El poder invisible

Título en castellano El poder invisible
Titulo original The mob
Año de filmación 1951
Duración 87′
Pais Estados Unidos
Director Robert Parrish
Guion William Bowers (Novela: Ferguson Findley)
Música George Duning
Dirección de fotografia Joseph Walker (B&W)
Reparto
Productora Columbia Pictures
Sinopsis Durante una terrible noche de borrasca, el policía Johnny D’Amico es testigo de un asesinato en plena calle. El asesino asegura que es policía y mientras muestra una falsa placa de identificación, aprovecha para escapar
Premios  
Subgénero/Temática Crimen, Drama, Mafia

Tomado de filmafiinity

Se hacía buen cine entonces. Lo importante era un buen guión; los efectos especiales era lo de menos. No se estilaba, por lo que fuera. Hay que dar el valor que se merece a estas películas porque el trabajo realizado logra un buen conjunto casi siempre, son obras válidas y que perduran. Es el cine negro de antes. De grandes detalles.

Broderick Crawford es un policía duro. No sólo por la pinta sino que el director le hace moverse por su apartamento con una botella de tercio de cerveza de un lado para otro. Con esto quiere decir que si se toma en un bareto un vino blanco y una cerveza, a pares, no es que tema al poder invisible, ni que quiera aparentar ser muy duro, sino que bebe a base de bien, sin problemas, desde que se levanta por las mañanas.

Cuando coge un arma, no coge una pistola, se guarda dos. Porque además de duro, es un poli listo. En el cine negro no hay cabida para los tontos o graciosillos, no es para polis blandengues de los que piden al camarero un descafeinado con leche, por favor. Y sacarina. Tampoco hay cabida para criminales finolis. Los criminales son del tipo Lang. Los psicópatas. Los que alucinan torturando. A hombres y a mujeres. Los traidores. Los que se ocultan en la oscuridad y mantienen su personalidad en secreto.

Y los chivatos son todos de la peor especie. Nunca un chivato ha sido el protagonista de una peli de cine negro. El chivato muere y nadie le echa de menos. Nadie tiene compasión por un chivato, ni el espectador siente pena alguna por ver un chivato muerto en la calle en medio de un charco de sangre. El espectador lo que quiere es que el poli duro agarre al asesino para que pague. Pero no porque haya matado a un chivato, sino porque todos queremos que alguien pague el pato. Porque a nosotros nos toca muchas veces pagar el pato y ya está bien.

El poder es invisible, pero se mueve por espacios bien visibles. Se mueve entre medias de mujeres, entre medias de matones y de trabajadores que te apartarán a un lado a la mínima. Entre garitos sucios y entre policías corruptos. Hoy día es muy difícil que alguien pudiera sobrevivir si se metiera en el cine negro de antes. Hay mucha mariconería.


Unos pocos años antes de que se estrenara la célebre película a la que alude el título, Robert Parrish se acercaba en este eficaz filme a algunos de los temas característicos de la delincuencia portuaria, en este caso centrándose especialmente en el retrato de un mundo opaco, dominado por la corrupción y las apariencias.

El argumento nos presenta a un policía infiltrado que trata de desentrañar el entramado criminal que domina los muelles, por lo que deberá hacerse pasar por un trabajador de los mismos, aunque haciendo todo lo posible por aproximarse a las malas compañías. El retrato del ambiente portuario, aunque sucinto, resulta eficaz, transmitiendo el temor de los trabajadores, sometidos al dominio de la mafia, cuyo jefe permanece en la sombra pero controlándolo todo. Hay también acertados apuntes acerca de la escasa remuneración de los policías, y también de la brutalidad y falta de escrúpulos con los que tratan a sospechosos, circunstancia que aquí se vincula a la corrupción de alguno de los primeros. Pero lo más característico de la película es que casi ningún personaje es quien parece ser; desde el protagonista, que como infiltrado interpreta un papel, pasando por la gran mayoría de secundarios, apenas ninguno es sincero, lo que ayuda a potenciar esa sensación de desconfianza y apariencia que domina la cinta.

Realizada conforme a los parámetros habituales del género, la película cuenta con una fotografía contrastada y nocturna, buenas secuencias de pelea (la del almacén) y originales ejemplos de seguimientos policiales, a lo que cabe añadir algún plano meritorio (el final del «malo»). Además, el guión hace avanzar eficazmente la historia, y aunque los personajes no posean gran riqueza ni matices, esa carencia se compensa con algunos diálogos estupendos, duros y secos, siendo los mejores los que sostiene el protagonista con el recepcionista del hotel, llenos de cinismo e ironía. Las intepretaciones, francamente buenas, redondean el resultado, desde los estupendos secundarios (Neville Brand, Jay Adler, Ernest Borgnine, etc) hasta el protagonista, un excelente Broderick Crawford, al que el papel le vino como anillo al dedo.


Para el espectador contemporáneo, acostumbrado a un tiempo en el que las producciones abundan en banalidad y extrema pobreza creativa, asistir a cualquier gran obra del cine clásico conlleva comprobar el contraste que, con los años, se ha implantado entre dos mundos tan alejados. Me explico. Resulta verdaderamente difícil hoy en día encontrar historias tan bien contadas, con un sentido del ritmo tan apabullante y unas propuestas formas de formidable coherencia. Créanselo: ver un western o un film noir de los años 40 o 50 se ha convertido para mí, con el tiempo, en un auténtico oasis, una especie de pompa en la que me sumerjo gozando cada minuto con una forma de hacer cine que, por infinitas circunstancias, ya no se hace. O apenas. Y ya no me refiero a las célebres obras maestras de esta época dorada, desde “Laura” hasta “Atraco perfecto”, por poner dos ejemplos, pasando por el numeroso conjunto de grandes historias en las que destacaron los filmes de Lang, Walsh o Hawks.

Me refiero, esta vez, a pequeñas joyas, a producciones de presupuesto más discreto (a menudo he acabado boquiabierto con la serie B de estos años), a obras menores de directores que, no obstante, conservaban en ellas ese sello de calidad que venía garantizado por la narrativa cinematográfica americana. Hollywood se pobló de películas como estas, porque cada año se sacaban muchísimas, aunque no de bazofia tan generalizada como hoy día. “Poder invisible” es un excelente ejemplo de esto. Coetánea a la inolvidable “Ley del silencio” de Elia Kazan, comparte con ella algo más: la temática y el ambiente de los muelles portuarios de una ciudad de la costa Este. Ya saben: la mafia controlando el tráfico comercial, nadie sabe nada, policías corruptos, estibadores lacónicos y explotados, matones y demás chusma callejera, y una nación con una economía imparable llena de claroscuros. Capitalismo desenfrenado y sindicatos silenciados o controlados. El país se construye, se enriquece, a base de una circulación descomunal de capitales, una producción infatigable, una riqueza natural considerable, y una mano de obra inmigrante que sólo persigue el sueño americano. O sobrevivir.

La política de Macarthy que alguien ha señalado para este contexto me parece oportuna. Esta especie de terror a la delación y a la infamia se traduce, en el guión, en una persistente amenaza de traiciones y dobles caras que conduce al espectador en todo momento hacia la duda y la sospecha. Esa oscura ambigüedad que es parte esencial del género. El protagonista, un detective corriente, grandullón y honesto, se ve inmerso en una trama que no necesita ser intrincada para convertirnos en adictos y que engarza perfectamente con toda esa tradición de novelas negras en las que el argumento tiene unos estereotipos, unos esquemas, unos iconos, unas metáforas que fueron siempre las mismas, pero modificadas de alguna manera por cada autor y cada cineasta. Broderick Crawford construye un personaje al estilo Bogart, lleno de ironía, chulesco, socarrón, cínico, aunque si cabe más feo y vulgar. Y enormemente contradictorio, humano, cuando lo ves hacer un papel dentro de otro papel. Los diálogos son cortantes, secos, directos, tan magníficos como los mejores del noir; presten atención al intercambio de balazos dialécticos con el hostalero o con la rubia.

Parrish no da descanso en la narración, algo normal en las películas que se destilaban por aquellos años. Hace, de un guión sencillo, pura orfebrería en el arte de contar una historia. Y se mueve como pez en el agua al recrear ese ambiente peligroso, lúgubre y podrido que es el muelle de una gran ciudad, donde el proletario se ve envuelto en peleas, alcoholismo y tratos sucios con capos del crimen organizado. A partir de ahora, recordaré a Broderick Crawford como el irlandés provocador que siempre pedía en la taberna una jarra de cerveza junto a una copa de vino blanco. Son imágenes que permanecen. Las gabardinas, los sombreros, los revólveres, las calles encharcadas y las alcantarillas humeantes, las putas y los desempleados; los bajos fondos, en fin, son el decorado del que uno piensa: “menudo sitio por el que se mueve esta gentuza. Y parece hasta fácil, pero ya no se hacen películas como ésta.”


Tomado de espinof

‘El poder invisible’ es el título que recibió en nuestro país ‘The Mob‘ —que podría ser traducido como La mafia—, un film dirigido en 1951 por el nunca lo bien considerado Robert Parrish, de quien hace poco hablábamos del intenso western ‘Más rápido que el viento’ (‘Saddle the Wind, 1958). Un realizador poco conocido que trabajó en los departamentos de montaje y sonido para directores como John Ford o Robert Rossen, de los que sin duda debió aprender lo suyo, ya que su filmografía como director, sin ser un prodigio de calidad, es mucho más interesante de lo que aparenta y guarda no poco buenos films, como el que precisamente nos ocupa.

(From here to the end, Spoilers) Broderick Crawford, en un papel muy alejado de una de sus mejores composiciones —‘El político’ (‘All the King´s Men’, Robert Rossen, 1949)— da vida un policía que, tras un asesinato en el que ha dejado escapar al autor del crimen delante de sus narices, debe trabajar como infiltrado en un muelle para desenmascarar una organización mafiosa, sobre la que pesan varios asesinatos. Un film policíaco muy intenso, y que desvela a Parrish como un ejemplar narrador, sabio artífice de elipsis, condensando muy bien la acción en menos de hora y media; eran otros tiempos, en los que se podían contar historia densas en menos tiempo que el que hoy necesitan algunos para narrar una premisa.

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Llama la atención que tratándose de un thriller Parriih no haya tirado para el papel de un actor más joven y apuesto que Crawford, lo cual le hace ganar puntos al film. Toda la película gira alrededor del personaje de Crawford y su ductilidad para adaptarse a cualquier situación. Damico (Crawford) tendrá que hacerse notar para llamar la atención del mafioso del que ni siquiera conocen su identidad, un poder en la sombra que dirige todo cotarro, detalle que proporciona el debido suspense hasta bien avanzada la película. Un suspense al que ayuda la ambivalencia de ciertos personajes, de los cuales uno nunca sabe sus intenciones, pues el guión de William Bowers juega muy bien sus cartas al ocultar la identidad del mafioso, un hombre al que todos parecen conocer o temer, pero al que nadie parece haber visto.

Ese detalle hace que la película presente algunos instantes realmente conseguidos, en los que uno nunca sabe qué va a suceder. Así vemos como el personaje que conoce Damico al llegar a los puertos, un hombre que notamos desconfía todo el rato de Damico, y cuando sospechamos lo peor, el argumento da un giro sorprendente al descubrir a tal personaje como otro policía encubierto investigando un caso diferente de fraude. Una situación muy incómoda en la que incluso Damico ha de ser infiel a su mujer, seduciendo a otra, y que una vez descubierto todo el pastel servirá para el único punto de humor del film, aquel con el que se cierra la película y que pone en cierto compromiso a Damico. Toda la tensión del film compensada con un chiste bastante inteligente.

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Joseph Walker, que había sido operador de fotografía para directores como Frank Capra, realiza aquí uno de sus últimos trabajos, logrando una atmósfera sombría, que va ganando en oscuridad según se acerca su desenlace, un tramo final violento en el que se descubre la identidad del mafioso al que busca Damico, algo que realmente supone toda una sorpresa cuando comprobamos que hemos tenido delante de nuestras narices al asesino que buscan. Y es que ‘El poder invisible’ juega muy bien al despiste, mostrando posibles sospechosos durante su trama, como el personaje al que da vida un muy convincente Ernest Borgnine, unos pocos años antes ‘Marty’ (id, Delbert Mann, 1955), demostrando que era de los mejores en papeles de malvado.

Se le pueden achacar a ‘El poder invisible’ ciertos defectos, como una persecución, harto improbable aunque tiene su punto, y el personaje de la mujer de Damico, metido a calzador pero que supone el detonante del estallido de violencia final. Porque hablamos también de un film violento, una violencia que está mostrada de forma directa y concisa, sin caer jamás en lo gratuito. Un film endiabladamente entretenido, con fuerza y personalidad, que nada tiene que envidiar a otros films de género más conocidos, pero que se queda en la memoria como los mismos


Trailer de la pelicula


 

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