Nadie puede vencerme

Título en castellano Nadie puede vencerme
Titulo original The Best Up
Año de filmación 1949
Duración 72′
Pais Estados Unidos
Director Robert Wise
Guion Art Cohn (Poema: Joseph Moncure March)
Música Constantin Bakaleinikoff
Dirección de fotografia Milton Krasner (B&W)
Reparto
Productora RKO Radio Pictures
Sinopsis Un maduro boxeador en decadencia, para demostrarse a sí mismo que todavía no está acabado, decide seguir boxeando, a pesar de la desaprobación de su mujer. Incluso su propio mánager, convencido de su derrota, apuesta contra él. Obtuvo excelentes críticas por las escenas de boxeo y por la vibrante interpretación de Robert Ryan
Premios
1949: Festival de Cannes: Premio FIPRESCI, mejor fotografía
1949: Premios BAFTA: Nominada a mejor película
Subgénero/Temática Boxeo

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tomado de filmaffinity

Dirigida por Robert Wise, es uno de los mejores films de su etapa de juventud. No se estrenó en España porque la censura rechazó mostrar los manejos de los bajos fondos del deporte. Rodada en estudio y en un estadio de boxeo, se basa en un poema de Joseph Moncure March, publicado (1928) en la prensa. Obtuvo 2 premios en Cannes (el FIPRESCI y fotografía) y fue nominada a un BAFTA (mejor película). Producida por Richard Goldstone, se estrenó el 29-III-1949.

La acción tiene lugar en una ciudad indefinida, símbolo de la ciudad media americana, en 1948, a lo largo de una hora y media. El tiempo cinematográfico coincide con el real, como en «Solo ante el peligro» (1952). Narra la historia de Bill «Stoker» Thompson (Robert Ryan), boxeador, de 35 años, fracasado, que busca desesperadamente un triunfo que le permita resolver la precariedad de su vida. Su esposa Julie (Audrey Totter) desea su retirada. El entrenador de Stoker, convencido de su derrota coviene por dinero (50 dólares) la seguridad de la misma con el mafioso «Little Boy» Jo (Alan Baxter). Durante el combate el púgil sospecha la existencia del «tongo», contra el que se rebela luchando con fiereza.

La película, a modo de documental, muestra el submundo del boxeo, en el que se mueven personajes turbios y corruptos, que amañan combates con la vista puesta en las apuestas, los beneficios y el interés propio. El colectivo de púgiles incorpora jóvenes promesas de barro, campeones de poca monta, veteranos derrotados y personas sumidas en la marginación y la exclusión social. Stoker es un hombre honesto, de trayectoria profesional mediocre, que nunca ha cedido ante la corrupción. Se halla en un momento especialmente dramático, que suma la soledad en la que se halla ante la esposa, la angustia de un combate difícil, la esperanza de poder ganarlo y su rebelión contra las sospechas del «tongo» convenido por el entrenador a sus espaldas. Todo ello se concentra sobre el que puede ser su último combate.

La música ofrece melodías de baile procedentes de los locales jóvenes de las calles que recorre Julie. Alcanza su punto culminante cuanto Stoker es víctima de una agresión y la cámara deja la escena fuera de campo para enfocar las sombras proyectadas sobre un muro de un grupo instrumental que interpreta una composición estridente y distorsionada. La fotografía desarrolla una narración visual de excelente factura, basada en planos próximos, combinaciones de tomas del combate y de espectadores ávidos de sangre, subrayados visuales efectistas, etc. Las escenas de lucha son de gran realismo. El guión crea un crescendo dramático absorbente y da a la figura de Stoker una densidad humana admirable. La interpretación de Ryan, en uno de sus escasos papeles protagonistas, es soberbia. La dirección construye un relato intenso, dotado de buen ritmo y gran vigor.

Una de las mejores películas de boxeo de la época clásica. De ella tomó numerosos elementos Martin Scorsese en «Toro salvaje» (1980).


Unos meses atrás tuve la fortuna de ver por primera vez “Incidente en Ox-Bow” y constaté, no sin cierta sorpresa, que rematar un peliculón como el de Wellmann en 72 escasos minutos era una tarea difícil pero no imposible. Ayer mismo, sin embargo, mi estupor fue un poco más allá al comprobar que Robert Wise había conseguido batir esa extraordinaria marca finiquitando “Nadie puede vencerme” en unos productivísimos segundos menos. Impresionante.

Wise, por si fuera poco, había rodado su peli en tiempo real. Contando de forma impecable todo lo que le ocurría a un maduro y honesto boxeador de segunda fila desde las nueve y cinco hasta las diez y veinte de la noche. Incluyendo en ese lapso de tiempo, además, un durísimo combate que dura -ojo al dato- 18 minutos. 18 intensos y larguísimos minutos durante los cuales podemos contemplar a dos hombres castigándose despiadadamente en un cuadrilátero. Sin cámara lenta, ni salpicaduras sanguinolentas, ni ostias en vinagre. Solo dos hombres frente a frente. Cuerpo a cuerpo. Sin concesiones. No me extraña que a Scorsese se le cayeran los huevos al suelo viéndola. Ni un pelo.

“Nadie puede vencerme” no es, aún así, una simple peli sobre boxeo. Ni una notable muestra de cine negro tan sólo. Yo diría, más bien, que “Nadie puede vencerme” es, fundamentalmente, una peli sobre perdedores. De las buenas. De las que me gustan. Como “Casablanca”, “El buscavidas” o “Fat City”. Pelis que te dejan hecho polvo pero que te ayudan, en cualquier caso, a ver la vida de otro modo. Pelis que te ayudan a madurar. Y a decidir, obviamente, qué golpes debes encajar y cuáles devolver.


tomado de mitiquisimo

Aquí nos encontramos frente a una película pequeñita, incluso de muy corta duración (72 minutos), pero no se van a imaginar la gran calidad que tiene hasta que la vean, todo lo que cuenta en tan poco tiempo, y lo intensa que llega a ser, casi da pena que se termine tan pronto y no como en otras ocasiones que estamos más de dos horas delante de la pantalla para que no nos cuenten absolutamente nada, dándonos la sensación de que hemos perdido el tiempo y en ocasiones también dinero.

Como indicaba en el párrafo anterior la longitud del film hace necesario que este sea realmente intenso, no tiene más remedio, por tanto sin más les introduzco en la vida de Bill “Stoker” Thompson (Robert Ryan), un boxeador acabado que solo pela en combates de mala muerte y por si esto fuera poco, amañados, la suerte la tiene de espaldas hasta la noche en que rompe una larga racha perdedora, donde la esperanza llega tanto para él como para su matrimonio con Julie (Audrey Totter), la cual vive harta de este mundo y quiere que todo comience de nuevo lejos del ring.

La escena que resume toda la película y por tanto la hace grandiosa, es en la que llega Bill al vestuario del Paradise City, tan solo hay dos vestuarios y en ellos se tienen que cambiar todos los púgiles de los distintos combates de la velada, esto hace una especie de convivencia previa a los enfrentamientos en las que Wise, de una forma genial nos narra los distintos estadios por los que pasa un boxeador, desde el chico que comienza y está a punto de disputar su primer combate, con los nervios revolviéndole el estomago hasta el que su carrera ha entrada en una cuesta abajo sin frenos su cerebro no da para más acabando sonado sin siquiera saber cual es su propio nombre, la intensidad de los personajes es tal que acaba dándonos la sensación de estar dentro de ese cubículo oliendo el acre aroma de la mezcla entre sudor y linimento.

Me atrevería a decir que es una de las más grandes escenas que jamás haya visto de la historia del cine, capítulo aparte merece el tratamiento que el director da al público y al combate en si, el cual aparece en su estado más puro sin aditivos, los actores combaten encima del cuadrilátero, sin extras ni algo parecido, en un combate de cuatro asaltos que casi podemos ver totalmente íntegros, mostrándonos la soledad del luchador boxístico, ante un público sin freno, capaz de proferir las más increíbles tropelías en su descarga de stress y adrenalina, incluso exagerando todo esto en la figura de un espectador completamente ciego que da la sensación de estar más alterado que el resto.

La pretensión del realizador de mostrarnos la dureza del boxeo es una existencia llena de dramatismo y de sufrimiento se consigue sin problemas, pretensión de concienciar que a un lado tenemos a dos hombres que se están machacando a golpes para que otros doscientos desde fuera de las doce cuerdas, descarguen sus iras sobre ellos y apuesten su dinero, el enfoque está claro que es mostrar el lado humano y sensible de estos sacrificados luchadores de la vida.


tomado de thecinema

Jamás estrenada comercialmente en España –los films que denunciaban los manejos del boxeo no estaban bien vistos por la censura del franquismo- THE SET-UP(1949) es suficientemente bien conocida en nuestro país por pases televisivos, a los que accedió indistintamente con los títulos de TONGO o NADIE PUEDE VENCERME.

Se trata quizá del primero de los títulos de denuncia realizados por Robert Wise, que indudablemente se tomó muy en serio su filmación. Con el tiempo, tanto la pena de muerte ¡QUIERO VIVIR! (I Want to Live, 1958) o incluso el racismo de las pandillas WEST SIDE STORY (1961), serían algunas de las constantes de este realizador liberal. Al mismo tiempo –ambas cosas no son siempre coincidentes- THE SET-UP es un film realmente brillante, por más que no la considere esa obra maestra que otros pretenden.

Basado en un poema de Joseph Moncure March editado en prensa en 1928, se plasma con una unidad cronológica de narración lineal –como pocos años después acogería Fred Zinnemann en su SOLO ANTE EL PELIGRO (High Noon, 1952)-, la historia de un ya veterano y fracasado boxeador Stoker (Robert Ryan) en la búsqueda desesperada del que sería el triunfo que resolvería su vida. Las dos vertientes que ofrece la película es la crónica del submundo de bajos fondos, compras de partidos y bajezas morales que existe en torno al boxeo. Sin embargo y de forma más sutil, se brinda el intento de recuperar la dignidad por medio del calvario, hacia su esposa y hacia si mismo como persona.

La película, que goza de una excelente iluminación de Milton Krasner, nada en las mejores aguas del cine negro norteamericano, combinando estereotipos fáciles con otros caracteres igualmente mostrados de forma escueta, en los que si se asoma el sentido de la humanidad. Este es el caso de la panorámica que en el vestuario muestra a todos los contendientes del equipo, en el que vemos desde seres con ganas de triunfar a otros decididamente perdidos para la sociedad. Al mismo tiempo, en esos compases iniciales las obviedades y subrayados visuales aparecerán de forma evidente.

Buena parte del acierto del film estriba en dotar de enorme humanidad al personaje de Stoker (la labor de Ryan es absolutamente fabulosa tanto en esta vertiente como en las magnificas secuencias de combate, el actor había sido boxeador en el pasado). Su mirada siempre vulnerable, ambígua y llena de evocaciones sobre todo al dirigirla hacia los más jóvenes, es realmente efectiva.

Y llegamos a ese combate entre Stoker y Nelson (estupendo Hal Baylor). Es en esos fragmentos donde se da de la mano lo mejor y lo peor del film. Y es que las secuencias de la pelea deben ser consideradas, por derecho propio, entre las más crueles, veraces y al mismo tiempo documentales que jamás se han ofrecido en la pantalla –hay que recordar la reciente pelea brutal que Wise había introducido en el extraño western BLOOD ON THE MOON (1948)-. El hecho de ofrecerse a tiempo real y no obviar la brutalidad de los lances, además con unas angulaciones veraces y una luz blanquecina, otorga a esos fragmentos caracteres de excepción. Pero es en los mismos donde aparece esa tendencia a la obviedad y el subrayado, que tiene su límite máximo en esa señora que solo sabe decir matalo, matalo y de la que finalmente se muestra un horrible plano de su boca pronunciado esos improperios. Ciertamente, todo lo que la pelea en si es un alarde de dolorosa sinceridad, los planos de repercusión en el público de la pelea, dejan mucho que desear e incluso contradicen el espíritu de la misma.

Pero tras ganar la pelea contra Nelson –que previamente se había amañado para perderla- Stoker tendrá que purgar ante la banda de mafiosos que compraron su derrota. Y en unas secuencias llenas de atmósfera, vigor narrativo y sentido expresionista del encuadre, estos lucharan –no sin resistencia- contra Stoker. Finalmente, le chafarán la mano, mientras la cámara gira de forma chirriante hacia la sombra de una batería con sones altisonantes – una simple sombra del brutal momento hubiera sido mucho más efectiva-. Instantes después, Stoker logrará recuperar el cariño de una mujer que tan solo quería que abandonara la profesión. Ahora así será, aunque está claro que no mereció la pena toda su amplia trayectoria.

Hay quien señala que THE SET-UP es la mejor película sobre el mundo del boxeo. Yo no comparto esa afirmación, aunque si haya que reseñarla al citar los títulos más destacados de la materia. Pese a los inolvidables minutos de la pelea, y demasiados elementos chirriantes y discursivos que se extienden a lo largo de todo el film. Es más, Robert Rossen supo sortear esta tendencia al incorporar un especial sentido poético y trágico a su CUERPO Y ALMA (Body and Soul, 1947) por más que en ella existiera un final feliz.

Resumiendo: THE SET-UP es una de las mejores películas de la primera etapa de Wise, pero al mismo tiempo en ella ya se detectan algunas de las debilidades narrativas que muy pronto se adueñarán de obras posteriores. Entre el regusto al cine negro, su denuncia de un deporte inmundo y su tendencia al subrayado y a la evidencia –que camparían por sus respetos en la posterior implicación en este tema de Wise –MARCADO POR EL ODIO (Somebody Up There Likes Me, 1956)-, gira este film que, con todas sus objeciones, se me antoja honesto y vigente en nuestros días.


tomado de hildyjohnson

Hay directores a los que se les recuerda por sus películas más populares y así quedan más ocultas grandes obras de su filmografía. A Robert Wise se le suele descubrir por West side story y Sonrisas y lágrimas, dos películas de género musical. Pero de pronto indagando un poco en su obra cinematográfica, surge uno de esos directores de Hollywood que dominan el lenguaje visual y saben aplicarlo a todo tipo de géneros: buen cine negro, drama, terror o ciencia ficción. Así van surgiendo otras películas por las que se le identifica como Ultimátum a la tierra o La mansión encantada. Después empiezas a fijarte en grandes dramas que llevaban su firma como ¡Quiero vivir! O Marcado por el odio. Y según vas indagando, descubres verdaderas joyas en su legado u otras que te demuestran que su puesta en escena y su dominio de la narración cinematográfica es total. Como las dos películas que conforman esta sesión doble.

Nadie puede vencerme (The set up, 1949)

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Siempre los créditos te aportan y te descubren información interesante. Así The set up es la adaptación de un poema narrativo de Joseph Moncure March. Y aunque no conozco ese poema original (donde además el protagonista es un boxeador negro), si destaco este punto es porque la película, en cierto modo, es un poema visual sobre la figura del perdedor. No hay más que leer el nombre de algunos locales decadentes de esa plaza donde transcurre la trama que hacen referencias al paraíso y a los sueños. La historia de The set up transcurre en un breve periodo de tiempo, como señala el reloj de la calle que abre y cierra la película…, donde el boxeador con rostro de Robert Ryan no solo tendrá su última noche de gloria sino que también le seguirá la sombra del fracaso y del destino cruel… o quizá el camino, como cree su desencantada esposa (Audrey Totter), para una nueva oportunidad en la vida.

Todo es un poema visual. El ambiente de esa zona de la ciudad donde transcurre la trama. Mientras él se prepara para la última pelea en el ring, ella pasea reflexiva por las calles. Los rostros de los espectadores. La decadencia que se respira. Esa ventana del hotel que se enciende y se apaga… y supone una esperanza para el luchador porque es el reflejo de que alguien le espera. La importancia de las sombras, sobre todo en el momento más violento y triste del film donde las sombras de un grupo de jazz se proyectan en una pared de ladrillo, mientras la música además tapa los gritos de una paliza nocturna que no hace falta que la cámara la recoja pues sentimos toda la crudeza del momento. El propio combate, casi a tiempo real (como toda la película), que modula y carga de tensión y emoción la fuerza de un boxeador fracasado que quiere demostrar a toda costa que aún puede vencer, porque es lo que sabe hacer, luchar en el ring. La soledad del campeón en la habitación de preparación después del combate… Los más cercanos a él le han traicionado, menos su esposa, menos el vendedor de periódicos que admira sus viejas glorias, o los compañeros que nada pueden hacer… La desesperación del que se siente atrapado… pero que no ha sucumbido a la corrupción, al frío gánster de turno.

Nadie puede vencerme sigue el ritmo del rostro de Robert Ryan, que aflora todos los sentimientos posibles, de hombre duro y golpeado por la vida, de hombre tierno y enamorado, de hombre atormentado y fracasado, de hombre viviendo sus momentos de gloria, de hombre con el terror en el rostro, de hombre derrotado que pide ayuda…, de hombre que a pesar de los golpes… sabemos que va a volver a levantarse una y otra vez… Nadie puede vencerme sigue el ritmo de los golpes de la vida, que se reflejan en el ring y en el rostro de los otros compañeros de combate del protagonista. Rostros esperanzados, rostros desencantados, rostros del fracaso y de los sueños rotos. Y finalmente, Nadie puede vencerme sigue el ritmo del tiempo real, de las agujas del reloj que no se detienen a ritmo de jazz.


tomado de elcinedesolaris

‘Nadie puede vencerme’ (The set-up, 1949), de Robert Wise, puede llamar, de entrada, la atención porque lo que dura su metraje, 72 minutos, se corresponde con la duración de la acción relatada. Fue ocurrencia de Dore Schary, quien propulsó el proyecto en la RKO, aunque no conste como productor ejecutivo. Fue su última colaboración con este Estudio antes de ser nombrado Jefe de Estudio en la Metro Goldwyn Mayer. El guión de Art Cohn adapta un poema narrativo, escrito por Joseph Moncure March en 1928. Este no quedó muy satisfecho con el hecho de que modificaran un aspecto sustancial. Convirtieron en blanco a su boxeador afroamericano y la cuestión de la discriminación racial era un aspecto fundamental en su poema narrativo. Wise quería que sí fuera negro pero justificó ese cambio en el hecho de que en la plantilla actoral de la RKO no hubiera un actor afroamericano que pudiera ser la estrella de la película, más allá de como secundario haya un actor, James Edwards, que interpreta a otro boxeador. El papel sería adjudicado a Robert Ryan, que había sido cuatro años seguidos campeón de los pesos pesados cuando era estudiante en Dartmouth College. Su interpretación, prodigiosa, fue alabada expresamente por actores como Cary Grant.

Independientemente de esa variación, y de alguna otra, como que el protagonista no es bígamo ni muere al final. ‘Nadie puede vencerme’ es una excelente obra que Wise consideraba su obra más lograda entre las nueve que dirigió para RKO (esta fue la última) y una de sus preferidas entre las que realizó. El montaje, obra de Roland Gross vibra con la misma cualidad febril que el que realizó para la magistral ‘La casa en la sombra’, de Nicholas Ray, otro modelo de obra breve con un proverbial sentido de la síntesis. La narración se delinea a través de los gestos y las miradas, en una orquestación de planos que conectan las emociones con el entorno, las sensación de desasosiego con la sordidez ambiental. La extraordinaria fotografía de Milton Krasner amplifica esa fisicidad con sombras que parecen enmarañarse con el sudor y el humo, como si fuera segregado por ese entorno de rostros que con voracidad ansían la violencia de los cuerpos agredidos sobre el cuadrilátero. Unas sombras que parece que pesan como las que se debaten en la mirada de Ryan. Martin Scorsese quedó tan impresionado por el montaje del largo combate de boxeo (cuatro asaltos) que evitó copiar, en ‘Toro salvaje’ (1980), cualquier de las elecciones expresivas de Wise.

El título original poco tiene que ver con el título en español. The set-up, alude al arreglo o montaje que urde un gangster, Little boy (Alan Baxter) con la connivencia del entrenador de Tiger Nelson y Tiny (George Tobias), el entrenador de Stoker Thompson (Robert Ryan), ya que piensa que con 35 años sólo le queda un futuro de derrotas. Lo mismo piensa la esposa de Stoker, Julie (Audrey Totter), que quiere que deje el boxeo, porque está harta de sufrir con sus combates, con su desesperación por ganar para no asumir su edad, sus días contados como boxeador. Nadie quiere que gane, nadie cree que pueda ganar, ni su esposa ni su entrenador. Su esposa, incluso, no quiere siquiera verle combatir. Literalmente, está sólo en el cuadrilátero. Además, sin saberlo, se ve enredado en un combate amañado no sólo sin su consentimiento sino sin su conocimiento. Con lo que el combate se convierte también una trampa. No será hasta el cuarto asalto cuando, al temer el entrenador que sí pueda ganar, le indiquen que está amañada su derrota. Pero Stoker no está dispuesto a subordinar su integridad a la necesidad económica, aunque suponga, incluso, poner en riesgo su propia vida. No cuando siente que sí puede ganar ese combate, aunque sea lo último que haga.

Robert Wise teje un convulsa y crispada narración. Por un lado, el trance anímico del protagonista, del que ese excepcional actor que fue Robert Ryan, en una de sus más memorables interpretaciones (y fueron muchas) hace desgarrado cuerpo y rostro de ese conflicto que pugna en su interior (el insurgente mordisco a una vida y un entorno que quiere que ceda y se postre); y en contraste y paralelo, el de la desesperada deriva de su esposa por las calles, entre barracas y puentes bajo los que transitan tranvías, esa ilusión de movimiento que ya no siente en su vida, atascada en lo que cree una estéril obcecación de su marido por una victoria que únicamente alargará una derrota anunciada, por lo que rasgará la entrada para lanzarla al vacío, como una negación de la vida que quiere dejar de habitar. Por otro, el áspero retrato de un entorno, la corrupción inclemente de aquellos que pautan el escenario y la ávida voracidad de un público embrutecido ante un espectáculo que supone una catarsis a través de la violencia, sin importar lo que sufran los contendientes (demoledoras, quizás como en ninguna otra película relacionada con el boxeo, las secuencias del combate, intercalando planos del rostro golpeado de Ryan con los del vociferante público). La sórdida grisura de un escenario vaciado se engarza con la turbia oscuridad de un callejón en el que será apaleado aquel que logró mantener en pie su integridad en un cuadrilátero, aunque nada importe a los que vociferaban y menos a los que traman la narrativa de las victorias y las derrotas, por lo que romperán una de sus manos para que no trastorne el relato que pretenden imponer. Una derrota que para su esposa será victoria, doble, no sólo para ella, porque no quiere ser ya testigo de esa vida de sufrimientos y cicatrices sino también para él, atrapado como tantos otros en un cuadrilátero que asemeja a una condena.

La película, y ese cuadrilátero, no dejaba de ser un reflejo de las agitaciones que se debatían en un país preso de conflictos encontrados en los años de la posguerra, y cuyos duelos internos entre corrientes progresistas o críticas y las más conservadores culminaron en la desgraciada Caza de brujas que excusándose en la persecución de comunistas buscaba anular y eliminar toda conciencia crítica al sistema ( como si, igual que los voraces espectadores, primara la necesidad de un enemigo y de un escenario de contienda, como reflejará Wise en la posterior ‘Ultimatum a la tierra, 1951). Esta obra, como la excelente ‘Cuerpo y alma’ (1947), de Robert Rossen, la notable ‘Right cross’ (1950), de John Sturges o la interesante ‘El ídolo de barro’ (1949), de Mark Robson, se apoyaron en el espacio metafórico del mundo del boxeo para plantear un afilado retrato crítico de un país en el que la codicia y la búsqueda del éxito, sin escrúpulo alguno en los medios utilizados, eran los que regían- Una manera aviesa, por otro lado, de uniformizar una sociedad en la que el diferente era purgado o mutado en otro canibal competidor para alcanzar las cimas de la detentación de los privilegios del Sistema. Y, desde luego, ahí la integridad escaso lugar tenía.


tomado de lecturaserrantes

El cine de Hollywood creó un subgénero peculiar, como fueron las películas de boxeo, de las cuales ha dado grandes obras. Bueno, pues he aquí una pequeña joya, no demasiado conocida y sin duda perjudicada por el estúpido título que se le puso en español en su día (El original, The Set-Up, quiere decir más o menos la trampa, la componenda, el tongo).
Uno tiene la tentación de decir que sigue la tradición de Solo ante el Peligro en su tratamiento unísono de la acción (los 72 minutos de filme se corresponden casi exactamente con la hora en que transcurre la historia, marcada repetidas veces por los relojes, y subrayada por la imagen de un reloj callejero en las escenas inicial y final), pero la sorpresa es que esta película es de 1949 y Solo ante el Peligro es de 1952, de modo que, crédito a quien se debe dar, no constituye una emulación sino un avance.
La historia es muy simple, casi minimalista: el mánager de Stoker, un maduro boxeador que ya se arrastra, para desesperación de su novia de toda la vida, por los circuitos de combates secundarios, ha arreglado un combate para que Stoker pierda a partir del segundo asalto, pero no le ha dicho nada al boxeador, en primer lugar para quedarse con todo el soborno y en segundo, seguro de que Stoker, que ya está en el ocaso de su carrera, perderá. Sin embargo, Stoker tiene un orgullo de competidor, es un auténtico boxeador de la vieja escuela, y reciba el castigo que reciba, está dispuesto a darlo todo en el ring. Incluso cuando a medio combate el mánager le diga que debe tirarse a la lona, Stoker no está dispuesto a ello. Pero claro, el problema es que Little Boy, el promotor de su oponente, no está acostumbrado a pagar y que después no cumplan lo pactado.
Lo que la convierte en una joya es una gran interpretación de Robert Ryan, un actor demasiado encasillado y que era mejor de lo que la gente piensa; un sentido crítico agudo con un «deporte» que en estos circuitos es mucho menos que eso, sobre todo en los planos que dedica del público jaleando a los luchadores, y que hace que los que están en el ring sean seres humanos mientras los espectadores se convierten en bestias; y una producción que, aunque está lastrada por el rodaje íntegramente en estudio, adquiere un ambiente de decadencia y suciedad que transmite todo un sentimiento moral, lo que emparenta a la película con el género noir, al que muchas veces se la ha incorporado.
Un ejercicio de brevedad tremendamente intenso, muy bien filmado y dirigido, espléndidamente fotografiado y que hace de esta película un clásico menor que reivindicar.


tomado de eldardodelapalabra

Bill «Stoker» Thompson (Robert Ryan) es un boxeador de 35 años (considerado viejo para el deporte en general y el pugilismo en particular), un tipo que a todas luces ha fracaso en su carrera, pues nunca ha pasado de disputar combates de segunda.
Sin embargo, él sigue soñando con ese golpe que le haga ganar un poco de dinero con el que establecerse en la vida.
Su manager pacta una derrota por K.O. con el mafioso «Little Boy» (Alan Baxter). Tan poca fe tiene en su pupilo que ni siquiera se molesta en hacerle partícipe del tongo, todo se hace a espaldas del interesado.
La sensación de fracaso de Stoker, se ve aumentada por que su esposa (Audrey Totter), harta de que tenga que aguantar palizas para nada, le apremia a que deje esa vida. Ese será el acicate para que el veterano boxeador salga más motivado que nunca en busca de ese golpe milagroso que le pueda reportar unos cuantos dólares de ganancia y el inicio de una nueva vida.
La película narra los hechos en tiempo real, desde las 21:05, hasta las 22:17 de un día cualquiera, en una ciudad cualquiera (Paradise City), esas son las horas que se ven en el reloj cuyos planos sirven de inicio y final al film, cuya duración, según la ficha técnica, es de 72 minutos.
Es cierto que la peli se encuadra perfectamente en el subgénero de filmes de boxeo, pero su realizador, Robert Wise, reflexiona sobre algunas cosas más que sobre la pelea.
El film es, entre otras cosas, una película sobre perdedores.
El guión se basa en un poema de Joseph Moncure March y gran parte de lo que se dice en esos versos está en el film, quizá la variante más signíficativa es que en el poema, el boxeador es negro.
Acompañado por un buen elenco de secundarios, Robert Ryan consigue aquí una de sus mejores interpretaciones, dando vida a un personaje atormentado y a un boxeador honesto que cuando sospecha del tongo de su manager, saca fuerzas de flaqueza para ganar la pelea.
La crítica hace mucho hincapié en las escenas de boxeo, está claro que son de lo mejorcito, no sólo de esta peli, sino en general de este tipo de peleas y el mismo Scorsese confiesa que tomó nota de muchos de sus planos para su Toro salvaje.
El combate dura, nada menos que 18 minutos en pantalla y el tratamiento que se le da es magnífico, lleno de verismo y con unos detalles muy conseguidos.
Reconociendo todo ello, dándolo por sentado, a mí lo que más me interesó son las escenas menos llamativas y espectaculares, pero de gran valor, incluso documental, de los instantes previos.
La cámara se mete en los vestuarios y nosotros con ella. Creedme si os digo que ahí está lo mejor de este film.
Unos vestuarios pobres, destartalados, incluso asquerosos (en el sentido de que da un poco de asco imaginarse uno allí, cambiándose de ropa o siendo curado de las heridas).
Estamos acostumbrados a ver ese vestuario que, incluso cuando retrata a boxeadores perdedores, consta de una habitación en la que están el púgil y sus segundos. Aquí no, aquí la realidad toma cuerpo y vemos lo que debían ser de verdad aquellos cuchitriles del circuito de segunda serie. Vestuarios compartidos por hasta seis o siete púgiles, cada uno matando el tiempo como puede, sin ninguna intimidad, con todo destartalado (taquillas oxidadas, lavabo sucio, paredes aún más sucias…). Los boxeadores ayudándose unos a otros a quitarse los vendajes o a calzarse los guantes… Miseria.
Este panorama, le da pie al realizador para estudiar a cada uno de los que por allí pasan, desde el sonado hasta el debutante, cual modernos gladiadores, pero de los que actuaban en circos de provincias, perdedores que lo mejor que podían sacar de todo aquello es que no les zurraran mucho.
Combatiendo ante un público en el que Robert Wise quiere presentarnos a varios estereotipos de personajes sedientos de sangre y a los que nada importa quién combate, sino que se casquen bien fuerte, que haya carnicería.
La idea de los personajes del público es muy buena (qué hace un ciego «viendo» un combate; o el nervioso que no puede reprimirse e imita cada golpe que ve en el cuadrilatero y pone mueca de dolor cuando hay un puñetazo de los que hacen daño; o la mujer que repite: ¡mátalo!, ¡mátalo!), pero creo que al final resulta fallida, a mí no acabó de gustarme el tratamiento que hace de estos personajes que potencialmente daban para más.
Muy interesante también el contrapunto que pone el personaje de Audrey Totter, la esposa, el paseo que se da por la noche de la ciudad, mientras su marido combate, es antológico.
Un intento de final feliz un poco forzado, acaba por ser un tanto decepcionante en el intento de suavizar las durísmas secuencias que hemos vivido previamente con los gansters de por medio.
Una buena película que muestra la dureza de este mundo en el que hay de todo menos deporte, en el que los boxeadores, al final, sólo se tienen a ellos mismos y que jamás fue estrenada en España.
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