Gran Flamarion, El

Título en castellano El gran Flamarion
Titulo original The Great Flamarion
Año de filmación 1945
Duración 75′
Pais Estados Unidos
Director Anthony Mann
Guion Heinz Herald, Richard Weil, Anne Wigton (Story: Vicki Baum)
Música Alexander Laszlo
Dirección de fotografia James S. Brown Jr. (B&W)
Reparto
Productora Republic Pictures
Sinopsis Flamarion es la gran atracción de un espectáculo de Music Hall. Su bella ayudante es una mujer casada, que se enamora de un acróbata, pero intenta seducir a El Gran Flamarion para que mate a su marido y poder huir con el acróbata. Cuando El Gran Flamarion descubre el engaño, la busca para acabar con ella
Premios  
Subgénero/Temática Drama, Teatro

tomado de filmaffinity

Producido por W. Lee Wilder (hermano de Billy Wilder), el film fue realizado por Anthony Mann. Se basa en el relato «The Big Shot», de Vicki Baum. Se rodó en plató, con un presupuesto de serie B. Se estrenó el 14-I-1945 (EEUU).

La acción tiene lugar en Pittsburg, San Francisco, Chicago y Méjico DF, en 1936. Narra la historia de Flamarion (Erich von Stroheim), solitario, enigmático, de gran puntería, convertido en artista de variadeades, a la manera de Guillermo Tell. Junto con sus ayudantes Connie (Mary Beth Hughes) y Al (Dan Duryea), presenta un número de arriesgados disparos, con los que hace blanco en botellas, bombillas, adornos del peinado y en los tirantes del vestido de Connie. Guarda un secreto en su interior, no fuma, no bebe y vive concentrado en mantener la puntería. Tras un largo paréntesis de 15 años sin relacionarse con una mujer, Connie le ofrece amistad y amor, que él acepta no sin resistencias.

La película desarrolla una historia dramática, que contiene celos, adulterio, chantaje, venganza y referencias de cine negro (asesinatos, mujer fatal, etc.). El film tiene interés especial por ser uno de los primeros (el 7º) de Anthony Mann (Emil Anton Bundesmann), en el que se ponen de manifiesto algunas de las constantes de sus héroes (oscuros secretos del pasado). Otro aliciente relevante viene dado por la presencia de Erich von Stroheim, genial director de cine mudo («Avaricia», 1925), actor de cine sonoro. Los personajes del film son seres atormentados, que se mueven por celos, engaño, fraude, manipulación, deslealtad y traición. De modo sutil, pero intenso, el ambiente de la obra está saturado de sensualidad, erotismo, adulterios, deseos reprimidos, amores despechados, sexo en solitario y sexo con animales (Cleo). La protagonista, Connie, mantiene relaciones amorosas con el marido, Flamarion y Eddie, en una versión de ninfa maligna, que desea la eliminación de uno y la desparición de otro. No sólo la pasión y los instintos impulsan el comportamiento de Connie, también la mala fe, la maldad, el chantaje, la extorsión y la inducción al asesinato. Flamarion hace las veces de narrador en flashback, que con un flash sobre el final, hecho de dos disparos y un grito de mujer fuera de plano, suscita el interés del público desde el primer momento.

La música ofrece notas graves y profundas en los momentos dramáticos y ritmos de vals en los momentos románticos (suite del hotel Empire). Añade dos gratas canciones: «Chita» (Faith Watson) y «Lights Of Broadway» (Leser Allen). La fotografía presenta sombras que sirven funciones diversas: creación de ambientes sombríos, exposición de lo que ocurre tras la cámara y desestructuración de imágenes (sombras de cortinas venecianas). Usa tomas largas y sugestivos movimientos de cámara. El guión crea un crescendo dramático de progresión absorbente. La interpretación de Stroheim se ajusta con precisión a su papel. La dirección demuestra su extraordinaria habilidad narrativa.


El cine cuenta siempre una historia. Una película es siempre una narración. Cuando no es así deviene documental o ensayo. El Gran Flamarion cuenta una historia muy simple y muy lineal, con un argumento casi esquemático y escasos personajes.
Es una pelicula de la serie B que revela la dignidad que esta serie puede tener y que obliga a estar por encima de valoraciones basadas en presupuestos y reconocer la importancia que en la calidad de una pelicula puede tener la ambición de quienes la construyen.
Pero aunque sea serie B, El Gran Flamarion cuenta con excelentes actores encabezados por Eric von Stroheim y con una dirección de Anthony Mann. En muchos de sus momentos recuerda lo más clásico del expresionismo alemán, no siendo de extrañar teniendo en cuenta la participación de personas procedentes del área germánica.
Los espejos y las sombras, por ejemplo, tienen una presencia constante en esta película de por sí sombría.
Es de destacar tambien el cuidado de los planos y los enfoques, cada dìa más desatendido. Y el toque de suspense que en muchos momentos se ofrece. Y la música de Alexander Lazlo, nada despreciable. Y la idea original de Vicki Baum, autora hoy tan olvidada, que nos hace volver a la idea de la relacion entre el cine y la narración.
El Gran Flamarion es un drama. El drama, aunque pueda narrarse en la novela, tiene siempre su entorno original en el teatro. Y el cine no es sino teatro liberado de la servidumbre del espacio y el tiempo.
En definitiva, una clase de B con una dignidad que sería deseable encontrar en la clase A con más frecuencia. Recordando siempre que estamos ante una pelicula de 1945.

Aquí tenemos nada menos que a Erich von Stroheim emulando a una especie de Billy el Niño de etiqueta en esta semidesconocida película negra dirigida por el gran Anthony Mann en 1945, basada en una historia de la austriaca Vicki Baum (la autora de Gran Hotel, la novela que inspiró la gran triunfadora de los Oscar de 1932 dirigida por Edmund Goulding), y que cuenta además en su reparto con Mary Beth Hughes, una de las actrices con peor suerte de Hollywood, y al gran Dan Duryea, rostro frecuente en el ciclo dorado del cine negro norteamericano y también del futuro cine de Mann (Winchester 73, de 1950, por ejemplo) y cuya filmografía y calidad en sus interpretaciones bien merece reconocimiento y atención en los anales, recopilatorios, artículos, listas y demás literatura especializada en el cine clásico.

La película, de una brevísima duración (apenas 75 minutos) está construida sobre la base de un flashback casi total. México, 1936: en un teatro de variedades especializado en atracciones y vodevil actúan varios artistas ambulantes, payasos, acróbatas, magos, cantantes y bailarinas, entre otros. Durante uno de los números se escucha entre bastidores el grito agónico de una mujer y, seguidamente, el eco de unos disparos estalla en la platea. Los murmullos, el nerviosismo devienen en psicosis y, mientras el público intenta huir desesperadamente del lugar en el que creen que se acaba de cometer un crimen, tras el escenario el descubrimiento del cadáver de una mujer corre paralelo a la huida del asesino, que corre a ocultarse en las alturas del telón y los decorados. Sin embargo, cuando el teatro ha sido desalojado y está acordonado y ocupado por la policía, que intenta cercar al asesino, éste cae sobre el escenario y es encontrado por uno de los miembros de la compañía. Moribundo, agonizante, el asesino relata el por qué de su crimen.

Nos encontramos con una película negra de estructura clásica, si bien en un entorno poco frecuente como escenario principal (no tanto en relación con los muchos personajes, sobre todo femeninos, que aparecen en el cine negro provenientes de ese marco), el mundo de las variedades, la revista y el vodevil. Sin embargo, los personajes y las relaciones establecidas entre ellos son de manual: El gran Flamarion (Von Stroheim) es un artista de las armas, su número consiste en representar una escena de celos junto a sus dos ayudantes (Mary Beth Hughes y Dan Duryea), que en la “realidad” son matrimonio. Se supone que Flamarion interpreta a un marido celoso y vengativo que vuelve a casa y halla a su esposa en brazos de su amante, a los cuales tirotea sin descanso haciendo blanco en distintas partes de su vestimenta y complementos, así como en el decorado que los circunda. Se trata de un número de gran mérito y precisión que levanta pasiones entre el público dada la extraordinaria puntería y habilidad de Flamarion, que nunca falla. Las relaciones del grupo fuera del escenario son, sin embargo, muy frías y distantes. Para Flamarion sus ayudantes son objetos tan imprescindibles como las armas, pero no les presta ni la atención ni los cuidados que dedica a éstas. Al Wallace (Duryea) permanece casi siempre en estado de embriaguez, mientras que su esposa Connie, siempre sola y relegada a un segundo plano por el interés de su marido por la bebida, busca la atención masculina en otra parte. Y, claro está, la encuentra en un acróbata del que se encapricha y que no tarda en corresponderle. En este punto empiezan a rodar los engranajes del cine negro. Connie, buscando una forma de librarse de su marido, la encuentra con facilidad. Nadie pondría objeciones ni investigaría si en el escenario, por accidente, Flamarion equivocara el tiro y acabara con su ayudante, un notorio borracho del que no habría extrañado que cometiera un fallo de colocación o actuación durante la representación. Pero para eso, el artista tendría que dispararle a conciencia y simular el error, y por ello es necesario conseguir lo único que podría convencerle de algo así: seducirlo. Eso no resultará tan fácil, porque Flamarion es un ladrillo, un pedazo de hielo como no hay otro, inalterable, insobornable, que ni sonríe ni alterna con nadie. Pero la mujer fatal del cine negro es mucha mujer, y no tardará el pistolero en caer en sus redes y someterse a sus planes…

Esta pequeña gran película está muy subestimada dentro de la filmografía de Anthony Mann, como casi toda su etapa negra, minorada al lado de sus monumentales obras en Cinemascope o de su serie de westerns con James Stewart como protagonista. Sin embargo, en esta cinta explora ya la naturaleza obsesiva y traumatizada de los antihéroes de su cine, esos hombres que encuentran en la violencia y en la venganza el objetivo, la finalidad que da sentido a sus vidas, y cuyo cumplimiento hace que ya no importe ni el cuándo ni el dónde de su final. Von Stroheim cumple a la perfección con su papel de hombre severo, pétreo, inamovible, mientras que Mary Beth Hugues anda algo falta de físico y encanto para erigirse en una mujer fatal clásica, por más que resulte más que correcta en su interpretación de la pérfida manipuladora capaz de hacer temblar a una roca granítica con sus atenciones y miradas. Duryea, en su línea, cumple sin esfuerzo con la parte que le toca, como casi siempre la más ingrata. Mención aparte merece la labor de Mann en la dirección, que se apoya tanto en las magníficas interpretaciones como en una sencilla (por razones presupuestarias) pero más que efectiva puesta en escena y ambientación, retratando con realismo casi profesional los escenarios habituales de una compañía de vodevil (teatros, camerinos, viajes, hoteles, etc.) así como dotando a las imágenes de los consabidos juegos de luces y sombras, de los tonos lúgubres y sombríos propios del cine negro. La maestría de Mann queda patente tanto en el conjunto de la narración, con sus cambios de ambiente, tonos y formas, como en momentos muy concretos, destacando sobre todo las escenas de angustia, tensión y nerviosismo de las largas esperas en la habitación de hotel, que no hacen sino alimentar el inevitable final.


tomado de elblogdeethan

Seguramente, Anthony Mann sea recordado por las películas que realizó en los años cincuenta y, en especial, por aquellos maravillosos western protagonizados por James Stewart, donde los rodajes en exteriores cobraban una importancia no vista hasta entonces. Sin embargo, este gran director, comenzó su carrera con filmes de serie B, generalmente policíacos, para modestas productoras y con actores de segundo nivel. Eran películas de gran calidad, muy bien realizadas por Mann que, de esta forma, supo ganarse la confianza de los grandes estudios. De todas estas cintas rodadas en los años cuarenta destaca una en especial: El gran Flamarion.

El largometraje contaba la historia de un tirador excepcional (Flamarion, interpretado por Erich Von Stroheim) al que un matrimonio le servía de blanco en su número circense. Fuera de los escenarios el tirador se convertía en la victima de las intrigas de la siniestra pareja; en especial de la mujer, Connie (Mary Beth Hughes), una femme fatale que “coleccionaba hombres” y quería deshacerse de su marido. El guión era una adaptación de la novela “The Big Shot” de Vicki Baum. En manos de Mann, el libro traspasaba el género del drama y se adentraba en el suspense, en el cine negro y hasta en el fantástico. Esa metamorfosis supongo que sería propiciada por el éxito de cintas tan legendarias como Perversidad (Scarlett Strett de Fritz Lang, 1945) o El ángel azul (Der Blaue Engel de Josef Von Sternberg, 1930). Ambas coincidían con Flamarion al tratar el mismo tema: lo bajo que puede caer un hombre introvertido y solitario en manos de una mujer sin escrúpulos.

Lejos de su espectacular forma de rodar, por la que se haría famoso, Mann se encierra en decorados claustrofóbicos y utiliza las luces y las sombras de forma sorprendente. Algunos ejemplos: cuando nos presenta a los personajes del drama, el número de tiro resulta ser un mal presagio de lo que iba a suceder en realidad; o mientras Connie habla con Flamarion –al que engaña-, podemos ver, detrás de ellos, las sombras de la actuación de un equilibrista encima de su monociclo, un equilibrista que acaba de formar parte de la colección de Connie.

 

El gran Flamarion contiene multitud de detalles que no son los habituales en una película de bajo presupuesto. Así, Mann introduce diversos planos a lo largo del metraje donde los espejos dan un significado que va más allá del simple reflejo de los personajes. También se recrea en aspectos tan avanzados como la forma de seducir de Connie mientras acaricia un revolver; símbolo fálico que utilizará Arthur Penn en Bonnie and Clyde… ¡más de veinte años después!

El hecho de presentar la acción entre bambalinas hace que The Great Flamarion, gracias a esa atractiva forma de tocar varios géneros, también pertenezca a la serie de filmes que surgieron después del estreno de El fantasma de la ópera. Directores tan hábiles como Todd Browning (Freaks, 1932) o Edmund Goulding (El callejón de las almas perdidas, 1947) supieron aprovechar el filón y consiguieron verdaderas obras maestras. La cinta de Anthony Mann mantiene esa misma línea y no duda en poner en boca de sus personajes una muy conocida metáfora: “La vida es un teatro y todos tenemos un papel en ella”.

Sorprende que una historia de Vicki Baum, en su tiempo poderosa creadora de best-sellers, como Gran Hotel que Edmund Goulding llevó a la pantalla con un reparto de campanillas encabezado por Greta Garbo y Lionel y John  Barrymore, haya dado pie para rodar una película tan densa como concisa y dramática. Miremos el metraje y advertiremos que no hay planos de relleno ni secuencias que no estén al servicio de una trama relativamente sencilla pero llena de pasiones tremendas perfectamente interpretadas en su trío protagonista por el inefable Erich von Stroheim, autor de, para mí, una de las tres mejores películas de la Historia del cine, Avaricia, por una femme fatale de manual, Mary Beth Hughes, y un clásico de los «secundarios», el fabuloso Dan Duryea, un rostro sin el que el cine negro deja de tener sentido… Con esos mimbres en la interpretación, Mann, con un presupuesto de serie B que lo obliga a rodar íntegramente en estudio, arma una historia en apariencia menor, pero que va mucho más allá de lo que seguramente pensaron inicialmente que la cinta podría ser. El título, El gran Flamarion, tiene ya una resonancia clásica indiscutible, y nos sugiere una historia de secretos, mentiras y traiciones que no tardará en manifestarse como tal. La película se abre en un teatro mejicano en el que se interpreta una canción emblemática, Cielito lindo; un comienzo propio de un enamorado de todo lo hispano, como lo fue Anthony Mann. Allí se produce el desenlace de lo que se nos va a recontar en el preceptivo flash-back, porque en  aquellos años no hay historia que se precie que no se inicie con un flash-back, y lo mismo le sucede a esta. A partir de la narración de quien ha sido herido de muerte, reconstruimos esa historia sórdida que tiene lugar en las bambalinas de espectáculos de medio pelo, en este caso el de un tirador de precisión que escenifica su número, premonitoriamente, como el de un marido que llega a su casa y se encuentra con la infidelidad de su mujer: a golpe de disparo va acorralando a un amante pillado in fraganti  y a una esposa adúltera que será convenientemente ultrajada, para su vergüenza, por el habilidoso marido. El contraste entre la seriedad casi funeral de Flamarion y el tono de vodevil de la pareja sorprendida, un registro cómico totalmente inusual en las actuaciones de Duryea, dotan al número de una gracia que cautiva a las audiencias. En las bambalinas, la pareja son un matrimonio desavenido que está al borde de la quiebra, sobre todo porque ella, que no soporta el alcoholismo de su marido,  está enamorada de otro miembro de la profesión, un acróbata, y quiere escaparse con él -es deliciosa, por cierto,  la secuencia en la que ella habla delante del telón donde se animan las sombras de la actuación de su amante y su pareja de número-. Para ello, primero ha de deshacerse de su marido. El plan que urde es sencillo: seducir a Flamarion, prometerle que será su amante si él, en uno de los espectáculos, logra equivocarse a la hora de disparar y acaba acertando de lleno a su marido. Tras la muerte de este, y haber concertado una cita, los amantes se separan, pero ella no acude a la cita prevista. Y ahí empieza el tormento y la furia de un ser que se va hundiendo en la degradación de la necesidad de venganza al mismo tiempo que inicia una búsqueda desesperada de la traidora, aunque para ello tenga que perderlo todo e incluso empeñar los útiles de su exitosa carrera en el mundo del Show business. El proceso obsesivo que se apodera del protagonista, quien, con anterioridad, solo se había enamorado una vez en la vida, y había puesto, en buena lógica, todas sus esperanzas en la promesa de amor que su compañera de número le había hecho, se transforma en un descenso a los infiernos perfectamente interpretado por Stroheim, en un papel tan denso y dramático como el que le tocó interpretar en Sunset Boulevard. Hay una potente dosis de cine negro y psicológico  en esa degradación del protagonista, y Mann sabe acentuar a la perfección, mediante un blanco y negro de tipo expresionista, ese giro de thriller que se apodera de la película cuando se inicia la persecución sin tregua de quien se siente absolutamente segura de habérsela jugado al implacable tirador. Estamos ante una narración centrada en el mundo del espectáculo, y esa dimensión «espectacular» acompaña el desarrollo, porque los teatros, sean serios o de variedades, siempre han sido un escenario idóneo para los ajustes de cuentas, las persecuciones o la irrupción de la ficción en la realidad. Insisto, a algunos la historia hasta les puede parecer excesivamente sencilla, pero la atmósfera que consigue Mann y el verismo de las interpretaciones la dotan de una calidad que se alza por encima de la media del tipo de producciones de bajo presupuesto. Labor de mi Ojo cosmológico es, también, prestar atención a esta películas que pasan desapercibidas pero que contienen auténtico cine en sus soberbias imágenes. De Mann me guardo en la recámara un thriller que no tardaré en ver, por si puedo confirmar la dimensión plural de su carrera, encasillada como suele estar la misma en los westerns y las superproducciones, como El Cid, cuyo visionado forma parte de mis recuerdos de infancia. No creo que ningún espectador se sienta defraudado por esta «miniatura∫ concisa, seca e impactante, mucho mejor cine del que puede esperar ver en los estrenos habituales que se suceden con tanta rapidez como *anodinería

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