Título en castellano | La casa en la sombra |
Titulo original | On dangerous ground |
Año de filmación | 1951 |
Duración | 82 minutos |
Pais | Estados Unidos |
Director | Nicholas Ray |
Guion | A.I. Bezzerides (Novela: Gerald Butler) |
Música | Bernard Herrmann |
Dirección de fotografia | George E. Diskant (B&N) |
Reparto | |
Productora | RKO Radio Pictures |
Sinopsis | Jim Wilson es un policía violento, amargado por la contemplación diaria del mundo del crimen. Su carácter hosco y sus métodos expeditivos para capturar sospechosos le crean constantes conflictos con colegas y superiores. Finalmente, para alejarlo de la ciudad durante un tiempo, le encomiendan un caso de asesinato en una lejana región montañosa. Una vez allí, su personalidad dará un giro imprevisto, debido, por una parte, a su relación con el padre de la víctima, un hombre sediento de venganza, y, por otra, con Mary Malden, la hermana del asesino, una joven sensible, capaz de comprender el temperamento y la soledad de Wilson. |
Premios | |
Subgénero/Temática | Crimen, Venganza |
Continuando con mi miniciclo Robert Ryan he visto esta peli de Nicholas Ray, director que poco a poco se va consolidando entre mis favoritos. «La casa en la sombra» es la confirmación definitiva de que Ray es un romántico como la copa de un pino… tanto por el argumento y desarrollo de personajes, como por la estructura narrativa del guión.
Como siempre en Ray la historia no deja de ser una excusa para conocer a sus personaje en un punto límite, en este caso el amor puede nacer en la situación más desesperada y entre los personajes más diferentes… que haya historia de amor es muy típico en el cine, pero Ray las construye con tanto dramatismo, con unos personajes tan disfuncionales y necesitados de amor y comprensión,… que la historia de amor tiene algo fresco, un aroma que desprende lo único y lo diferente,… ya que el amor no es una excusa comercial, es algo más, es la única salida para unas personas desesperadas… en Ray siempre es así, y me encanta.
Si habéis llegado hasta aquí, solo me falta destacaros las interpretaciones, todas de gran nivel, la fotografía, muy buena, y sobretodo la música, de Bernard Herrmann, músico que empezó con Welles y que acabó músicando todas esas obras inmortales de Hitchcock… la música destaca por su modernidad, que a ratos no tiene nada que envidiar a las bandas sonoras actuales.
Después de ver La casa en la sombra (por cierto, creo más apropiado y representativo el título original) me surgió la duda de si acababa de presenciar una película de cine negro ó un melodrama. Y busqué alguna definición medianamente válida. Y encontré esta, a ver que les parece:
“Cine negro fue aquel que reinó en Hollywood en los años cuarenta y la primera mitad de los cincuenta con argumentos y personajes de índole criminal. Detectives privados y policías de moral dudosa, vampiresas tan atractivas como letales, poderosos magnates de vicios ocultos, delincuentes profesionales y ciudadanos corrientes súbitamente situados al margen de la ley por un mal paso..”
Por ello no hay ninguna duda respecto a la inclusión de este film en este género no obstante su carga psicológica importante y su final auténticamente propio del melodrama más romántico.
Digo todo esto porque me parece absolutamente positivo que el cine negro expanda sus propias fronteras, que los policías tengan moral y conflictos interiores, que existan personajes ejemplarizantes e incluso que el cine negro haga un cierto turismo rural, más allá del cemento de las grandes urbes.
On dangerous ground es una película de claros y oscuros, de contrastes (campo y ciudad, violencia y sensibilidad) al servicio de ideas ejemplarizantes como que la violencia no conduce a ninguna parte y solo engendra violencia ó que para recibir primero hay que dar. Ideas que Nicholas Ray desarrolla con maestría con ayuda de una fotografía de auténtico lujo (recordemos los espacios nevados y las persecuciones sobre la nieve) y por encima de todo, absolutamente ajustada a la enseñanza que Ray quiere transmitir, con un trabajo musical excelente de quien fue compañero musical cinematográficamente hablando de Orson Welles y posteriormente lo sería de Hitchcock y con un actorazo de esos que marcaron época como Robert Ryan, de alguna manera especializado en papeles con carga sicológica (recordemos sino su trabajo en Colorado Jim), Y además sería injusto no mencionar a Ida Lupino y dentro de los llamados actores de reparto, a un Ward Bond que siempre distingue con su buen hacer las películas en que actúa.
En definitiva, una película absolutamente representativa de la mayoría de edad de un género magistral como es el cine negro.
Un policía ( Ryan ) sale junto a sus compañeros una noche más a perseguir a ladrones, asesinos, mentirosos… Este trabajo ha endurecido y aviolentado su alma, le ha aislado del mundo, ha envilecido su espíritu. La violencia y la delincuencia han destrozado su corazón.
Nicholas Ray nos muestra esta parte de la historia mediante escenas oscuras, secas, con carácter realista.
Debido a su insoportable brutalidad es mandado a una zona rural durante un tiempo con el fin de apartarle de su rutina habitual y que investigue cierto asesinato que se ha producido recientemente. El nevado pueblo al que llega será el punto de partida de su misión: hallar al asesino de una joven.
Para este tramo de la historia, en el que Ryan recobrará su humanidad al redescubrir el calor humano y la sensibilidad, Ray despliega su maravillosa y excitante capacidad narrativa: escenas fantasmagóricas, con un alto poder sugestivo ( persecución en coche por la nieve ) o escenas delicadamente poéticas, soberbias.
Las escenas en la casa, especialmente las románticas entr Ryan y Lupino, poseen una delicadísima factura, una excepcional sensibilidad, una calidad ciertamente abrumadora.
Película que empieza deliberadamente fría, seca, dura, y que progresa de manera sorprendente y luminosa, La casa en la sombra es por innumerables motivos ( además de la capacidad lírica expuesta antes, las actuaciones de los protagonistas son magníficas, emocionantes, la fotografía es excelente y la banda sonora de Hermann es inmersiva y sensible ( evitar la pista en castellano ) ) una de las mejores películas de la historia, un ejemplo de como el ritmo y el tono de un filme puede acompañar de manera perfectamente sincronizada a la evolución dramática de los personajes en la historia.
Gran obra maestra de Nicholas Ray, de visión obligada para los paladares más refinados y delicados.
Jim Wilson (Robert Ryan) es un violento y amargado policía urbano al que sus superiores envían a una lejana región montañosa para esclarecer un crimen. Allí conocerá a Walter Brent (Ward Bond), el vengativo padre de la niña asesinada, y a Mary Malden (Ida Lupino), una chica ciega que vive en una apartada casona.
Fascinante ejercicio de cine negro con ribetes de melodrama que, a pesar de ser relativamente desconocido, supone uno de los trabajos más logrados del camaleónico Nicholas Ray. Robert Ryan encarna de manera soberbia a un hastiado y solitario agente de policía psicológicamente destrozado a consecuencia del trato diario que mantiene con los estratos más turbios y problemáticos de la sociedad. Su exitoso pasado como jugador de fútbol americano, quizá truncado por alguna lesión, ha dejado paso a un taciturno e impulsivo presente en el que, a falta de sentimientos, la violencia aparece como única vía de escape para quien ha decidido expatriarse del género humano. El inicio de la película resulta muy ilustrativo respecto a esto último: mientras los compañeros de Jim se despiden con afecto de sus familias antes de iniciar la ronda nocturna, éste, solo en su apartamento, apura una taza de café al mismo tiempo que ojea las fotos de unos tipos fichados por la policía. Está completamente absorto en su profesión. No hay nada más aparte de eso.
El filme se divide en dos partes bien diferenciadas: la que transcurre en la ciudad y la que tiene lugar en el nevado paraje montañoso. En la primera de ellas se plasman de un modo muy estilizado las constantes visuales y los lugares comunes del género (la iluminación expresionista, el marco urbano, los ambientes noctívagos, el asfalto mojado, los apartamentos baratos, las fulanas, los locales de copas…). La paliza que Wilson da a un supuesto malhechor para obtener información, sirve como punto de inflexión que conduce a la segunda parte de la cinta, en donde el protagonista se desplaza hacia una apartada región con el objetivo de investigar el asesinato de una menor. Esta dualidad contextual, casi enfrentada, no es arbitraria, sino que va ligada a la progresiva evolución psicológica del personaje principal, que experimentará un notable cambio de comportamiento al entrar en contacto con las gentes del lugar, en especial con la chica ciega (gran interpretación de Ida Lupino), cuya extrema sensibilidad hará que Jim recupere la esperanza que creía perdida y comience a abandonar el sendero de sombras del que su vida parecía cautiva.
La envolvente y arrebatadora partitura de Bernard Herrmann, que anticipa algunas de las notas que años después encontraríamos en el Vértigo de Hitchcock, insufla al conjunto un delicioso y turbador halo de misterio que se ve sublimado por la extraordinaria fotografía en blanco y negro de George E. Diskant.
En definitiva, On Dangerous Ground es un clásico injustamente olvidado que los cinéfilos más exquisitos sabrán recuperar y degustar.
Si alguna vez Ray estuvo cerca de conseguir una obra maestra, lo fue con On Dangerous Ground, para mí el título más bello, maravilloso e impres-cindible de toda su filmografía, un thrillerorquestado por medio de una serie de variaciones duales, cuya parte inicial transcurre en la ciudad y de noche y que a mitad de película pasa a espacios rurales diurnos y además nevados, siguiendo el itinerario del protagonista, un itinerario asimismo doble, físico y espiritual. Lo que cuenta La casa en las sombras no puede ser más sencillo: un policía de ciudad, Jim Wilson, tras 11 años de servicio, ha acabado por verse contagiado por la violencia que observa noche tras noche, convirtiéndose en poco menos que una máquina de golpear criminales; sus superiores lo quitan de en medio un par de días enviándolo a ayudar en la resolución de un caso criminal en el norte del estado, y allí es donde tendrá lugar su catarsis, confrontado a su doble moral (el padre de la niña a la que acaban de matar, que se une a la persecución del criminal con la única intención de vengarse sin piedad) y a su ángel redentor (la hermana de ese criminal, una muchacha ciega que vivía con él en medio del campo).
Sencillo, incluso tan sencillo que podría parecer parvulario, pues el juego de contrastes por medio del cual se desarrolla la dramaturgia del film casi es de manual. Un hombre violento que se encuentra ante alguien cuya propia y brutal violencia le provoca una profunda repulsión. Un solitario que descubre el amor. Una ciega que puede ver mucho mejor que ese policía que mira a todas partes sin comprender las raíces de lo que ve. La asfixia existencial de la gran ciudad (y de noche) versus la pureza de la naturaleza casi virgen (y de una blancura inmaculada en esas imágenes nevadas a plena luz del día).
Sin embargo, la grandeza emocional de La casa en las sombras estriba en la forma en que Ray consigue hacer absolutamente necesaria esa sencillez dramática, convirtiendo su historia en un bellísimo poema, casi un cuento de hadas, en el que los tópicos pasan a ser arquetipos, símbolos universales, como en las mejores historias que ha dado el genio humano. Un cuento de hadas en el que es imprescindible una partitura lacerante, que parece empeñada en remarcar la angustia que envuelve a su protagonista: un trabajo absolutamente inolvidable del gran Bernard Herrmann, ese compositor que entendió su trabajo no como una forma de acompañar las imágenes sino de explicar su esencia mediante sonidos. Un músico no melódico (en el sentido que lo es, por ejemplo, el gran Victor Young) sino atmosférico (lo cual no quiere decir que su música no pueda ser bella).
Nicholas Ray no puede empezar mejor la descripción de una soledad. De noche, unos policías inician su servicio. El primero que recoge la película muestra cómo su esposa le ayuda a atarse la funda de la pistola en el costado. El segundo deja de ver la televisión con sus niños y se despide de su esposa, que también le entrega el arma que guarda en el cajón (no hay mecanicismo: aunque en ambas escenas una mujer ayuda a armarse al marido, las circunstancias que rodean el acto son diferentes). El tercero está comiendo una magra cena con la pistola ya enfundada al costado: es un hombre que vive solo, sin mujer ni hijos.
Los rasgos angulosos, la elevada estatura y la mirada huraña del gran Robert Ryan — uno de los actores más fascinantes que dio el Hollywood dorado— se bastan, de entrada, para componer un carácter. Desde su primera aparición, Ryan consigue una interpretación extraordinaria: un hombre que cree bastarse a sí mismo pero que está perdido, vacío, poseído por una asfixiante angustia existencial que sólo encuentra en él una respuesta: la violencia. Hay pocos instantes más terribles en la exposición de la violencia cinematográfica que ese plano en que se dirige al hampón de poca monta del que quiere sacar una información con la rabia aumentando segundo a segundo, y sin embargo la mirada dolorida, como pidiendo explicaciones de por qué siempre le obligan a sacar lo peor de él.
Ese policía amargado vuelve luego solo a casa, sin más consuelo que la admiración de un chaval de su barrio que recuerda que, antes de ser policía, fue una estrella del deporte —arriba, en la casa, él contempla sus antiguos triunfos con una mueca de desdén: ese hombre ya no puede ser él—, y al llegar a casa se lava las manos con compulsión, como si la suciedad de la noche y de los criminales fuera algo que se cuela bajo la piel y que no hay jabón que pueda borrar. Jim Wilson, por tanto, es un solitario, es un hombre violento, es un policía que odia ser policía. Cuando le dice a su superior que a nadie le gustan los policías, esté del lado de la ley del que esté, en el fondo está hablando también por sí mismo.
Durante esta primera parte urbana, Nicholas Ray ya utiliza el recurso del plano subjetivo desde detrás de la ventana del coche, mostrando el itinerario que recorre el protagonista. Cuando Wilson marcha al norte, Ray narra el trayecto del mismo modo: las calles de la ciudad se convierten en una carretera de segundo orden, que a cada nuevo cambio de plano se va poblando cada vez más de nieve, creando un efecto de inusitada belleza que prepara para toda la parte que tendrá lugar a continuación.
Nada más llegar Wilson a la pequeña población donde ya transcurrirá el resto del film, comienza la cacería: prácticamente no tiene más tiempo que el de conocer al hombre a cuya hija han asesinado, Brent (Ward Bond, cuya expresión de rabia salvaje es igualmente impresionante, indicando de una vez por todas que fue algo más que un rostro familiar del cine de John Ford). Pues, con ese espíritu tan propio de la serie B a la que, en rigor, pertenece la película, los acontecimientos marchan al galope. Ahora bien, lo que libra a la historia de la inverosimilitud a que podía haber conducido tanta precipitación es, como señalaba líneas arriba, ese tono onírico que baña el film, en especial tan pronto se sumergen en los dominios de la nieve.
La posse que inicia la cacería del hombre va quedando muy atrás, y sólo Wilson y Brent siguen manteniendo la persecución. Las piernas que se hunden casi hasta la rodilla en la nieve ralentizan la cabalgata, creando un efecto de irrealidad harto sugestivo. Las huellas del hombre al que siguen —en realidad, un muchacho desequilibrado— componen un mapa en la nieve que, del mismo modo, parece sugerir una apertura a otra dimensión. Al final de ese mapa, los dos hombres llegan al refugio (en el doble sentido, literal y simbólico) de la casa que da título a la versión española: la casa de la ciega Mary Malden.
Ida Lupino fue una actriz de extraordinaria personalidad. Atractiva pero no bella en el sentido glamouroso que Hollywood exigía para ser una estrella femenina, dueña de unos ojos que sabían mirar (y no sólo en esta película) y de una voz rasgada de prodigiosa sensualidad, también fue una mujer de cine con grandes inquietudes, que la llevó al hecho insólito de ser una de las pocas mujeres directoras que dio el cine de su época: entre 1949 y 1952 rodó cinco películas, todas ellas de serie B, y después encontró trabajo con regularidad en televisión hasta 1968. La combinación entre Ryan y Lupino resulta inolvidable: la fiereza contenida del uno versus la frágil determinación de la otra, la aspereza frente a la pureza. Una combinación expresada a través de diálogos para el recuerdo (On Dangerous Ground es una película que contiene muchas frases memorables), de los cuales uno queda grabado en la mente del policía: «Antes o después, los solitarios intentan entender la soledad».
A Wilson le impresiona la necesidad de belleza que hay en esa mujer, y que su hermano, el pobre desequilibrado, es quien entiende mejor, pues le ha llenado la casa de objetos bonitos al tacto, como ese tronco tallado que se yergue en el mismo salón de la casa, o la planta que cuelga de su umbral para que ella pueda identificarlo enseguida. Ella agradece que él sepa cómo tratar a un ciego, pues no intenta hacerse servicial a cualquier costa. ¿Qué ha aprendido como policía?, le pregunta ella. A no fiarse de nadie, replica él. «Un ciego, en cambio, debe fiarse de todo el mundo», es su respuesta. Esa conversación nocturna, frente al fuego cuyas llamas se reflejan de modo mágico en la estancia, en los rostros de esos dos seres que, cada uno a su manera, necesitan de modo desesperado al otro, podría pasar perfectamente como lo mejor que Nicholas Ray filmó en toda su vida, y al mismo tiempo es uno de los momentos más bellos del Hollywood clásico.
[Quien no conozca el final de esta maravillosa película debe dejar de leer aquí]
Todo en La casa en las sombras parece revestirse de un mágico significado: cada gesto, cada palabra, cada escenario. La peña rocosa donde Wilson y Brent siguen, implacables, al muchacho, parece extraída de una película de Anthony Mann, o de Budd Boetticher, no en vano esa parte rural de la película tiene el aroma de un western. Cuando Brent descubre que aquél a quien perseguía con saña no es sino un muchacho de aspecto desvalido, su rabia se apaga en una bruma de compasión: qué inolvidable el cuidado, casi tierno, con que ese hombretón levanta al chico, inerte, de entre la nieve donde ha caído.
Sabemos que On Dangerous Ground —como casi todos los thrillers producidos en el seno de la RKO durante los años al tiempo mágicos e inciertos en que estuvo bajo la égida de Howard Hughes— sufrió diversos contratiempos hasta llegar a las salas de cine. Que su productor, una vez más John Houseman, no pudo concluir la película; que los rectores del estudio redujeron en al menos diez minutos el metraje e impusieron un final no previsto, rompiendo la estructura triangular prevista en el guión —Wilson volvía a la ciudad, condenado a la soledad, donde todavía la acción seguía)—, para provocar el reencuentro entre los dos personajes. Sin embargo, no me parece un mal final, sino el único posible. En el plano de los símbolos, de los cuentos de hadas, de las atmósferas oníricas donde todo tiene un sentido arquetípico, Jim Wilson y Mary Meldon no pueden sino estar destinados el uno al otro. Quien no se sienta embargado por la emoción en el momento en que, por fin, ambos se arrojan en los brazos del otro, es que no tiene corazón, o al menos no lo tiene para esos poemas románticos que Nicholas Ray gustó tantas veces de abordar.
Un hombre solitario y violento ha olvidado ya cuál es el límite de la ley. Su obsesión por atrapar a los criminales es una taza vacía que se empeña en llenar porque no hay más que un simple pasar de horas alrededor de su vida. Su retrato es el de un tipo entregado en cuerpo y alma al trabajo y su placa de policía es sólo un escudo en el que parapeta su amargura convertida en golpe. Una investigación le lleva hasta un lugar solitario, muy cerca del cielo y allí, donde la nieve inunda de blanco el gris de su mirada, una ciega le abre los ojos y le hace ver que él, a pesar de las arrugas de la crispación también tiene su lado humano.
Al otro lado de su mirada, la invidente, la testigo involuntaria que se mueve con una impresionante coherencia y verosimilitud por los rincones de una casa en sombras, donde una rama de acebo es la señal de por dónde pasa, donde los ojos no son necesarios porque la penumbra es la comodidad. Y ella ve mientras el policía es incapaz de ver. Ella siente mientras el policía es incapaz de sentir. Ella vive mientras el policía es incapaz de vivir. En el abrupto paisaje, un fugitivo corre por no ser alcanzado. En la arisca cuesta arriba de las montañas, un policía corre para intentar encontrar algo que le haga salir adelante. En la penumbra de la refulgente nieve, una mujer es la razón, la dulce razón, la única razón.
Nicholas Ray, ese director tan incomprendido como genial, realizó aquí una magnífica película que, aunque no deja de encuadrarse dentro de la más pura serie B, es una flagrante prueba de un talento que hizo girar lo que empieza como una muestra de cine negro hacia el drama personal de un hombre que hace mucho que perdió su rumbo porque el ruido de los disparos desorientó su caminar. Así, Ray consigue unas escenas intimistas conmovedoras, de una precisión sentimental que llega a ser una sensación en nuestros ojos, que sí ven, que sí comprenden el tortuoso sendero por el que discurre la vida de hombre de ley que, poco a poco, se va convirtiendo en un patán de la delincuencia.
No cabe duda de que gran parte del mérito de esta película reside en la protagonista, Ida Lupino, que compone de manera impecable el personaje de la chica ciega pero que también parece ser que tomó las riendas de la dirección al caer Nick Ray enfermo durante el rodaje. Ella no era ninguna novata como realizadora y tenía una idea bastante exacta de lo que quería el director así que, mirando por el objetivo de la cámara, cegó a su personaje con el iris de la dulzura escondida, de esa ternura que huye por miedo a la misma compasión pero que está ahí, en esos ojos que no miran, que no ven, pero que saben hablar. Es el momento de sumergirnos en esa casa en sombras que es un agujero de oscuridad acogedora en medio de la blanca nieve del odio.