Título en castellano | La casa de bambú |
Titulo original | House of Bamboo |
Año de filmación | 1955 |
Duración | 102′ |
Pais | Estados Unidos |
Director | Samuel Fuller |
Guion | Harry Kleiner |
Música | Leigh Harline |
Dirección de fotografia | Joseph MacDonald |
Reparto | |
Productora | 20th Century Fox |
Sinopsis | Eddie Spanier (Robert Stack) llega a Tokio en el momento en que dos asesinatos mantienen en vilo a la policía local. Una de las víctimas es su amigo Webber, quien, al parecer, murió acribillado por sus propios compañeros. Webber era miembro de una organización criminal encabezada por Sandy Dawson (Robert Ryan). Con el fin de infiltrarse en la banda, Eddie intenta ganarse la confianza de Dawson. Para ello cuenta con la ayuda de Mariko (Shirley Yamaguchi), la viuda de Webber, que se hará pasar por su amante. |
Premios | |
Subgénero/Temática | Crimen, Mafia, Drama, Remake |
Primera película en color y cinemascope de Sam Fuller, rodada integramente en Japón. Es remake de «The Street Of No Name» (1948), de William Keighley. Es el primer film rodado por Hollywood en Japón tras la II GM.
La acción principal tiene lugar en Tokio en 1954. Narra la historia de Eddie Spanier/Kenner (Robert Stack), que llega por mar a Tokio tres semanas después del atraco a un tren que transportaba material militar norteamericano y dos asesinatos: un sargento y un miembro de la banda atacante, Webber. Al ver fustradas las expectativas de encontrar el trabajo que le había ofrecido su amigo, Eddie decide infiltrarse en la banda a la que pertenecía Webber, formada por americanos y dirigida por Sandy Dawson (Robert Ryan), un exmilitar psicótico y cruel. La película muestra la vida japonesa, llena de colorido, tipismo, alegría y amabilidad: es una sociedad nueva, joven y trabajadora, que ha superado el tauma de la guerra. Fue uno de los primeros films de Hollywood en los que se presenta un romance interracial de éxito, en este caso entre un americano y una japonesa, Mariko Webber (Shirley Nagoya Yamaguchi). Rompiendo prejuicios, se toca con sutileza el tema de la homosexualidad de Sandy, el jefe de la banda de atracadores instalada en Tokio. La obra es, sobre todo, una película de cine negro y de acción, que enfrenta, muy al estilo Fuller, dos personajes (Eddie y Sandy) en un largo duelo de fuerza y poder, que llena el film de tensión, interés y emoción. Los antagonismos, rivalidades y enfrentamientos de personajes de Fuller han influído notablemente en Scorsese, Carax, Jarmusch, Tarantino, Godard y Wenders. La escena en la que Sandy sorprende a Griff bañándose en un cubo japonés y le da muerte a tiros que perforan las paredes del recipiente con orificios de los que salen chorros de agua, es la más emblemática de la obra. Se evoca en «Minority Report» (2002), de Spielberg.
La música, de resonancias nománticas y aires japoneses, suena con fuerza, creando sentimientos de simpatía por el país, sus costumbres y sus habitantes. La fotografía corre a cargo de Joseph MacDonald, responsble de la misma tarea en la obra origianl. De la mano del director, enriquece la narración visual con brillantes picados y contrapicados, travellings aéreos, aproximaciones de gran virtuosismo, primeros planos espectaculares y perspectivas amplias y luminosas de la ciudad. El guión, de Harry Kleiner («Bullit»), autor del guión de la película original, con diálogos añadidos por el director, da paso a una narración verbal fluída, rápida, funcional y exenta de preciosismos. La interpretación de Robert Ryan es adecuada y convincente. La de Stark es anodina y poco expresiva. El director constuye una obra de cine negro interesante, con mucha acción, que incorpora rasgos propios de su muy personal caligrafía.
Película de acción, crímenes y atracos, en la línea del cine negro americano. Contiene una narración visual excelente y algunas escenas emblemáticas.
Hay veces en que te preguntas: ¿cuándo va a comenzar el film? Pero cuando va a comenzar de verdad, porque tú al “play” ya le has dado. Es decir, el director necesita un golpe de mano, un as debajo de la manga que saque en el momento adecuado y en el lugar preciso para que se inicie de verdad la historia y agarre definitivamente al espectador. Durante ese impase de tiempo en el que el film se posiciona no dejas, en tu deseo de encontrarte con una gran película, de preguntarte: ¿y cuándo arranca el asunto? Con “House of Bamboo” solo encontré otra pregunta en forma de respuesta: ¿y cuándo aparece Robert Ryan? Fuller parece estar diciendo “aguanta, aguanta, aguanta… ¡ahora!”. Entonces aparece él.
Que Robert Ryan es un grande lo sabemos. Solo consultar su filmografía impresiona. Aquí da vida a Sonny Dawson, un personaje sombrío, malvado y sanguinario. Un ex militar americano afincado en Tokio y desde donde dirige una banda de hampones que tras la desmovilización sobrevive delinquiendo. Hasta ella, en busca de respuestas sobre el asesinato de un amigo en un asalto, llegará de incógnito el sargento Krenner (Robert Stack), un policía militar inexpresivo y misterioso que ganará rápidamente el favor de Sonny. Con una trama con cabida para la violencia, la homosexualidad, la traición y el amor, “The House of Bamboo” cumple perfectamente ese lema que acompaña siempre al cine de Fuller: en el riesgo está el placer.
Y todo esto en color. Porque si algo demuestra está cinta es que en colores también se puede rodar un buen film noir. Qué digo colores… ¡en Cinemascope! Al principio, irremediablemente, hay dudas de que se pueda crear la atmósfera adecuada lejos del B&N. Pero todo vuelve a reducirse a lo mismo: si hay un gran director y la historia es buena, con que aciertes con tu casting y no saques los pies del tiesto ya tienes lo que buscabas, que es ni más ni menos que un excelente policíaco con momentos de verdadera calidad cinematográfica. Esto además ya se ha hecho varias veces consiguiéndose magníficos resultados; ahí están las aclamadas “Chinatown” o “L.A. Confidential” para demostrarlo.
Basada en una historia anteriormente ya rodada en “The Street with No Name” de William Keighley, Fuller aprovecha para introducir, como no, el tema racial que tan presente está en su cine, dándole además una posición preferente y un guiño final que no oculta sin embargo la sensación de que lo que estamos viendo es el relato de una sociedad corrupta y que se manifiesta con una violencia que alcanza cotas insospechadas.
La violencia y Fuller, ¡qué gran matrimonio!
Fuller otorgó fundamentos y consistencia al cine USA. Estoy por afirmar después de haber visto Una luz en el hampa, Manos peligrosas y esta La casa de bambú, que Samuel Fuller es el punto de encuentro del cine negro americano con el polar francés. No estoy hablando de secuencias temporales sino de fundamentos profundos. Fuller realiza cine negro a la europea y quizás por ello no fue bien digerido en ninguna estancia del espectro sociopolítico americano. Fuller es la contracorriente y la contracultura y sus personajes están despojados de esos valores de que tanto se vanagloriaba el sueño americano, y en ese despojo ganan realismo y con la realidad llegan las heroicidades de que tanto gusta el cine americano pero también las miserias.
Es cierto que La casa de bambú no está al mismo nivel cualitativo de Una luz en el hampa, pero algunas de las expresiones que en su día utilicé para comentarla son igualmente válidas: “directo al hígado”, “la vida es jodidamente dura” “olvídense de sueños americanos, Disneylandia y estatuas de la libertad. Esto va en serio”. Aquí la violencia se entremezcla con la buena educación del pueblo japonés en la primera película rodada por EEUU en suelo nipón tras la IIWW. Y con la belleza del Fujiyama, todo sea dicho. Pistoleros abatidos a los pies de la emblemática cumbre. Bellezas y contrastes. La vida misma.
Leo en “video7arte.blogspot.com” lo siguiente: “ Samuel Fuller es el abuelo del cine independiente americano y el que más nietos tiene” y entre ellos cita a Lynch, Tarantino, Wenders, Jarmusch, Demme e incluso al propio padre (del cine independiente) John Cassavetes. Sin ser experto en los trabajos de Fuller por lo que intuyo y visto lo visto, estoy bastante de acuerdo con esta afirmación.
Y para este Fuller tan solo valen actores de los que se ofrecen, desgarro a desgarro, en cada actuación. Y en esta línea son imprescindibles Richard Widmarck o Robert Ryan, actores que hacen del sufrimiento una asignatura. La presencia de Robert Stack figura, sin embargo, en otro plano, aunque no hay riesgo de que naufrague un film cuyos únicos agujeros son los de una bañera convertida en colador por obra y gracia de un director inconformista y sin tapujos.
La casa de bambú (House of Bamboo, 1955), producida por 20th Century Fox, es la primera película norteamericana rodada en Japón después de la II Guerra Mundial. Transcurridos diez años desde la finalización, la larga sombra del conflicto bélico todavía está aquí presente, claramente perceptible tanto en la trama como en la propia ambientación de la cinta, filmada en escenarios naturales de Tokio. Dirigida por Samuel Fuller, quien realiza su primer largometraje para la pantalla en color y un espectacular cinemascope, está interpretada, al frente del reparto, por Robert Stack y Robert Ryan. El resultado es más que satisfactorio.
La historia original ya había conocido una versión cinematográfica anterior, The Street Of No Name (1948), producida por el mismo estudio, dirigida por William Keighley y escrita por Harry Kleiner, quien firma asimismo el remake de 1955. Las diferencias entre ambos títulos son considerables, especialmente en lo que se refiere al espacio geográfico en el que transcurre esta trepidante historia policiaca centrada en el inframundo de la mafia, que de la costa Este de EE UU pasa al país del sol naciente. El núcleo del asunto es común, pero el tratamiento y el desarrollo de la historia son muy diferentes. El productor Darryl F. Zanuck, tras mostrar su entusiasmo por la película de Fuller Casco de acero (The Steel Helmet, 1951), había incorporado al cineasta a la nómina de la Fox. Entre otros proyectos, le propone hacer una nueva versión de The Street Of No Name, esta vez localizada en Japón y con guión del mismo Kleiner. Fuller, hombre inquieto y más aficionado a ser director in toto que dirigido (no me refiero ahora a su faceta de actor), acepta la idea, atraído principalmente por el hecho de filmar en el país nipón.
La casa de bambú, film atípico sin duda en la filmografía de Fuller, ha desconcertado a los críticos e historiadores de cine, bastantes de los cuales lo han infravalorado. Sin embargo, y a mi juicio, se trata de uno de los mejores trabajos del director nacido en Massachusetts. La peculiaridad referida de la película demuestra no tanto la ligereza o la rendición del realizador cuanto la versatilidad y la capacidad creativa que ha acreditado a la hora de moverse en los más distintos medios y géneros, por lo general, con suma pericia e ingenio. Encasillado con la etiqueta de director «independiente», a muchos les saca de sus casillas ver trabajar a Fuller en una major, dirigiendo a estrellas y trabajando con un holgado presupuesto. Más que «independiente» (término equívoco y de esquivo significado), Samuel Fuller es un cineasta vocacionalmente artesanal, que se sintió incómodo trabajando en el marco de los grandes estudios y ajustado a las reglas de oro de Hollywood, no tanto por razón de principios o motivos ideológicos o narcisistas como estrictamente profesionales (desea controlar al máximo su trabajo) y de comportamiento (es hombre de carácter independiente).
Fuller es un director siempre interesante, aunque también puede llegar a ser brillante. De hecho, sacó el mayor provecho y dio lo mejor de sí mismo en la realización de esta obra mayor. Para empezar, el guión de Harry Kleiner, de temática policiaca y formato de western, es magnífico; Fuller insistió en haberlo reescrito él mismo… Un grupo de excombatientes norteamericanos deciden quedarse en Japón al acabar la guerra y hacer fortuna por medios delictuosos, robos y extorsiones. En la primera secuencia del film, asaltan un tren custodiado por tropas japonesas y estadounidenses, sustrayendo gran cantidad de armas y munición con vistas a la preparación de próximos golpes. Tras la escaramuza, muere de un disparo un sargento de EE UU.
Llega a Tokio Eddie Spanier (Robert Stack), miembro de la policía militar americana, con la misión de infiltrarse en la organización criminal y desarticularla. Interfiriéndose intencionalmente en los negocios de ésta, pronto llama la atención de Sandy Dawson (Robert Ryan), jefe de la banda, quien tomándole al principio por un pardillo, aunque arrojado, decide tomarlo a sus servicios.
En las primeras investigaciones, Spanier conoce a Mariko (Shirley Yamaguchi), compañera sentimental del sargento asesinado, presentándose como amigo de éste, estableciéndose entre ambos una relación afectuosa, que el pulso de Fuller mantiene en un terreno ambiguo e incierto, como la de Dawson con Spanier (un elemento característico en el tratamiento de los personajes del cine de Fuller).
El agente acaba confesando a la muchacha su verdadera identidad (sargento Kenner), aunque se esfuerza en no involucrarla directamente en la intriga para no exponerla al peligro. Tras ser descubierto, como consecuencia del soplo de un confidente de Dawson, éste urde una celada, de modo que sea la propia policía japonesa la que mate al intruso. Pero la maniobra no funciona como esperaba. En un duelo final, Spanier/Kenner liquida a Dawson. Con la misión cumplida, vuelve a EE UU acompañado de Mariko.
Este tramo final constituye un emocionante y espectacular colofón del film. Fuller, más que un principiante en el Cinemascope, da la impresión de ser un consumado experto en el manejo de dicho formato. Al modo hitchcockiano de servirse de los escenarios para acrecentar la carga dramática y la belleza de las secuencias clave, la persecución y el tiroteo entre la policía y el delincuente tiene lugar en el parque de atracciones de Japón, repleto de público, mayoritariamente infantil. Como último refugio, Dawson sube a una gran noria horizontal del recinto en la que sucede el lance definitivo. Eddie repta por la plataforma móvil hasta situarse de espaldas al hampón, aunque sólo dispara contra éste cuando se vuelve y le apunta con su revólver.
Fuller, director en ocasiones un tanto brusco en el tratamiento de la «puesta en escena», combina esta vez a la perfección los travellings y los movimientos de cámara con los planos fijos, según lo exige la situación. Impactante, de gran fuerza dramática y admirable desde el punto de vista estético es, precisamente, el plano secuencia en el que Dawson descarga su pistola contra Griff (Cameron Mitchell), anterior mano derecha del capo, a quien toma por el soplón del grupo. Bañándose en un tonel de madera, Griff recibe las balas vengadoras que atraviesan los tablones, por cuyos agujeros mana a chorros el agua contenida, cual si se tratasen de los últimos flujos de vida del compinche. Plano súbito, seco, duro, que el ancho del formato Cinemascope permite resolver magníficamente.
La casa de bambú, película de gran valor, dirigida por un cineasta, Samuel Fuller, cuya obra merece ser frecuentada y reconocida.
El paisaje nevado del primer fotograma –en luminoso cinemascope- evoca a un cuadro de Brueghel, el viejo; sin embargo, la imagen del monte Fuji al fondo, lugar sagrado para los japoneses, nos indica que estamos cerca de Tokio. Además, una locomotora se va introduciendo con mucha seguridad en el plano. Es el comienzo de La casa de bambú (1955); esta vez, su director, Samuel Fuller abandona el lejano oeste por el aún más lejano oriente. Fuller había debutado con un western sobre el mítico Jesse James titulado Balas vengadoras (1949); también se había acercado al cine bélico, con Casco de acero (1951) y al de espionaje con El diablo de las aguas turbias (1954), e incluso al policiaco con Manos peligrosas (1953). Por algo se considera a este autor norteamericano como el que mejor se ha movido en los diferentes géneros.
El tren que aparece al comienzo de La casa de bambú sufre el robo de un cargamento de armas pertenecientes al ejército estadounidense, y colateralmente, dos asesinatos; éste es el punto de partida del thriller. Tres semanas después, un extraño personaje, siguiendo la estela de los arquetipos detectivescos, llega a la capital nipona. Se trata del ex convicto Eddie Spanier, personaje interpretado por un más que contenido Robert Stack. Spanier se infiltra en una banda mafiosa formada por norteamericanos y dirigida por Sandy Dawson (Robert Ryan), un antiguo militar neurótico y ambiguo. A partir de aquí se inicia una historia de suspense caracterizada por la traición y la rivalidad; un rasgo, éste último, muy «fulleriano».
Fotograma con el Monte Fuji de fondo. A la dcha., bajo la «casa de bambú», Robert Ryan y Robert Stack
La casa de bambú es la primera película rodada en Japón después de la II guerra mundial. Nos encontramos con cine negro y pinceladas de exotismo. Fuller filma espectaculares picados, contrapicados,»travellings» y amplias perspectivas de las calles de Tokio. Escenarios reales iluminados por el espectacular trabajo de fotografía en Tecnicolor de Joseph MacDonald (responsable también de la fotografía del film El Yang-Tse en llamas). Las localizaciones –los bulliciosos comercios y aceras de Tokio- resaltan por sus alegres colores; también se retrata su parque de atracciones, los alrededores del templo de Asakusa, y la sede de una compañía de Teatro Kabuki. La película contó incluso con la colaboración del departamento de policía metropolitana.
Fotogramas de derecha e izquierda: Eddie visita a una compañía de teatro Kabuki
Placer y dolor en dos fotogramas. En una tina de agua se pueden comer unos huevos al plato (izquierda) y también se puede morir (derecha)
Al finalizar la II guerra mundial, la bajeza moral en muchos lugares no disminuyó. La muestra –al menos en la ficción- es la banda de delincuentes norteamericanos, liderados por Dawson (Robert Ryan), que bien podrían ser ex combatientes del bando aliado que se han quedado en Tokio y se dedican a extorsionar a la manera «antigua» de los «gángster» de los años 30, es decir, ofreciendo «protección» a los comerciantes japoneses. Algo parecido, respecto a esa bajeza moral post bélica, sucedía en la Viena de El tercer hombre (Carol Reed, 1949). Allí, un sujeto como Harry Lime (Orson Welles) trafica con penicilina adulterada en el mercado negro. Dos películas que comparten temática, además de algunos planos como el del amplio y oscuro túnel.
Influencias: Izquierda, túnel en El tercer hombre. A la derecha, túnel perteneciente a La casa de bambú
Más influencias: A la izquierda, camino que lleva al cementerio en Viena, en El tercer hombre. A la derecha, camino que lleva al templo de Buda, en La casa de bambú.
Una de las secuencias más impresionantes de La casa de bambú es la que sucede en la parte superior de una atracción del parque de atracciones de Tokio. Allí, en lo alto, el gangster Dawson, como el monstruo de Frankestein entre las aspas del molino, es acorralado. La atracción de feria, por su parte, remite de nuevo a El tercer hombre y a la noria vienesa; también a la torre de la iglesia de El extraño (1946), película dirigida y protagonizada por Orson Welles que da vida a un antiguo militar nazi refugiado en EE.UU. El reloj de la torre tendrá un protagonismo similar al del engranaje del molino en el que se refugia el también denominado como «nuevo Prometeo» por Mary Shelley.
Arriba, fotogramas correspondientes a La Casa de Bambú y El tercer hombre. Abajo, los correspondientes a El extraño y El doctor Frankestein (1931, James Whale)
Después de La casa de bambú, Samuel Fuller realizó películas tan conocidas como: Yuma (1957), Forty Guns (1957), Invasión en Birmania (1962), Corredor sin retorno (1963) y Una luz en el hampa (1964). Su personal estilo ha influido en creadores posteriores como: Jean-Luc Godard, Martin Scorsese, Wim Wenders, Steven Spielberg, Leos Carax, Jim Jarmusch y Quentin Tarantino.
Después de códigos y polémicas varias, va siendo hora de hablar de buen cine, y qué mejor que una película del gran Samuel Fuller para hacerlo. En estas mismas páginas criticaba la película ‘La Calle sin Nombre’, una de las primeras películas que Richard Widmark protagonizaba, un buen thriller que narraba una historia firmada por Harry Kleiner. Pues bien, años después en 1955, Fuller realizó una nueva versión de dicha historia, o sea, realizó un remake. Y lo hizo como Dios manda, sin traicionar el espíritu del relato cambió los suficientes elementos como para parecer una nueva historia que eso es lo que debe ser todo remake.
Eddie Spainer llega a Tokyo en el momento en que dos asesinatos mantienen en vilo a la policía local. Uno de ellos es el de su amigo Webber, que supuestamente murió acribillado por los miembros de su banda, una organización criminal dirigida por Sandu Dawson. Caundo Eddie se entera del asesinato de su amigo decide infiltrarse en la banda ganándose la confianza de su jefe. Para ello cuenta con la ayuda de Mariko, la viuda de Webber, que se hará pasar por su amante. Pronto las cosas empezarán a complicarse para todos. (Parte de la sipnosis quitada de la edición en dvd hecha por Sherlock Home Video, y que por cierto, es excelente tanto de sonido como de imagen).
Como decía, este remake tiene varios cambios en la historia original. Para empezar, ha cambiado la acción de lugar. En vez de una ciudad americana, ha puesto Tokyo como el lugar donde ocurren los hechos, con los que todo adquiere unos tintes orientales realmente interesantes. Además, Fuller utiliza el cinemascope de forma gloriosa, alcanzando gracias a él y al uso del color, una dimensión grandilocuente y fascinante que se apartan totalmente de la primera versión. Los actores que aquí encarnan a los personajes que anteriormente hicieron Mark Stevens y Richard Widmark, son Robert Stack y Robert Ryan. Stack desde luego está muchísimo mejor que el sosainas de Stevens, dándole al personaje un aspecto en ocasiones amenazador, por lo que resulta muy creíble. Ryan hace algo totalmente disinto a Widmark, quién estaba magnífico en la otra película, pero está igual de bien componiendo un personaje sencillamente mítico. Su entrada en escena, o más bien su aparición, es una de las mejores secuencias del film, en una demostración de ejemplar narración cinematográfica, y un saber estar ante una cámara.
La nota femenina también es oriental y lo pone la actriz Shirley Yamaguchi, quien realiza un extraordinario trabajo como la supuesta amante del protagonista. Un enorme acierto el haber puesto a una actriz oriental en este papel. No podría ser de otra forma.
Porque de secuencias extrordinarias está llena esta película. Todos los escenarios naturales están filmados por Fuller de una forma prodigiosa, haciéndolos formar parte de la historia. La parte final en un parque de atracciones está llena de ritmo y es vertiginosa. Pero si hubiera que elegir una sola escena, sin lugar a dudas me quedaría con esa soberbia secuencia del asesinato de un personaje mientras éste se está bañando en una cuba, y el agua sale a chorros por los orificios de bala. Memorable.
Sin embargo el film dista un poco de ser perfecto, y todo es por culpa de su primeros veinte minutos más o menos. Robert Stack deambula por las calles de Tokyo haciéndose notar, pero dicha situación está demasiado alargada, e incluso llega a parecer que no está pasando nada. El film tarda en arrancar y eso se resiente en su resultado final.
No obstante, una película muy buena, en la que se ve lo mucho que Fuller amaba el Cine. No está entre sus magistrales obras pero les sigue muy de cerca.
Tomado de culturalmenteincorrecto
“House of Bamboo” (“La Casa de Bambú”, 1955), producida por 20th Century Fox, es la primera película norteamericana rodada en Japón después de la II Guerra Mundial. Transcurridos diez años desde su finalización, la sombra del conflicto bélico todavía está aquí presente, claramente perceptible tanto en la trama como en la propia ambientación del film, filmado en escenarios naturales de Tokio. Eddie Spanier (Robert Stack) llega a Tokio en el momento en que dos asesinatos mantienen en vilo a la policía local. Una de las víctimas es su amigo Webber, quien, al parecer, murió acribillado por sus propios compañeros. Webber era miembro de una organización criminal encabezada por Sandy Dawson (Robert Ryan). Con el fin de infiltrarse en la banda, Eddie intenta ganarse la confianza de Dawson. Para ello cuenta con la ayuda de Mariko (Shirley Yamaguchi), la viuda de Webber, que se hará pasar por su amante.
Twilight Time lanzó al mercado americano la edición limitada (sólo 3.000 copias) en formato blu-ray de “House of Bamboo”, film dirigido por Samuel Fuller, quien realiza su primer largometraje para la pantalla en color y un espectacular Cinemascope, está protagonizada por Robert Stack y Robert Ryan, Shirley Yamaguchi, Brad Dexter, Biff Elliot, Sessue Hayakawa, Cameron Mitchell y Sandro Giglio. La película muestra la vida japonesa, llena de colorido, alegría y amabilidad: es una sociedad nueva, joven y trabajadora, que ha superado el trauma de la guerra. Fue uno de los primeros films de Hollywood en los que se presenta un romance interracial de éxito, en este caso entre un americano y una japonesa, Mariko Webber (Shirley Nagoya Yamaguchi). También se toca con sutileza el tema de la homosexualidad de Sandy, el jefe de la banda de atracadores instalada en Tokio.
La obra es, sobre todo, una película que mezcla el cine negro y el de acción y que enfrenta, muy al estilo Fuller, dos personajes (Eddie y Sandy) en un largo duelo de fuerza y poder, que llena el film de tensión y emoción. La historia original ya había conocido una versión cinematográfica anterior, “The Street Of No Name” (1948), producida por el mismo estudio, dirigida por William Keighley y escrita por Harry Kleiner, quien firma asimismo esta remake de 1955.
Fuller utiliza el Cinemascope de forma gloriosa, alcanzando gracias a él y al uso del color, una dimensión grandilocuente y fascinante. Además, utiliza métodos hitchcockianos de servirse de los escenarios para acrecentar la carga dramática y la belleza de las secuencias clave, como la persecución y el tiroteo entre la policía y el delincuente que tiene lugar en el parque de atracciones de Japón, repleto de público, mayoritariamente infantil. Combina también a la perfección los travellings y los movimientos de cámara con los planos fijos, según lo exige la situación. Los antagonismos, rivalidades y enfrentamientos de personajes de Fuller han influído notablemente en directores como Martin Scorsese, Leos Carax, Jim Jarmusch, Tarantino, Godard y Wenders. La escena en la que Sandy sorprende a Griff bañándose en una bañera japonesa y le da muerte a tiros que perforan las paredes del recipiente con orificios de los que salen chorros de agua, es la más emblemática de la obra. Se evoca (o plagia!) en «Minority Report» (2002), de Steven Spielberg.
“House Of Bamboo” es un film atípico en la filmografía de Samuel Fuller, que ha desconcertado a los críticos e historiadores de cine, bastantes de los cuales lo han infravalorado. Encasillado con la etiqueta de director “independiente”, en este caso dirige a estrellas y trabaja con un holgado presupuesto. Pero más que “independiente”, Samuel Fuller era un cineasta artesanal, que se sentía incómodo trabajando en el marco de los grandes estudios y ajustado a las reglas de oro de Hollywood, no tanto por una cuestión de principios o motivos ideológicos o narcisistas sino estrictamente profesionales (deseaba controlar al máximo su trabajo) y de comportamiento (era un hombre de carácter independiente).
Sin embargo se trata de un excelente trabajo del director nacido en Massachusetts. Confirma además que un director como Fuller también podía ser sensible y filmar romanticismo. Y es esta mezcla entre lo exótico, la dureza de los personajes que delinquen, el amor interracial y los escenarios elegidos lo que convierte a “House Of Bamboo” en un film que merece ser visto, especialmente en esta nueva edición en formato blu-ray de alta definición. Una película de acción, crímenes y romance en la línea del cine negro americano, con excelente narración visual y algunas escenas emblemáticas.
Si hubiera que definir el excepcional cine del director Samuel Fuller con una sola palabra, yo lo tendría muy claro: vigor. Este tipo mal encarado, con su sempiterno puro colgando de los labios te agarraba de las solapas y te decía con su voz ronca que tenía una historia que contar y no podías zafarte de él hasta que terminara todo lo que creía conveniente decir. Siempre moviéndose en una pertinaz independencia, Fuller se las tuvo que ver con presupuestos irrisorios, películas inacabadas, terriblemente mal hechas pero terroríficamente bien contadas. En tan sólo un par de ocasiones dispuso de los medios necesarios y en una de ellas se decidió a contar la historia del desmantelamiento de una banda de gángsters por parte de un infiltrado que se gana la confianza del jefe y luego no duda en prender la espita que explote todo el entramado de ladrones que unos americanos mal encarados han tejido en Japón.
Pero Fuller, ese hombre que bajo la apariencia de historias mil veces contadas te quería decir algo más, sabe deslizar con maestría la existencia de un triángulo homosexual entre los protagonistas, Robert Ryan (¡qué gran actor y qué poco valorado!), Robert Stack y Cameron Mitchell y cómo la cuestión de confianza se va reduciendo al mínimo porque, en realidad, es una mera cuestión de celos. El relato de Fuller no da lugar al respiro, no hay tiempo para pensar. Enseguida nos damos cuenta de que el hombre de la gabardina marrón no está allí para ganar dinero, sino para ganar toda la partida, de que el mundo gira con las estrellas alrededor mientras las balas silban buscando al propietario de la carne en la que tienen que hincarse, de que las casas de bambú son frágiles por muy cerradas que estén sus puertas, de que el amor puede ser una tabla de salvación cuando el cerco se estrecha aunque no seas quien dices ser y sólo te quieres aprovechar de la situación de un hombre que apenas balbuceó unas palabras antes de morir, de que la muerte es aún más dolorosa cuando viene dada por la mano de un amigo…
Fuller, jugando con la mente inconsciente de quien asiste a la historia, reviste de technicolor lo que es una historia negra de cabo a rabo, huye del expresionismo propio del género y lo visita con una luminosidad sorprendente, como si no hubiera nada que pudiera esconderse bajo el sol cuando de verdad se quiere descubrir quién aprieta los gatillos y quién planea los atracos. No en vano, Fuller consiguió, con esta película, realizar el primer rodaje íntegro de una película norteamericana en Japón después de la Segunda Guerra Mundial y captó, desde el primer momento, el colorido de un país que había sido derrotado pero que no perdió ni un solo matiz de una alegría visual que podía trasladarse al retorcido argumento de un film noir sin extraviar ni un ápice de todo su sentido.
El agua se calienta, no mucho. La copa en la que se va a beber el sake se introduce en el recipiente del agua. Una vez que la copa haya absorbido parte del calor, se vierte el sake y se bebe despacio. Así es cómo hay que degustar una película de intenso color negro con el monte Fujiyama esperando en la quietud, allí mismo, en el fondo de la pantalla recortada…mientras, probaremos el profundo sabor de la traición…mitad amargo, mitad delicioso…Es Fuller, que tenía mucha mayor pegada que varias copas de sake tomadas sin pausa.
100 AÑOS DE SAMUEL FULLER. LA CASA DE BAMBU
A Fuller no es difícil aficionarse, sobre todo después de haber visto obras de tan distinto pelaje y tan personal factura como Perro blanco, Yuma o La muerte del pichón, entre muchas otras, pero ignoraba que La casa de bambú le disputa la supremacía en mi estimación a todas ellas. Se trata de la primera película en color, ¡y qué color!, que rodó Fuller, y, gracias también al arte sutil y perfecto de Joseph MacDonald -hay escenas de interior en las que la iluminación es un prodigio-, puede decirse que el heterodoxo artista norteamericano se empeñó en dejar una lección para la posteridad del uso del cromatismo. Que la película fuera la primera película hollywoodiense que se rodaba en Tokio después de la guerra añade un interés suplementario a lo que, en términos artísticos puede considerarse un remake de una película tan destacada de la historia del cine negro norteamericano como es La calle sin nombre, de William Keighley. Ahora bien, la traslación de la acción al Tokio contemporáneo, con el añadido exótico del inevitable choque de culturas, en forma de romance entre el protagonista que se infiltra en una banda de gánster y la viuda de uno de ellos, asesinado por la propia banda, redimensiona de tal manera el remake que bien podemos hablar de una obra que solo toma prestado el argumento de la otra. ¿Dónde está la diferencia? Básicamente en la manera como Fuller la rodó, con una elegancia estilística que le llevó a concebir cada plano minuciosamente, con una suerte de querencia por la profundidad de campo, el uso del picado y del contrapicado, además del zoom, que dota a la película de un estilo no diré que ajeno al resto de su cine, pero sí tan acentuado que propiamente se convierte en una obra personalísima. La presencia del Fujiyama se convierte en una constante de la película, desde ese plano contundente del cadáver del militar norteamericano asesinado al inicio de la película y motor, lógicamente, de la búsqueda de sus autores por parte de la inteligencia militar.
Es perceptible, en la pequeña cabaña del jardín, donde se sirve el té, la presencia del gran monte al fondo, casi como punto de fuga del encuadre, algo que se repite en otros planos. La historia juega al despiste al dosificar la información que se le suministra al espectador, sobre todo cuando uno de los protagonistas, Robert Stack, entra en escena como un exsoldado camorrista y pendenciero que quiere abrirse camino como mafioso en el Japón vencido. Inmediatamente choca con una banda que controla el territorio en el que quiere implantarse y cuyo jefe no es otro que un elegantísimo, y hasta dulce en sus maneras y modo de hablar, Robert Ryan. Desde ese momento, asistimos a un duelo interpretativo de muy alto nivel. Admitido en la banda, el recién llegado levanta sospechas tras una ausencia de difícil justificación, lo que le lleva a improvisar una relación con la viuda de un miembro de la banda que ha sido asesinado, al parecer, por la propia banda. Esa relación, que adopta la forma cliente-geisha, acabará imbricándose con la trama del infiltrado y creando no pocos momentos de tensión que desembocarán en un final, en un parque de atracciones, eco cercano de El tercer hombre y con una planificación que recuerda mucho el mejor cine de Hitchcock, con algunos planos tan soberbios como el del gánster subido a la rueda panorámica desde la que se divisa la ciudad y donde tiene lugar el desenlace.Aunque sea un thriller, La casa de bambú es una película visualmente tan extraordinaria que da exactamente igual conocer la trama al detalle, porque no son ciertamente pocos los planos memorables que nos deja en la memoria cinéfila, como los del interior de la casa del agente infiltrado cuando la mujer decide arriesgarse y adoptar el papel de su querida, unos planos en los que el claroscuro clásico del cine negro es sustituido por unos colores mate extraordinarios, con una textura casi pictórica, algo que ocurre, igualmente, en las escenas a plena luz del día, en que tan poderosamente se destaca la armonía de colores en cualquier plano. El choque de culturas y la progresiva occidentalización de Japón se resume maravillosamente en la escena de la fiesta que da el jefe para celebrar el éxito de un golpe en el que, contrariando su ley: rematar a cualquier miembro que sea herido, porque todos acaban hablando si son capturados, le ha salvado la vida al militar infiltrado, lo que algunos críticos interpretan como una delicada insinuación de la homosexualidad latente del personaje; en esa fiesta, un grupo de geishas interpretan danzas tradicionales con la típica música japonesa, pero, de repente, comienza a sonar música de jazz y las mujeres se van despojando de los kimonos mientras bailan al ritmo frenético de la orquesta para quedarse con la ropa occidental que llevaban debajo de ellos. Respecto de la homosexualidad del personaje, podríamos decir que hay una escena que parece abonar la idea de esos críticos: cuando le llega el chivatazo de que la querida del nuevo miembro se ve con otros hombres -en realidad se trata de una cita para pasar información a los jefes del militar infiltrado sobre el inminente golpe de la banda-, la agresiva reacción del jefe de la banda, violencia por medio, contra la mujer para que “respete” a su “protegido” es prueba notoria que avala esa interpretación. Samuel Fuller hace de Tokio otro protagonista fundamental de la trama, una ciudad tradicional, sin rascacielos ninguno y en la que los modos de vida seculares aún no han sido sustituidos. De hecho, esa tensión entre tradición y modernidad alimenta la relación afectiva, llena de un erotismo encubierto, entre la viuda y el nuevo miembro de la banda. La acción progresa milimétricamente, gracias al uso del malentendido y a la ceguera transitoria que, por su inclinación hacia el nuevo miembro de la banda, sufre el jefe, un Robert Ryan visualmente impactante, por sus gestos, su entonación y su elegancia. Prácticamente todas las escenas de la banda constituyen, por la situación y los movimientos de los integrantes del plano o del plano secuencia, una auténtica composición pictórica y, en la escena del atraco a la empresa, por ejemplo, una potente coreografía. Podría extenderme más, pero resulta difícil comunicar el entusiasmo por una película con el uso del lenguaje, por eso hoy he optado por añadir a esta crítica algunos fotogramas de la película que, como en el caso del Fellini Satyricon, son bastante más elocuentes que yo, como es el caso del asesinato en la bañera del lugarteniente de la banda que expresa sus celos por el ascendente que está cobrando, en la estimación del jefe, el recién llegado.Samuel Fuller apareció en un breve cameo en la película de Godard, Pierrot le fou, para dejar expuesta sucintamente su teoría del cine, de cómo se hace una película, cuáles son los requisitos imprescindibles: Una película es como un campo de batalla. Hay amor, odio, acción. En una palabra, EMOCIÓN. Eso es lo que encontrará el espectador en La casa de bambú.