedera.
Lewis hace gala de un dominio extraordinario de la técnica narrativa. Después de unos breves minutos en los que se nos informa de la niñez del protagonista y de cómo le controla su obsesión por las armas, pero jamás las usaría contra un ser humano, el film se adentra de lleno en la relación del personaje masculino con la mujer a la que conoce y que comparte su misma pasión, pero con una gran diferencia: ella puede cometer actos brutales con un arma si se ve dominada por el miedo. Esta constante marcará toda la película, y la subrayará de forma magistral en la secuencia en la que ambos intentan separarse. Tal y cómo él le dice a ella, son como un arma y su munición, no pueden estar separados. Aunque queda bien claro que quien arrastra a un mundo de perdición es ella a él, en la mejor tradición del cine negro. Una excelente femme fatale encarnada por una morbosa Peggy Cummins, que está en estado de gracia, desprendiendo una sensualidad pocas veces vista en el cine, y acentuada con ese mencionado detalle del miedo, lo que la aparta un poco de las demás femmes fatales vistas en otros títulos.
Lewis no abandona ni un sólo momento a los dos protagonistas, ya estén en el mismo plano o no. Con un uso de la cámara increíble, de enorme modernidad para la época (o más bien habría que decir que cuando se hace hoy día, realmente ya es un truco viejo), le imprime un ritmo sin descanso hasta el final. Todo el film avanza de un tirón con un crescendo dramático conseguido hasta límites insospechados. Atención a las virguerías visuales que el director realiza y sin ningún tipo de gratuidad. Baste mencionar el atraco a un banco en el que la cámara no abandona el interior del coche, lugar desde el cual serán filmados varios momentos y a cada cual más sorprendente. Todos ellos sabiamente conjuntados y dando paso a un final histórico donde los haya y de una belleza perturbadora.
Una obra maestra obligada para todo amante del Cine. Desgraciadamente, aún no la han editado en dvd en nuestro país, y eso que se trata del film más famoso de su director. Supongo que algún día enmendarán ese error, y es que afortunadamente, y poco a poco, eso sí, lo van editando todo. Mi sitio en la estantería ya está reservado al lado de otros cuantos. Qué jodío el que inventó el dvd, qué jodío.
EL DEMONIO DE LAS ARMAS [GUN CRAZY] (1950) DE JOSEPH H. LEWIS
Bart ha estado toda la vida obsesionado con las armas de fuego. De pequeño esa pasión le sirvió para poder destacar en algo diferente al resto de chicos, pero por desgracia le llevó también a cometer su primer delito al intentar robar una pistola. Años después, Bart vuelve a su pequeño pueblo después de haber pasado por un reformatorio y el ejército. Es un hombre nuevo que no sabe hacia donde llevar su vida, hasta que conoce a Annie, una pistolera que trabaja en una feria ambulante en un número de tiroteo. Después de ganarla en un reto, Annie le propone que se una a la feria para utilizar sus dotes de pistolero. Será el inicio de su apasionado romance.
“Sólo sirvo para disparar. Sólo eso me gusta. Eso haré cuando crezca“. Una de las ideas que me viene a la cabeza al ver El Demonio de las Armas es hasta que punto Bart ya está condenado desde el momento en que hace esta confesión al juez. Por otro lado, es un niño que vive condicionado por su obsesión con las armas pero también por un incidente que vivió de pequeño que le marcó de por vida. Jugando con su escopeta de aire comprimido, Bart disparó en el jardín de su casa a diversos objetos hasta que se le ocurrió probar cómo sería matar a un ser vivo, a los pollitos de casa. Inocentemente disparó a uno y descubrió qué es la muerte y qué se sentía al quitar la vida a un ser vivo. Este hecho traumático le marcaría para siempre, seguiría obsesionado por las armas pero también por su incapacidad para matar a nadie.
Cuando se cruza Annie por su camino, vive un tórrido romance marcado por la dependencia de ambos hacia las armas pero desde dos puntos de vista distintos: él tiende hacia la rectitud, ella aspira a más de lo que la vida ha ofrecido y quiere aprovechar sus virtudes como pistolera para ello. Su pasión, en la línea de los mejores romances de cine negro, creará entre ellos un vínculo irrompible y fatal, un vínculo que les hace depender totalmente el uno del otro hasta las últimas consecuencias, igual que en obras tan míticas e inolvidables como Solo se Vive una Vez (1937) de Fritz Lang, Perdición (1944) de Billy Wilder o El Cartero Siempre Llama Dos Veces (1946) de Tay Garnett, en que el destino de la pareja está sellado desde el momento en que su romance queda unido por un crimen.
La película tiene todas las virtudes de las grandes obras del cine negro destacando su ritmo y fluidez narrativa. Después de haber descrito en el prólogo el carácter y psicología de Bart, la película no malgasta ningún minuto en dar información innecesaria desde el momento en que él y Annie se conocen. Un buen ejemplo es la escena en que se nos muestran los primeros días de casados de la pareja en que vemos una serie de planos fundidos entre sí de su acomodado estilo de vida hasta acabar en un plano en que acuden al escaparate de un prestamista, signo inequívoco de que se han quedado sin dinero. Así mismo, no se dan detalles de las conversaciones preliminares sobre pasarse a la vida criminal, simplemente ella menciona algo de un plan que habían hablado previamente. No hace falta esa información, los espectadores ya sabemos que van a acabar irremediablemente abocados a ese mundo por su pasión por las armas y su necesidad de encontrar dinero, cuando presenciemos el primer atraco no nos habrá hecho falta ver qué les ha llevado a dar ese paso.
A cambio el guión se centra en las conversaciones en que Bart duda sobre si están haciendo lo correcto y su continua fobia a matar. En uno de los diálogos más interesantes, reflexiona sobre el hecho de que al haberse decidido por este tipo de vida se han condenado a quedar solos para siempre, sin tener a nadie a quien acudir para ayudarles cuando lo necesiten. El crimen les une pero al mismo tiempo les aisla del mundo.
A nivel de dirección, la película es apabullante y visualmente muy atractiva. Joseph H. Lewis hace un trabajo excelente que consigue que el film destaque por encima del resto de films criminales de serie B por su factura visual e incluso le dota de cierto tono bastante moderno para la época. Hay muchas escenas que merecerían ser comentadas, pero hay dos que destacan especialmente.
La primera es un largo plano secuencia filmado desde el asiento trasero de un coche que muestra uno de sus atracos. Todo el plano está rodado desde el coche sin ningún corte y, como novedad, opta por no seguir a Bart mientras comete el atraco y se centra en la figura de Annie, que espera en el coche y tiene que intervenir para quitar de en medio a un policía que pasaba justamente por ahí.
La segunda que destacaría es la escena final en el pantano, donde ambos se refugian envueltos por una espesa niebla. El ambiente tenebroso de esa escena hace que parezca más bien una pesadilla en que los dos amigos de infancia de Bart intentan salvarle de ese mundo de perdición al que se ha abocado.
En mi opinión una de las mayores joyas del cine negro de serie B, una película fatalista, magníficamente rodada y que hace reflexionar sobre una sociedad demasiado obsesionada con las armas como es la estadounidense.
“Sólo me gusta disparar, sólo sirvo para eso, cuando sea mayor es lo que haré”, es la confesión que Bart le hace al juez que le envía a un reformatorio al inicio de la película, y que marca la línea de conducta inflexible que va a guiar la vida del protagonista, una obsesión enfermiza por las armas y por el acto de disparar, unida a un rechazo absoluto a su uso contra las personas, aunque esa obsesión te haga perder la cabeza una lluviosa noche que va a cambiar tu vida, porque la caída física que sufre Bart tras coger el arma de un escaparate viene unida a la caída moral de ser inmediatamente detenido y presentado ante un juez, y líbrenos el destino de caer ante un juez comprensivo que quiera enderezar tu camino. Este contrasentido íntimo del personaje transforma la vida de Bart en un infierno cuando conoce a Laurie, otra persona igualmente obsesionada por las armas, que encuentra el mismo placer que Bart disparando pero que, al contrario de aquél, es incapaz de dominar su impulso de disparar cuando se irrita o se siente en peligro, dirigiéndolo incluso contra las personas. Ambos personajes viven marcados por un recuerdo del pasado, la primera muerte causada por cada uno disparando, un hombre en el caso de Laurie (Peggy Cummings), un pollito en el caso de Bart (John Dall), lo que da una idea precisa de la diferente personalidad de cada uno, del carácter ingenuo y apacible del hombre y del carácter impulsivo y manipulador de ella, porque si algo podemos afirmar tras concluir la historia es que entendemos perfectamente los impulsos y reacciones de cada uno de los miembros de esta pareja, de su inevitable camino de autodestrucción, de la imposibilidad de separarse a sabiendas de que juntos se dirigen hacia el abismo, pero al menos, con algo de vida en su haber.
Probablemente ninguna otra película de Lewis contenga tal dosis de talento, de creatividad, de perfección técnica, de arrebatada pasión y locura enfermiza, aunque haya otros títulos del director que permiten afirmar que tampoco se trata de una mera casualidad la redondez de “Crazy gun”. Simplemente algo tan simple como la presentación de ambos personajes permite dibujar a la perfección su modo de ser, tanto la del niño juzgado como un adulto y que no ha cambiado demasiado cuando volvemos a verlo pasados los años y regresando a su ciudad tras abandonar su puesto como instructor de tiro en el ejército, cuya mayor diversión sigue siendo disparar, hacer blanco, tocas las armas, aunque ahora ya no tenga esa cara de avaricia, cercana a la lujuria cuando, como esa noche lluviosa, lanza una piedra contra un escaparate para robar la pistola que marca su destino posterior. Esa ansiedad juvenil por tocar el cañón de una pistola y sentirla propia se ha atemperado con los años ahora que puede comprar las armas que quiere, pero como pasión que es, encontrar a una mujer con la misma habilidad y dependencia supone todo un terremoto. En Laurie, con esa presentación circense, haciendo malabarismos de precisión vestida con unos ajustados pantalones de cowgirl que forman parte de su disfraz para debilitar a los hombres que se cruzan en su camino, hay otro brillo en los ojos, más peligroso, más audaz, más suicida. Son dos personas que tienen la misma obsesión y sólo un poco de tiempo es lo que se necesita para que el intercambio de miradas concluya en un intercambio que va más allá de lo amoroso, porque desde que Bart entra en la barraca de feria, su mirada a una mujer con pistola, como la de ella cuando siente el interés especial del hombre sobre su cuerpo proporciona un juego erótico donde el arma contiene un indudable simbolismo sexual no ocultado por un conjunto de creadores reunidos en una película completamente situada en el punto de mira del maccarthismo.
La calculada presentación de ambos personajes no impide su evolución, en la mirada de ambos queda el margen de la duda, el enamorado ingenuo y manipulable enfrentado a la “femme fatale” del cine negro, pero esta primera impresión no es inmutable, lo que no parece sino el calculado interés de la mujer, “quiero un hombre de acción”, va mutando en una verdadera relación de interdependencia donde Bart es el sumiso y Laurie la fuerte. La película, marcada a fuego por el código Hays y el inicio de la caza de brujas, no elude la insinuación violenta ni la insinuación sexual con una Peggy Cummings decidida a todo por poder disfrutar de aquello que la falta de dinero no le permite, incluso a abandonar a Bart si éste no accede a iniciar una vida más cómoda en lo material cambiando el mundo de miseria de la atracción ferial por el del robo a bancos. “Terminemos donde lo empezamos” dice la mujer al hombre acostada sobre una cama y con un albornoz después de señalarle la puerta de salida si no se pliega a su condición, o lo que es lo mismo, “este cuerpo es lo que te vas a perder” por tu conciencia y tu moral. El título original “Deadly is the female” es aún más explícito sobre el papel de cada uno de los integrantes de esta pareja de corredores sin retorno, título igualmente censurado por la moralidad imperante del momento. La película va transformándose, así, en puro frenesí autodestructivo y pasional, en una huida hacia adelante marcada por el uso de las armas, una huida constante que debe concluir de la única manera admisible en estos personajes, siendo fieles a su impulso innato.
A partir del primer atraco el estilo de la película sufre una aceleración, incluso la cámara parece dotarse de un plus de revoluciones de golpe en golpe, de pasajeros lujos pero sin posibilidad de estabilidad porque nunca un robo es suficiente como para olvidarse de las preocupaciones de un botín exiguo. A la promesa de un último atraco le va a seguir la necesidad del siguiente hasta que, en la desesperación de una huída de una industria cárnica en la que ambos trabajan, aparece la muerte como consecuencia inevitable de tanto jugar con armas. Bart esgrime las pistolas delante de las personas con timidez, como pidiendo perdón, con la mirada huidiza de quien siente el mal sobre sus hombros y es consciente de que nunca va a disparar contra nadie, pero Laurie con una pistola en la mano cambia su mirada seductora y tranquila por otra llena de odio, de rabia, de desesperación incontrolable, a Bart dirigir el cañón de su arma contra alguien le llena de dudas, de temores incontrolables, de recuerdos y traumas infantiles marcados por un reformatorio y el cuerpo de una pequeña ave destrozado por un disparo intencionado sin calcular sus consecuencias, a Laurie le pasa lo contrario, su feminidad, su dulzura, su seducción, desaparece tras una mirada violenta, irrefrenable, enajenada, que hace prevalecer lo primitivo a lo racional.
Cualquier referencia a la película termina mentando el famoso plano secuencia de uno de los atracos, y es verdad, son minutos sin corte de plano con la cámara desde el interior del vehículo de la pareja, que sigue rodando incluso cuando los protagonistas están fuera del mismo, pero la película es mucho más, son los planos en que la pareja se siente cada vez más acosada y constreñida, corriendo por estrechos pasillos o callejones, tropezando, cayendo, perdiendo el botín por el camino, filmados en primerísimos planos, en picados o contrapicados iluminados con maestría por el buen hacer de Rusell Harlan, mostrando un arrepentimiento y un cambio de planes donde la pasión prevalece sobre la prudencia filmando a dos vehículos que se separan en direcciones diferentes pero que no pueden terminar de romper el hilo invisible que los une, girando, y nosotros con Laurie, 180 grados para volver a reencontrarse y tomar lo que va a ser el último gran viaje hacia el lugar donde todo inició. Cuando Bart y Laurie desfallecen en medio del pantano, “Eres lo único real en mi vida, Laurie. El resto es una pesadilla.”, rodeados por la niebla, volviendo a surgir de su interior su verdadera personalidad antes las armas, ese elemento surreal que proporciona la imposibilidad de ver anuncia algo que venimos intuyendo desde su primer cruce de miradas, que ambos, sin saberlo, están condenados a muerte, que las ofertas de los amigos de Bart para que se entreguen en ese momento son innecesarias, porque Bart no puede decidir lo que ya se decidió en aquella barraca de feria, sujeto y sometido como está, al carácter indomable de ella. El último acto destructivo de Bart es similar a un suicidio meditado, con su decisión abandona parte de su naturaleza pero devuelve también lo que sus amigos le dieron en la infancia. Un último plano que se eleva demuestra la grandeza simbólica de las imágenes pensadas por Lewis para crear mucho arte desde una pequeña producción no destinada inicialmente a perdurar pero que se ha ganado el derecho a aparecer en cualquier antología del cine, y no sólo del cine negro.
tomado de elantepenultimomohicano
GUN CRAZY | John Dall y Peggy Cummins en ‘El demonio de las armas’ |
Fotograma de ‘Gun Crazy’ (1949), de Joseph H. Lewis |