Mujer del cuadro, La

Título en castellano La mujer del cuadro
Titulo original The woman on the window
Año de filmación 1944
Duración 99 minutos
Pais Estados Unidos
Director Fritz Lang
Guion Nunnally Johnson (novela de J.H.Wallis)
Música Arthur Lange
Dirección de fotografia Milton Krasner (B&N)
Reparto
Productora International Pictures
Sinopsis El profesor Wanley y sus amigos comienzan a obsesionarse con el retrato de una bella muchacha, que está expuesto en el escaparate contiguo al club en que se reúnen. Wanley conoce por casualidad a la mujer del retrato y acepta ir a su apartamento. Pero allí ocurrirá algo inesperado
Premios  
Subgénero/Temática
Crimen, Pintura, Mujer fatal

 

tomado de filmaffinity

  • Uno de los últimos clásicos de la etapa dorada del cine negro americano, un género que dio sus mejores películas en los años 30 y hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
    FILMAFFINITY 
  • «Uno de los mejor policiacos de Fritz Lang (…) sobresaliente guión (…) con el apoyo de un inconmensurable Edward G. Robinson consigue una joya del séptimo arte»
    Fernando Morales: Diario El País 
  • «Es una situación tan pura en su tejido de deseo, tentación, transgresión y culpa, y Lang enfatiza su cualidad elemental con una puesta en escena austera.» 
    Ben Sachs: Chicago Reader 
  • «Los elementos familiares, listos para ser interpretados, de Lang —espejos, relojes y escaparates— encajan bien con el psicoanálisis de andar por casa.» 
    Slant 
  • «Nunnally Johnson aviva un melodrama criminal sólido y decididamente misterioso (…) Incluyendo un buen ritmo en la dirección de Fritz Lang y unas excelentes interpretaciones» 
    Variety 
  • «Un melodrama de misterio maravilloso (…) Dirigida de forma sobresaliente por Fritz Lang, y no podríamos imaginar un reparto mejor que el que presenta esta película.» 
    The New York Times 
  • «Con Robinson en plena forma (…) Con Bennett y Duryea sobresalientes (…) No es sólo una deslumbrante obra de suspense, sino también una demostración rigurosa de la creencia de Lang en la inevitabilidad del destino» 
    Geoff Andrew: Time Out 
     

El guión es una maravilla impredecible, de una inteligencia poco común y con un sentido del humor irresistible. Parte de tres ideas básicas realmente interesante (aunque destripo conceptos muy genéricos, es recomendable que no las leas si no has visto la película): por un lado, hacer que el asesino sea un reputado profesor experto en este tipo de crímenes; por otro, hacer que él mismo se vea inmiscuido en el proceso de investigación policial sin resultar sospechoso a pesar de estar metiendo la pata continuamente; y por último, la atracción fatal irreprimible tan del gusto de Lang y tan presente en este género. Y no se para ahí: también hay chantaje. 
Robinson, Bennett, Massey y Breon están perfectos.

Contras: podría haberse mejorado la música en un par de tramos; aunque Duryea no lo hace mal del todo, no me parece el actor perfecto para ese papel. Por decir algo que justifique el no haberle dado un 10.
Pero no estoy para nada de acuerdo con la crítica de un usuario anterior al que el guión le parece poco trabajado y que considera infantiles las meteduras de pata del criminólogo. Yo no he asesinado nunca, pero entiendo que los nervios te pueden traicionar (yo soy «experto» en robótica y me traicionan cuando tengo que hablar en público, o sea que no os quiero ni contar lo que me pasaría a mí bajo semejante presión). Pero, claro, si hubiera sido Hitchcock el director, todos a chupársela. Pues para mí esta película supera a la mayoría de las que ha firmado el orondo británico –quien, por otra parte, está entre mis cineastas favoritos–. Por ejemplo, podemos encontrar aquí, en 1944 y con un tratamiento aún más ingenioso, las escenas que Hitchcock prácticamente repetiría en 1960 cuando Leigh se pone nerviosa mientras le sigue el policía en la primera parte de Psicosis.

La elegancia se está perdiendo en el cine y en la vida. Es una pena, pero siempre quedarán los clásicos negros de intriga, como éste, que es uno de los que más me han gustado en lo que llevo de existencia. Y no es el único de Lang entre mis favoritos.


Una de las más notables películas de la etapa americana de Fritz Lang. Fue nominada al Oscar a la mejor banda musical. Se basa en un «bestseller» de J. H. Wallis.

La acción se sitúa en Nueva York, en los años de la II Guerra Mundial. Narra la historia del profesor de la Universitad de Gotham, Richard Wanley (Edward G. Robinson), hombre honrado, oscuro, taciturno y dominado por la mujer. Tras despedir a la familia (esposa e hijos) que marchan unos días de vacaciones, reparte sus horas de ocio entre una tertulia con dos amigos, el fiscal Frank Laloy (Raymond Massey) y el médico Michael Barkstane (Edmund Breon), y la lectura hasta las 10 de la noche de obras poéticas clásicas. Junto a la entrada del club, se expone en el escaparate de una tienda, el retrato al óleo de una mujer joven y atractiva, que le cautiva y le atrae enormemente, según explica a los amigos. A la salida del club vuelve sobre sus pasos para admirar de nuevo el retrato, junto al que aparece el reflejo de la imagen real de la modelo, Alice Reed (Joan Bennett).

Las imágenes expresionistas del rostro del protagonista, las tomas no convencionales, la escasa iluminación de los escenarios, la presencia extemporánea de la lluvia, la reflexión de imágenes en el espejo de la casa de Alice, la presencia multiplicada de relojes (símbolo de que el tiempo se acaba) y otros elementos confieren al relato un tono trágico e inquietante de vigor inusitado. Añade Lang toques de humor, de sabor más europeo que americano, basados en la lógica del absurdo, que contribuyen a elevar la tensión del espectador: un guardaespaldas con antecedentes penales por chantage, una medicina contra la astenia con posibles efectos secundarios mortíferos, si se administra en dosis superiores a las prescritas, etc.

Producida por International Pictures, fue distribuída por la RKO. Comparte con «Jennie», «Laura» y «El retrato de Dorian Gray» el tema de la fascinación producida por un cuadro. Es una obra emblemática de la etapa dorada del cine negro americano.


He decir que esta me ha parecido una de las 5 o 5 mejores películas del maestro alemán, y viendo su monumental filmografía, quiere decir mucho. Una de esas grandes películas que contribuyen a considerar a los europeos como los maestros del cine negro, y en particular a este soberbio genio en la cúspide de los 6 o 7 directores más grandes de todos los tiempos, con una capacidad de retratar el agobio psicológico como nadie es capaz de hacerlo, y aún así insertarle algunos brochazos del mejor humor absurdo europeo, que siempre se agradecen para relajar la tensión, que por momentos en la cinta se puede cortar con un cuchillo.

Teniendo el talento de Lang, un guión tan milimétrico como este sólo vale para convertirse en una obra maestra de la historia del cine, ya que el director demuestra un manejo del suspense sencillamente abrumador, dejando detalles fácilmente apreciables por el espectador, y casi estúpidos, además de tópicos del género, para luego ir dejando que la trama se desarrolle de forma totalmente inesperada, permitiendo al espectador sorprenderse ante hechos que parecían cantados pero que rompen lo que en un principio estaba predestinado a ocurrir. Podría achacarse al guión de cierta debilidad en ciertos puntos, siendo muchas casualidades las que ocurren para permitir el desarrollo de la trama, pero todas ellas se rompen con el hitchcockiano giro final, dotando a la historia de un toque casi paródico, y parafraseando a John Ford, sin las casualidades no tendríamos cine.

Parece que Lang se propone crear un decálogo del cine negro, siendo esta obra un muestrario de las mejores características que dejaron sello en el género, aunando sus conocimientos estéticos alemanes con un guión que le permite el lucimiento. Una pantalla en continua oscuridad, desarrollándose la trama en un 90% en lugares interiores, y con un ambiente opresivo, permiten colocar en el centro de la trama uno de los temas preferidos de este género: el inocente que no sabe cóm ni por qué ha llegado hasta allí, pero que tiene que aprender sobre la marcha a tratarse con chantajistas, mujeres fatales y policías cuyo aliento puede sentir en la nuca. La inteligencia de Lang para engañar al espectador le convierte en una de las películas más mentirosas junto a La soga y Con la muerte en los talones, aunque quizás estas no cuenten con la maldad y el cinismo de Lang. El reparto está perfecto, sin una sola pega, especialmente Edward G. Robinson, uno de los actores más infravalorados de la historia, un auténtico monstruo de la actuación, dejando aquí un papel derrotista y abatido, y Joan Bennet, que aparece tremendamente seductora. Lo dicho, si no perfecta, poco le falta


tomado de cinestonia

El gran titán germano, Fritz Lang, uno de los padres del expresionismo alemán, encontrándose ya en tierras yanquis realizando películas, produciría este título, cuando la Segunda Guerra Mundial llegaba ya a su fin. Lang dejaría de ser, como es sabido, uno de los profetas de la mencionada corriente cinematográfica alemana, para convertirse en profeta de otra, de la corriente norteamericana del cine negro, el film noir que tan bien realizó Lang. Oscuros escenarios, oscuros personajes también, circunstancias y situaciones sórdidas, muerte, engaños, adulterios, serían los temas centrales de su cine de entonces, naturalmente utilizando actores también yanquis. En esta oportunidad nos presenta la historia de un correcto y respetado profesor, un psicólogo que se ve enredado en una situación de pesadilla, cuando una mujer a la que admiró en un cuadro, entre en su vida y lo enfrasque en una intriga de asesinato, con impensadas consecuencias. Para representar la historia, Lang recluta a un muy buen actor estadounidense, uno de los santo y seña del cine negro, y uno de los actores yanquis representativos de esas décadas, el gran Edward G. Robinson, que el propio Lang más de una vez dirigiría, además de la guapa Joan Bennett en el papel de la mujer fatal que desencadena todo. Buen ejercicio el realizado por el alemán de film noir de mediados de los cuarenta, década crucial en la historia del cine.

En tierras norteamericanas, hay una conferencia, un simposio sobre psicología, donde el profesor Richard Wanley (Robinson) habla a sus estudiantes, entre otros temas, de Freud. El profesor debe partir por trabajo, despidiéndose de su esposa e hijos. Ya en su lugar de destino, en un escaparate, se queda embobado apreciando un cuadro, en el que una mujer es el centro de atención, y poco después se encuentra con unos amigos, personajes con los que no se ven en tiempo, hablan sobre trabajo, sobre sus vidas, y quedan en volver a verse. En el hotel donde está alojándose, se queda en el living leyendo El Cantar de Los Cantares, pidiendo al mayordomo que lo despierte a determinada hora. Al ser despertado, camina por la misma calle del cuadro, contemplando nuevamente a la mujer en el oscuro retrato, y de pronto, aparece junto a él la joven y atractiva mujer pintada ahí (Bennett). Habla con la mujer, traban cierta amistad. Van a tomar unos tragos cerca, y nace química entre ellos, hasta el punto de llevarlo ella a su casa, para mostrarle otras pinturas. Ya allí, están apreciando unas fotografías, cuando de pronto irrumpe en la casa un energúmeno sujeto, que ataca primero a la mujer, Alice Reed, y luego al profesor, está estrangulándolo, pero este finalmente lo liquida con unas tijeras que la mujer le facilita. Ella explica que es alguien que tuvo cierta relación con ella en el pasado.

Ante la situación, planean deshacerse del cadáver con la mayor discreción, y evitar a la policía, ambos participan, y finalmente el profesor Wanley lleva en su auto el cuerpo, para depositarlo en un abandonado pantano. Pero comete el error de dejar algunos indicios en el lugar, y ya en su hotel, hablando con sus colegas, ellos han oído de lo sucedido en las noticias, y es que el sujeto era un importante financista, que se presume desaparecido. Para su mala suerte, uno de sus camaradas, Frank Lalor (Raymond Massey) es un detective encargado de la investigación, que va desenmarañando hábilmente todo, e incluso lleva al profesor a reconstruir los hechos a la escena final, el pantano. Entonces recibe una llamada de Alice, el profesor está en los periódicos por un reconocimiento que ha recibido, pero entonces, un facineroso va a la casa de ella, sabe toda la verdad, y al revisar concienzudamente la casa ya no tiene dudas de lo sucedido al financista, y la chantajea. El profesor, enterado, ve solo una salida, eliminarlo. Ella intenta engatusarlo con una bebida envenenada, pero no tiene éxito, paga lo solicitado, pero el chantaje continuará, y es entonces que, sorpresivamente, el chantajista es baleado por la policía. Y cuando Alice llama al profesor para contárselo, ya es tarde, un agotado Wanley no pudo más, y se suicidó tomando narcóticos. Entonces, el profesor es despertado en el lobby del hotel a la hora solicitada, todo ha sido un sueño, nada sucedió. Al salir del hotel, vuelve a pasar por la calle, vuelve a ver el cuadro, pero ahora, cuando una mujer al lado del mismo le pide fuego, se retira espantado.

Lang finaliza de esta forma una cinta muy atractiva, buen ejemplo de cine negro, el patriarca expresionista, ahora en tierras yanquis, sigue moviéndose por sendas oscuras, y era lógico que su siguiente paso en Norteamérica sea el film noir, sórdido y oscuro, empleando esos oscuros escenarios, tenebrosas locaciones, y una perenne e interminable intriga, que el director crea, mantiene e intensifica, ayudado por elementos como una música frenética, apremiante, que se combina con esa atmósfera lóbrega, con incertidumbre de lo que sucederá en una situación bastante bizarra. Es así que nos enmarca y presenta la historia de un correcto profesor, conservador, prestigioso y respetado sicólogo, padre de familia, profesional respetado por amigos, que parece tenerlo todo bajo control, que se ve inmerso en singular situación, cuando conozca a una mujer fatal, hermosa fémina que admiraba una noche, inerte en un cuadro, y de pronto está en casa de ella, tomando unos tragos, y será la causante de una interminable retahíla de intrigas, con asesinatos incluidos, que solo puede tener un desenlace igual de fatal que la mujer. Para esta película, el gran Lang recluta a un excelente actor norteamericano, de lo mejor de la década, el gran Edward G. Robinson, estupendo y multifacético actor, siempre cumpliendo con nota en el papel de turno que se le asigne, y encarna muy correctamente al conservador y mesurado profesor, que ve su mundo patas arriba cuando sea involucrado en un asesinato, y todo por una mujer que apenas conoce, siempre apreciable el aporte de este buen actor norteamericano, como evidentemente supo advertirlo Lang; y la atractiva Joan Bennett cumple también como la mujer fatal desencadenante de todas las intrigas. Se permite el realizador la licencia de que se produzca un final feliz, empero a todas las situaciones y las características del cine negro, el gigante alemán rompe un poco los moldes para presentar un final de fantasía, en el que todo fue un mero sueño, nada sucedió y la broma final del profesor huyendo espantado de una mujer al azar en la calle, frente al cuadro, consuma un desenlace alentador, feliz, que quizás se haya visto influenciado por alguna circunstancia devenida de un director alemán, que se encontraba dirigiendo películas en tierras norteamericanas, en los momentos finales de la Segunda Guerra Mundial, era 1944, y el conflicto entraba a su recta final, hecho ya de por sí loable y admirable por parte de Lang. Con todas las anécdotas y curiosidades, la cinta es una gran exponente de la etapa norteamericana de uno de los grandes directores de la historia del cine, el gran Fritz Lang.


tomado de cinefilosucsf

Nos encontramos ante una de las grandes obras cinematográficas de los años 40. Esta película no es otra cosa que un despliegue de inteligencia, de imágenes sospechosas y tenebrosas. El viaje navega desde la ironía. Es un sueño o una realidad, un desvelo o una pesadilla, consecuencias de la locura que Lang nos regala y hace sentir.
Esta película juega con las teorías psicoanalíticas de Freud, destacando en todas sus escenas la importancia de los sueños, de la sexualidad, de los traumas y sentimientos de culpa.
The woman in the window parte con la presencia del profesor de psicología de renombre Ricard Wanley (Edward G. Robinson), un personaje responsable y honrado, discreto y serio a la vez, quien goza de un buen pasar económico y una familia unida, cierta estabilidad envidiable. Sobre este personaje no cabrían dudas, el no podría ser capaz de semejante atrocidad. Jamás un hombre como él podría tener una amante y lejos estaría de ser un asesino. Pero sorpresivamente no existe otro camino mas que aceptar a Ricard como culpable.

Lo que ocasiona semejante discordia no podría ser algo más simple que el amor. El profesor se enamora alocadamente de un retrato en una ventana, perdiendo sus límites y compostura. Una persona a la que no conoce, una mujer a la que nunca había visto, quien esta muy lejos de pertenecerle.
No pueden quedar afuera aquellas características de cine negro que aquí dicen presente: cigarrillos, alcohol, humo, mujer fatal, lluvia, sombras, noche, sombreros, rostros borrados, música de fondo, quien quiere sacar provecho. El asesinato de un hombre famoso y con un alto nivel económico, la policía que intenta resolver el crimen, la mujer fatal.
Esa mujer seductora e inteligente, clásica (Joan Bennet). Infaltable en este estilo. Una joven muy atractiva físicamente, muy calculadora de sus actos, le gusta engañar y dar impresión de ignorante, cuando en realidad es todo lo contrario. Sabía muy bien a qué hora y a qué tipo de hombre tenía que llevar a su casa para que matase a su amante de manera “accidental”.

Haciendo un paralelo con la película “Laura” (Otto Preminger 1944), se presenta el momento de tensión cuando se escuchan las fuertes bocinas después de que tira el cuerpo; en «Laura» la tensión aparece inmediatamente después de que tira el cuerpo en las vías y el auto no arranca.
Otros elementos que aquí crean tensión son: el tipo de música empleada en determinadas escenas, la luz utilizada, los rostros de los protagonistas en algunas ocasiones. Y situaciones como todos aquellos momentos en los que el profesor aporta pruebas clave en las que se está delatando a él mismo, cuando la mujer con el periódico llama por teléfono al protagonista, etc.
Todo sucede muy rápido, de repente la decepción que nos abarca al advertir que todo lo que contaron como una realidad resultó ser una mentira. Fue un sueño del profesor, su fantasía por conocer la chica del retrato.


tomado de elespectadorimaginario

Entre la producción cinematográfica excepcional que se creó en Estados Unidos en 1944, a pesar de la existencia de la Segunda Guerra Mundial, con obras de la calidad de Laura (Otto Preminger), Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder), Tener y no tener (To Have and Have Not, Howard Hawks) o Luz que agoniza (Gaslight, George Cukor), se encuentra esta película del director de origen austríaco, Fritz Lang, encuadrada en la época del cine negro de esa década.

El filme está basado en una novela de J.H. Wallis, Once Off Guard, aunque se va apartando de la misma, aligerando asesinatos y ofreciendo un final que, además de sorprender, sirve para adecuar la historia al gusto del público y ética del momento, con moralina incluida.

El protagonista, Richard Wanley, interpretado por Edward G. Robinson, encarna a un profesor de psicología de la Universidad de Gothem, en Nueva York, que en la primera escena se está ocupando de explicar a sus alumnos las diferencias por muertes provocadas, haciendo las oportunas distinciones en las categorías y grados de culpabilidad entre homicidio o asesinato, destacando igualmente las posibles atenuantes o eximentes en su realización, como podría ser la legítima defensa. Wanley, obligado a permanecer en la ciudad por razones laborales, se despide de su mujer y sus dos hijos que marchan de vacaciones y acude a su habitual club social para cenar con un par de amigos. Precisamente, en el edificio contiguo, se topa con un escaparate que exhibe el cuadro del retrato de una bella mujer, al que permanece contemplando embelesado, hasta que le sorprende la llegada de sus compañeros de velada, que la inician lamentándose de su entrada en la mediana edad, con sueños, proyectos y deseos sexuales que todavía se sostienen en fuerza pero no en espíritu o, probablemente, será al revés y no hayan terminado de darse cuenta.

Lamujerdelcuadrofotograma1Con el transcurso de la película, van apareciendo los indispensables del cine negro, la mujer fatal, Alice Reed, interpretada por Joan Bennett; los inevitables cadáveres o asesinatos; el chantaje; el suicidio; los objetos del crimen o huellas dejadas en su comisión, como tijeras, bolígrafos, sombreros o pistas que delatan el número de tamaño del zapato, el peso del individuo e, incluso, su pertenencia a una clase social determinada. El tiempo, reflejado en distintos relojes que nos va dando la hora exacta de los acontecimientos, está presente en todo momento, y no falta tampoco la intensa lluvia que anuncia la tormenta de acontecimientos, todo ello rodeado de una fotografía oscura, prácticamente nocturna, incluso la que se desarrolla en exteriores, con sombras y abundantes contrastes y claroscuros. El punto de vista narrativo del filme sigue las acciones de Edward G. Robinson en la mayoría de escenas, excepto en tres momentos finales en los que no está presente, y el protagonismo se traslada a una Joan Bennett, que si bien hemos denominado mujer fatal, comparada con otros ejemplos del género, hasta parece la hermana de la caridad. Por cierto, no echamos de menos la misoginia habitual de la época, con una frase del fiscal del distrito, que ante una sospechosa, exclama que seguro que tiene algo sobre su conciencia, porque, ¿qué mujer no lo tiene?

Lo que parece que sobresale y pone especial atención en el filme su realizador, es situar el punto de mira en la psicología de los personajes, en la doble moral existente entre lo que se considera ético, lo que se encuentra dentro de la ley y el orden, y los deseos internos, confesables o no, que chocan con los primeros y los hacen tambalearse o, sencillamente, derrumbarse a las primeras de cambio. También es destacable la diferenciación que se aprecia entre teoría y práctica, entre lo que es y debe hacerse, y lo que realmente uno es capaz de realizar cuando intervienen elementos o factores exógenos incontrolables, que pueden impulsarnos a actuar de una forma que previamente concebiríamos como inaceptable, y todo porque lo que, en definitiva predomina, es el propio egoísmo, mi yo, mi estabilidad, mi trabajo, mi prestigio y, claro, también mis hijos y mi familia.

Lamujerdelcuadrofotograma2La puesta en escena es sobria, directa, con planos de escalas diversas y travellingslaterales, y en todo fotograma se aporta algún dato con significación en el argumento, eliminándose todo lo irrelevante, incluso se evita cualquier sobreactuación de los actores, cuyas expresiones se adecuan a lo estrictamente necesario para dotar de contenido dramático sus relaciones e ir enturbiando y llenando de veneno el ambiente, mientras se va cerrando el círculo, hasta hacerlo irrespirable. La tensión que va creando Fritz Lang con el desarrollo de la trama mezcla los intentos de salvar el hábitat propio, el evitar la ruina personal, y no nos referimos a la económica, con los remordimientos de conciencia que indudablemente van apareciendo. Puede también vislumbrarse la inquietud de Lang de acercarse a la controvertida cuestión de la infalibilidad de la justicia, con errores que pueden ser irreversibles, especialmente, en los casos de pena de muerte, condena a cuya aplicación era, el director, abiertamente contrario. Estos últimos aspectos quedan bastante difuminados, acaso por cuestiones de censura, aunque sí están presentes en su filmografía, en películas como Furia (1936), Sólo se vive una vez (You Only Live Once, 1937), o Más allá de la duda (Beyond a Reasonable Doubt, 1956).

Por último, no queremos dejar pasar algún otro detalle sobresaliente. En primer lugar, no se pierdan y fíjense en la cara de asombro y alucinación de uno de los cadáveres cuando es trasladado. También es destacable el tinte racista que se observa cuando un policía detiene al protagonista por no llevar las luces del automóvil encendidas, y no le es suficiente como identificación la licencia de conducir, al ser su apellido de origen polaco; y concluimos con una escena, tratada con verdadera ironía: las imágenes del niño explorador que encuentra un desaparecido, y con ello obtiene una recompensa, la cual afirma que destinará, en primer lugar, a enviar a su hermano pequeño a una buena universidad y, en segundo término (entendemos que no necesariamente por ese orden), a costear sus estudios en la Universidad de Harvard.


tomado de bauldelcastillo

Con respecto a los sueños, varios enigmas cardinales fueron señalados por Sigmund Freud (1856-1939) en su famoso y trascendental tratado La interpretación de los sueños (Die Traumdeutung, 1901; Planeta Agostini, 1985). El más interesante de todos ellos es el relativo al sentido de los mismos, el cual entraña dos interrogaciones principales. Refiérese la primera a la significación psíquica del acto de soñar, al lugar que el sueño ocupa entre los demás procesos anímicos y a su eventual función biológica. La segunda trata de inquirir si los sueños pueden ser interpretados; esto es, si cada uno de ellos posee un sentido, tal y como estamos acostumbrados a hallarlos en otros derivados psíquicos (…) Prosigue Freud diciendo que, para algunos filósofos, la base de la vida onírica es un estado especial de la actividad psíquica (…), por la que el sueño sería la liberación del espíritu del poder de la naturaleza exterior, un desligamiento del alma de las cadenas de la materia. Otros pensadores no van tan lejos, pero mantienen el juicio de que los sueños nacen de estímulos esencialmente anímicos, y representan manifestaciones de fuerzas psíquicas que durante el día se hallan impedidas de desplegarse libremente. Numerosos observadores conceden también a la vida onírica una capacidad de rendimiento superior a la normal, por lo menos en determinados sectores como la memoria (Capítulo I, parte I); o la ensoñación, podríamos añadir nosotros.
 
De igual manera, señala Freud que, mientras unos afirman que el sueño ignora en absoluto toda aspiración moral, sostienen otros que la naturaleza moral del hombre perdura también en la vida onírica (Capítulo II: Los sentimientos éticos en el sueño). Entre la taxonomía de estímulos y fuentes de los sueños, el psiquiatra austriaco apuntaba una excitación sensorial externa u objetiva que, en la película que nos ocupa, bien podría aplicarse al retrato del que hace mención el título, y que articula todo el proceso narrativo. Una pasión no necesariamente latente o agazapada, pero sí estimulada por esa dama del cuadro, como la génesis que conforma la práctica totalidad de la (realista) puesta en escena de Fritz Lang (1890-1976). Al fin y al cabo, desde el abandono de la hipótesis mitológica, han quedado los sueños necesitados de alguna explicación (Op. Cit.).
 
De este modo, los enlaces asociativos con la realidad más objetiva fueron puestos en relación con el contenido simbólico y fisiológico de los sueños. Asociaciones que se supeditaban al ámbito de lo reprimido, quizás de una forma demasiado rotunda o exclusiva, aunque, tal vez, necesaria en aquel tiempo (toda onda expansiva conlleva un efecto de retraimiento). En cualquier caso, el monumental estudio llevado a cabo por Sigmund Freud constituyó otro pequeño gran paso que concernía a toda la humanidad.
 
El cine también estuvo atento a tales revelaciones psicológicas, especialmente durante la década de los cuarenta, de una forma un tanto pueril, bajo la severa pátina de un marcado cartesianismo científico. Por suerte, excepciones como La mujer del cuadro (The Woman in the Window, Independent Release – International Pictures, 1944) escapan a dichas ataduras, para introducirse de pleno en ese entorno primordial e ignoto, sin contaminar, dentro de los márgenes genéricos y siempre estimulantes de la llamada serie B, con frecuencia, clase A.
 

Aunque es difícil comentar una película como la presente sin desvelar su intríngulis narrativo, trataré de no destapar en exceso las vicisitudes a las que se ve sometido el protagonista, tal y como, de forma admirable, fueron desarrolladas por el escritor y productor de la misma, Nunnally Johnson (1897-1977), en torno a la novela Once Off Guard (1942) de J. H. Wallis (1885-1958), que hasta donde yo sé, no ha sido publicada en español. No obstante, a la fuerza habré de hacer mención a determinados aspectos esenciales del argumento (lo cierto es que lo hemos venido haciendo desde el principio), señalando, en primer lugar, que aunque Freud no contempla de una forma abierta las premoniciones, bien sabemos que algunos sueños pueden serlo.

Empleando ejemplarmente unos ajustados medios, algo constitutivo de las mejores series B, en favor de una clara y precisa narrativa visual, el relato cinematográfico da comienzo con una placa que sitúa al espectador en un sugerente Gotham College, de Nueva York, donde el profesor de psicología Richard Wanley (el formidable Edward G. Robinson) imparte una charla acerca del homicidio y sus consecuencias. Lang no se detiene en exceso en la misma, pues le interesa más el cometido que el contenido, esto es, el hecho de la actividad en sí, por parte del protagonista, por encima de sus predecibles consideraciones. De hecho, el realizador enlaza prontamente con otra escena, en la que el resto de la familia del profesor parte de viaje, sin que tampoco se especifique a dónde ni por qué, al punto de que ni siquiera volverá a tener presencia, salvo a través de algunas fotografías que la rememoran, casi como si de otra circunstancia soñada se tratara (antes de que el sueño cinematográfico se produzca). El caso es que, camino de su club social, en plena urbe, el profesor se siente atraído, como tantos otros transeúntes, por la joven que aparece retratada en el escaparate de una galería de pintura. Conocido es el instante en el que, contemplando el cuadro por segunda vez, la modelo aparece reflejada en el cristal del lienzo, tras él. La recreación de toda esta atmósfera sutil y evocadora, pero de un marcado tono realista, es contribución sustancial de la fotografía de Milton Krasner (1904-1988), adscrita al noir más cotidiano.

 
Richard es mostrado como un hombre casero, noble, educado y de hábitos tranquilos. No obstante, se trata de una persona de carne y hueso. Como demuestra su ingenuidad al acudir al apartamento de la modelo y dama de compañía, Alice Reed (Joan Bennett); una predisposición de cierta inconsciencia y credulidad, si bien, perfectamente comprensible (además de creíble).
 
Ello nos habla del poder de la imagen como vehículo o detonante del deseo, antes y ahora. De modo que la mujer de nuestros sueños, como la define algo estereotipadamente uno de los amigos de Richard, el cirujano Michael Barkstane (Edmund Breon), provoca una situación alucinatoria que, a su vez, nos traslada al terreno de los amores platónicos (los deseos ficticios dentro de una realidad).
 
El otro mejor amigo del protagonista es el fiscal de distrito Frank Lalor (el estupendo Raymond Massey) que, en el citado club, anticipa algunos casos análogos de encaprichamiento que acabaron en tragedia (en el ámbito fílmico de la realidad). Momento en que Lang muestra al personaje de Frank en inequívoca posición dominante, debido a su experiencia como fiscal, por medio de un marcado contrapicado, ante un atribulado Richard; aunque en esta coyuntura, es Richard el que sabe, y Frank el que cree saber (acerca del crimen que se ha producido en el apartamento de Alice).
 
Ciertamente, el sueño que padece Richard es poliédrico, porque se bifurca en distintos asuntos complementarios: el temor a no gustar (en este caso, por razón de la edad), a ser descubierto, al paso del tiempo, a hacer el ridículo, al engaño, a la soledad (de la modelo), a la posterior incógnita de si es posible ocultar un crimen…
 
Pero como adelantaba, este sueño también es una premonición, lo que eleva a La mujer del cuadro del terreno del cine negro y el policíaco a otros algo más visionarios e inescrutables. La película desarrolla una aventura en sueños como reflejo de la represión en vigilia del protagonista. Pero no se trata necesariamente de un hastío con su vida, pues Richard parece razonablemente feliz junto a su familia, sino de un aliciente sensual; de la necesidad humana de fantasear, algo a lo que no se puede ni debe poner coto. Así, Richard no puede creer en su suerte cuando Alice se aviene a compartir unos instantes con él (en un sentido amistoso). De forma significativa, Lang muestra cómo el dormitorio de ella es perfectamente visible desde el salón en el cual charlan (un nuevo deseo reprimido dentro del propio sueño, porque no llegarán a hacer uso del mismo, si es que cabía tal posibilidad). A lo que se añade una nueva percepción, la del desvalimiento de Alice, a merced de unas circunstancias vitales, imaginadas por Richard, no del todo favorables para la chica.
 
 
Pero es necesario advertir que Alice no es una mujer fatal. Se conduce con honestidad dadas todas estas circunstancias. Las cuales son, básicamente, las de un crimen no deliberado, pero con cierto aire de fatalismo y rareza, por cómo es ejecutado (al alimón) y mostrado por Lang. Lo que plantea una situación muy hitchcockiana, ya apuntada, la de cómo deshacerse de un cadáver.
 
Incidía, además, en el aspecto de que es este un sueño con apariencia de realidad, como tantos sueños. Así lo refieren algunos notables momentos de la realización, como el plano que vuelve a enmarcar a Alice en la puerta de entrada de su edificio, una noche de lluvia. En otra ocasión, Alice Reed charla con el caradura y pagado de sí mismo Heidt (Dan Duryea), extorsionador y ex guardaespaldas del sujeto asesinado, sin que Dick esté presente en la escena. Lo mismo sucede cuando Heidt regresa para cobrar su chantaje; si bien es cierto que, ambos personajes, Alice y Richard, están de alguna manera conectados psicológica -y hasta telefónicamente- por el hilo invisible del sueño. Una irrealidad tal vez compartida; no en vano, la posibilidad de un sueño múltiple no podemos descartarla. Solo parece quebrantarse el encantamiento a través de los encadenados visuales que denotan un lapso en el tiempo. En cualquier caso, con semejantes mimbres imaginarios, y respecto al chantajista, ¿por qué no reincidir en el delito, esta vez, de forma premeditada, eliminando a tan molesto personaje? La narración proveerá una solución tan ingeniosa como sencilla. Por algo las referidas series B ofrecían muchos productos atípicos y estimulantes.
 
 
Quisiera destacar, igualmente, el plano ubicado en el pasillo de un edificio de oficinas, donde Richard y Alice simulan no conocerse, hasta que los visitantes ocasionales les permiten emplear dicho espacio para ellos solos. Un lugar público donde planear un crimen privado, en esta ocasión, como ya he señalado, de forma premeditada, aunque sin dejar de tener en cuenta que el aborrecimiento ético de los personajes -pues ambas son figuras morales-, ante un acto de tal calibre, sí se traslada al mundo de lo onírico, como conjeturó Freud.
 
De igual modo, e incidiendo en esa diestra precisión narrativa, propia de una producción de las características de La mujer del cuadro, me llaman la atención detalles bien dispuestos, como el de los libros apilados en el salón del profesor, junto al elegante escenario que supone el apartamento de Alice. Asimismo, también me gustaría añadir, tanto en la zona de realidad como de “ficción” del relato, la presencia de un espacio que siempre me ha fascinado: el club privado. Ese lugar sugestivo, forrado en maderas nobles, con salas de lectura, guardarropa, un venerable camarero, interesantes cenas (aquí, a los postres) y una acogedora chimenea. El decorado perfecto para un sueño premonitorio y reiterativo, ¡si uno lo desea! Sin duda, una experiencia en los límites de la realidad.

 

Richard Wanley (Edward G. Robinson), respetado profesor universitario y padre de familia, se obsesiona con el retrato de una bella mujer (Joan Bennett) que se expone en un escaparate contiguo al club que frecuenta. Una noche, mientras lo contempla admirado, conoce a la chica que aparece pintada, y tras ir a su apartamento, se ve implicado en un truculento crimen.

Fritz Lang filma su particular gabinete del doctor Caligari (película cuya dirección había rechazado años atrás) en este clásico del cine negro de todos los tiempos.

Se trata de un relato de marcado carácter pesadillesco, en el que bajo la ya resobada premisa de tipo común se mete en problemas tras conocer a supuesta mujer fatal, el cineasta austríaco nos introduce en una serie de ambientes sórdidos, sabiamente captados, que sacan a la luz los impulsos más oscuros e inconfesables de la mente humana.

La influencia de este filme se hace evidente en obras como Laura (ídem, 1944) de Otto Preminger, y en algunos de los trabajos más retorcidos y geniales de David Lynch como Carretera perdida (Lost Highway, 1997) o Mulholland Drive(ídem, 2001).

Las turbias y expresionistas atmósferas de noches tormentosas, asfalto mojado y oscuros bosques actúan como medio que atosiga y desespera a unos personajes superados por las circunstancias. Resultando magistralmente recogidas por la fotografía en blanco y negro de Milton Krasner y acentuadas por la partitura de Arthur Lange.

El guión de Nunnally Johnson introduce algunos elementos interesantes en la trama, como el hecho de que el protagonista sea amigo del fiscal que se encarga del caso (interpretado por Raymond Massey), lo que le permite conocer de primera mano los avances de una investigación que irremediablemente conduce hasta él. Sin embargo, redunda en improbabilidades y casualidades poco creíbles que, no obstante, podrían justificarse y encontrar explicación en el giro poco convincente hacia el que vira la película casi al final.

El reparto está excelente, a excepción de un inadecuado Dan Duryea, destacando las composiciones de Robinson y de esa presencia magnética y cargada de sensualidad llamada Joan Bennett. Los tres repetirían poco después, y nuevamente bajo la dirección de Lang, en la todavía mejor Perversidad (Scarlet Street, 1945).


tomado de lasmejorespeliculasdelahistoria

Nunnally Johnson fue un cineasta (previamente periodista en consagrados periodicos neoyorkinos como «The Brooklyn Eagle» y el «New York Tribune«), que gozó del respeto de Hollywood tras escribir para la 20th Century Fox. En dicha productora escribiría los guiones de «Prisioneros del odio (1936)» de John Ford, «Tierra de audaces (1939)» de Henry King y «Las uvas de la ira (1940)«, también de John Ford. Fue con este último, adaptando la popular novela de John Steindeck, donde se consagraría definitivamente en la meca del cine (obtendría una nominación a los Óscar en la ceremonia de aquel año). En 1943, se lanzaría de lleno en el terreno de la producción, fundado junto a William Goetz, la Internacional Pictures. Con dicha productora, Nunnally Johnson debutaría como productor, ejerciendo al mismo tiempo las funciones de guionista, con la película «La mujer del cuadro«, título el cual me centro en esta reseña. El film, basándose en el bestseller de J.H.Wallis «Once off guard«, iba a tener como director a Fritz Lang, realizador austriaco que combinaría tierras alemanas y estadounidenses (con un breve paréntesis en Francia con el drama fantástico «Lilliam (1934)«) para llevar a cabo sus trabajos cinematográficos.

la mujer del cuadro

En tierras teutonas dejó joyas del expresionismo alemán como fueron «El doctor Mabuse (1922)» y «Metrópolis (1927)» y todo un clásico de los años 30 como fue «M, el vampiro de Düsseldorf (1931)«, película que supondría el debut en la gran pantalla del genial Peter Lorre («Casablanca (1942)«). En cambio, en Estados Unidos, Fritz Lang se decantaría por el cine negro (o el denominado «film noir«), realizando míticas obras como «Perversidad (1945)«, «Los sobornados (1953)» o «Deseos humanos (1954)«. Por supuesto que «La mujer del cuadro» pertenece a ese grupo selecto de importantes obras hechas por Fritz Lang en el territorio estadounidense. La trama de la película estaría centrada en Richard Wanley, un profesor de psicología que se queda solo en casa tras irse de vacaciones su esposa e hijos. Una noche, dando un paseo ve en un escaparate el cuadro de una bella mujer, por el cuál Wanley queda prendado. Su gran sorpresa y a la vez enorme alegría se produce cuando conoce casualmente en persona a la modelo de dicho cuadro (Alice Reed) y le invita ésta a su apartamento. Un sueño hecho realidad para el bueno de Wanley, si no fuera por la repentina aparición del amante de la mujer (Claude Mazard) en el apartamento.

la mujer del cuadro

Una pelea entre los dos termina con la muerte de Mazard a manos de Wanley. A partir de ese momento Wanley se verá envuelto en una pesadilla difícil de escapar. Fritz Lang nos introduce en una espiral de tensión y suspense, donde tiene cabida las femme fatales, el asesinato. el adulterio, los remordimientos y el chantaje. La película nos presentaría dos finales, uno de drástico y dramático desenlace y otro (bajo mi opinión innecesario pero que me imagino que sería toda una sorpresa para el publico de la época) orientado al «happy end». Ninguno de los finales desvelaré para aquellos que no hallan visto la película. El peso del film recaería en el extraordinario Edward G. Robinson («Cayo Largo (1948)«), su convincente interpretación es un perfecto aliciente para no perderse este film. Y es que Robinson, todo un referente en el cine de cine negro de la década de los años 40, representaría a Richard Wanley, un hombre cincuentón, de vida acomodada pero carente de emociones donde su correcta moralidad y honradez empieza a tambalearse en el momento que conoce a Alice Reed, un hermosa mujer pero a la vez llena de peligro.

la mujer del cuadro

El personaje de Alice Reed sería interpretado por la actriz Joan Bennett, una actriz incluida en ese selecto grupo de mujeres fatales de la historia del cine, como fueron Gene Tierney, Rita Hayworth, Ava Gardner, Alida Valli, Jane Greer…etc. Anteriormente la habíamos visto ejerciendo ese rol en la película «La fugitiva de los trópicos (1938)» de Tay Garnett.  Entre las escenas del film sin dudas hay que destacar el espectral momento donde un cautivado Richard Wanley mirando el cuadro le sale el reflejo de la mujer real en el cristal del escaparate. Como curiosidad destacar que Edward G. Robinson y Joan Bennett, la pareja protagonista, volverían a trabajar juntos a las ordenes de Fritz Lang en «Perversidad (1945)«.

Frase para recordar: «No hay más que tres formas de tratar con un chantajista, se le paga y se le sigue pagando hasta que se queda uno sin un céntimo, o se llama a la policía y que se haga público el secreto que quería uno guardar o…se le mata».

la mujer del cuadro

la mujer del cuadro


tomado de cinemaesencial

Ante todo, uso mi cámara de manera que muestre las cosas, cuando sea posible, desde el punto de vista del protagonista; así mi público se identifica con el personaje en la pantalla y piensa con él”  
Fritz Lang
 
The Woman in the window es la película que mejor aborda uno de los temas  recurrentes en la filmografía de Lang: el dilema al que se enfrenta todo individuo a la hora de elegir entre las comodidades de una vida convencional o la atracción de una existencia al margen de las normas sociales (tema que podemos encontrar también en Scarlet StreetClash by night o Human desire, entre otros títulos del autor). Esta idea queda magistralmente reflejada en el mismo arranque del film: en una estación de tren, el profesor Richard Wanley (Edward G. Robinson) se despide de su esposa e hijos, que parten de vacaciones. La cámara les sigue en travelling hacia la derecha (fotograma 1). Cambio de escena: Wanley, ya solo, camina por la ciudad en sentido contrario hasta dar con el escaparate en el que ve por primera vez el a “la mujer del cuadro” (fotograma 2). El dilema entre una vida convencional (travelling hacia la derecha) y otra más excitante (movimiento contrario) queda plasmado con la máxima sencillez y eficacia.
 
El descubrimiento del cuadro por parte de Wanley (y la fascinación que el retrato de Alice produce en el protagonista) le sirve a demás a Lang para ofrecer una de las imágenes más características de toda su filmografía (prácticamente un leiv-motiv en la obra languiana): los personajes frente a un escaparate como idea de “lo deseado”, casi siempre equivalente a “lo inalcanzable” (normalmente por culpa de las fuerzas del destino, otro de los temas omnipresentes en la obra de Lang). Prácticamente todos los primeros títulos de la etapa americana de Lang contienen esta imagen icónica, que el director combina (y substituye progresivamente) con el recurso de los espejos, que toman la misma significación como reflejo de un ideal inalcanzable. En todo caso, probablemente en ningún otro film de Lang esta imagen está tan perfectamente integrada y bellamente expuesta.
 
A partir de este momento, Lang plantea una película que se basa en los mecanismos del film noir  con la particularidad de que el héroe de la historia no es un policía o un detective sino un simple “hombre común” (personaje predilecto de Lang) sin ninguna especial capacidad para actuar en este entorno (a diferencia del héroe hitchcockniano, por ejemplo, con muchos más recursos en ese sentido). Edward G. Robinson encarna magistralmente este “hombre común”: mucho más convincentemente que el esforzado Spencer Tracy en la por otro lado magnífica Fury, G. Robinson transmite de manera espléndida la vulnerabilidad de su personaje, además de un ambivalente sentimiento de miedo y atracción hacia la lo desconocido, materializado aquí en el retrato de Alice (Joan Bennet).
 
Gracias al magnífico trabajo de G. Robinson, pero, sobre todo, gracias a una puesta en escena que consigue identificar en todo momento el punto de vista del espectador con el del protagonista, la película discurre en una especie de remolino que va arrastrando a Wanley hacia una fatalidad que se percibe como inevitable. Recurso omnipresente en toda su filmografía, Lang sugiere esa fatalidad mediante la imagen de la lluvia (o del agua, en cualquiera de sus manifestaciones posibles). Así, mientras Wayne toma una copa en el apartamento de Alice, vemos en un plano exterior con lluvia la llegada del amante de ésta, escena que va a desembocar en la pelea entre los dos hombres y el asesinato del amante por parte de Wayne en defensa propia. Poco después, Wayne se lleva el cadáver del amante en su coche observado por Alice detrás de una ventana salpicada por la lluvia (fotograma 3).
 
Las fatalidad y, en palabras del director, “la lucha contra el destino” justamente son otros dos temas básicos en la obra de Lang. Lógicamente, la combinación de estas dos ideas explica que la práctica totalidad de sus películas tengan un desenlace “infeliz” para sus protagonistas (lo que le convierte en uno de los directores más ferozmente pesimistas de su generación, y también en uno de los más incómodos para los grandes estudios).  
 
Curiosamente, y aunque pudiera parecer lo contrario, esto es así también en The woman in the window: no son pocos los que critican la pirueta argumental del final, en la que toda la historia queda reducida a un sueño de Wayne, apuntando incluso que pudiera ser impuesto por la productora; nada más lejos de la realidad, tal como explica el propio Lang en su célebre libro-entrevista con Peter Bogdanovich.  En primer lugar, hay un sinfín de elementos a lo largo de la película que justifican y dan sentido a su giro final (elementos y recursos que, aun estando presentes en todo el film, sólo son percibidos de manera consciente “a posteriori”, lo que habla de la enorme habilidad de Lang a la hora de utilizarlos) y que, por consiguiente, invalidan por completo la idea del “final impuesto”: además de un sutil pero inequívoco tono onírico que impregna la mayoría de las imágenes, esto se hace evidente en la secuencia en el club social al inicio de la película (la conversación de Wayne con sus amigos induce inevitablemente al personaje a soñar lo que sueña), o el magnífico guiño argumental por el cual Wayne reconoce a los protagonistas de su sueño en los personajes reales (y cotidianos) con los que se tropieza al abandonar el club al final de la película (fotograma 4).
 
Pero, como se ha dicho, lo que en un visionado poco atento puede entenderse esta vez  como un forzado e inusual final feliz, se erige en el fondo como el más irónico de los desenlaces posibles en consonancia con la idea de la fatalidad del destino en Lang: si “lo deseado” por el protagonista se encarna mediante el personaje de Alice, ¿qué peor fatalidad que ubicar ese objeto de deseo en el inalcanzable reino de los sueños? (un sueño angustiante en algunos momentos pero deseable en muchos otros). Así, como la inmensa mayoría de los personajes languianos, pero esta vez además con una corrosiva carga irónica añadida, el final de The woman in the window supone una vez más el inexorable triunfo del destino en las más fatal de sus posibilidades: al despertar de su sueño, Richard Wanley acabará condenado a seguir viviendo su monótona, gris y aburrida existencia.


tomado de encadenados

A muchas personas les decepciona o les parece impuesto el final del excelente filme de Lang La mujer del cuadro. Sorprendentemente se ha llegado, incluso, a decir que es un final impuesto por la censura. Imposible, decían, admitir que el honorable profesor, capaz de actuar como un criminal, terminase suicidándose. Aún era peor descubrir que todo lo película se cerrara (con algún añadido más al que se consideraba aún más erróneo) con el despertar del profesor: todo había sido un sueño. ¡Vaya deriva para un filme perteneciente, al parecer, al cine negro!

En realidad ese despertar, y los nada embromados planos finales, son los que convierten a la película en algo distinto y realmente interesante, siguiendo el regusto freudiano de muchos títulos americanos de los años cuarenta. No iba a ser sólo Hitchcock el maestro de lecciones en este sentido. O al menos el único. Lang también sabe algo de eso: de Freud y del psicoanálisis.

Las lucecitas que brillan al comienzo de La mujer del cuadro deberían poner en guardia al espectador. Porque en su comienzo se indica claramente de lo que va a hablar la película, cuál será su deriva. No hay trampa alguna y sí una clara idea pertinente sobre lo que se va a contar.

En ese inicio, de acuerdo a los principios del cine clásico, mediante un encadenamiento de planos somos conducidos al aula de un centro en donde alguien imparte una clase. Hemos visto un plano del centro, del aula, de la puerta donde aparece el nombre del conferenciante, el profesor protagonista (Edward G. Robinson) y del título de su charla. Después pasaremos al aula donde nuestro personaje está hablando, explicando sus teorías. Por encima o por debajo de la palabra comprobamos cómo en la pizarra, en el centro, situada detrás de él, aparece un nombre señalado de forma destacada. Y que queda perfectamente claro para el espectador en su acercamiento al protagonista al moverse sobre la tarima desde donde imparte su clase magistral. Oímos sus palabras, que de pronto (sin que la lección termine) se cortan de forma brusca para pasar a otra secuencia produciendo una ruptura con la narrativa del cine clásica.

¿Por qué se corta la lección? ¿Cuál es el nombre destacado en la pizarra?

Vamos con lo último: “Freud” es el nombre escrito, resaltado en la pizarra. ¿Qué tiene que ver eso con el filme? ¿Y a qué se debe lo primero, el cortar bruscamente la lección? No hay tal, la lección no se corta, más bien es el resto del relato, porque a partir de ahí vamos a asistir a una lección (continuando la que comienza a dictar el profesor) sobre ciertas propuestas de Freud. Y, en concreto en la película, referidas al subconsciente. 

De ahí la grandeza de este título, su andadura por el mundo de los sueños y sus mundos ocultos, escondidos: llamativos deseos en la vida del profesor. No estamos ante un clásico filme negro, estamos ante una soberbia lección sobre el mundo de Freud, los sueños y las represiones, todo ello perfectamente expuesto en las imágenes de un gran Lang que seguiría insistiendo con Freud en títulos como Secreto tras la puerta Gardenia azul.

Bueno, eso sin contar que quizá detrás de su serie sobre el doctor Mabuse (o sobre M) y probablemente sobre toda su obra aleteen las doctrinas del padre del psicoanálisis. Por cierto, al igual que Lang, vienés y judío.

Como dato curioso (probablemente no el único) una película de serie B de 1946 también utiliza el sueño como dominador de la narración. Se trata de Extraña interpretación de Anthony Mann, que comparte con el filme de Lang la cita (como llamada freudiana) del espejo presente en muchos momentos.


Freud y los sueños 

la-mujer-del-cuadro-1Los comienzos en un filme son importantes. En ellos casi siempre se da la clave para comprender lo que vendrá después. No puede eliminar el espectador aquellas imágenes que crea oportuno. Todas están en su sitio cumpliendo una misión: la de explicar aquello que quiere ser comunicado.

Una película reciente, Prisioneros, se iniciaba con el rezo (fuera de campo) de un padrenuestro, acompañado de una panorámica sobre un paisaje hasta aparecer por un lado del encuadre un fusil que apuntaba a un animal. Comienzo perfecto para abrir un filme sobre el fundamentalismo.

Comienzos en muchos casos planteados a manera de prólogo, que suelen ser ignorados por gran cantidad de espectadores. Si después de terminar el visionado se preguntase sobre el inicio comprobaríamos que han eliminado ese comienzo. Un hecho que también se produce en La mujer del cuadro. Y eso que ese momento inicial encierra la clave de todo el filme.

Recordémoslo: En un colegioel profesor Richard Wanley (E. G. Robinson) imparte un seminario bajo el título de Aspectos psicológicos del homicidio. En plano general se nos muestra el aula. A continuación la cámara se acerca lentamente a la tarima donde explica el profesor. Detrás de él se encuentra la pizarra donde aparecen escritas algunas palabras. La cámara sigue su acercamiento hasta enmarcar en el centro de la pizarra un nombre destacado con mayúsculas, Sigmund Freud. Las palabras del profesor no concluyen pero la escena concluye y pasamos otro lugar. Por medio de un fundido en negro se nos traslada a la estación donde Wanley despide a su familia que parte de vacaciones.

¿Por qué se produce ese corte brusco en la charla que da inicio al filme para pasar, aún cortando la clase, a otro lugar y otro momento? Muy simple: la película, toda ella, es la conferencia centrada en el personaje señalado en la pizarra, es decir, en Freud. La mujer del cuadro explicita los estudios de Freud sobre los deseos reprimidos. La película habla del mundo del inconsciente, de los sueños.

Un año antes de que Hitchcock rodase Recuerda, Lang de manera más sutil procede a impartir una lección magistral sobre el psicoanálisis. La historia que vemos en la pantalla y que se focaliza en el profesor, de acuerdo al inicio, se convierte en una historia a nivel general. El individuo da paso a la generalidad. Un procedimiento que Lang ya había experimentado en el pasado. De hecho en M, el vampiro de Dusseldorf  procedía a transformar una historia macabra de índole policiaca en un apreciable documento sobre la República de Weimar.

El final de La mujer del cuadro, por su parte, nos retrotrae al final —debido también a Lang— de El gabinete del doctor Caligari (1920)Lo que allí veíamos era contado por un demente. De ahí la propia estructura de la película. Lang, aun sin acreditar, recién llegado al mundo del cine, ya imponía sus criterios a pesar del enfado de los autores de la idea original.

En el final, Lang va más allá en el epílogo. Hemos asistido a una lección sobre el mundo de los sueños donde realidad y deseos reprimidos se mezclan. No obstante el fin no llega con el despertar del profesor dejando atrás su mundo de oscuros deseos. El cierre es más irónico, en una película que posee bastantes elementos irónicos.

Después de ser despertado, sale del club, en donde había quedado dormido mientras intenta concentrarse en el Cantar de los cantares. Vuelve, como en la primera parte, a pararse ante el retrato de la mujer hermosa, desconocida, sin nombre. Una mujer, distinta a la anterior, y por tanto muy diferente a la morena exótica, sin nombre y elegante de Salomón, le habla. Está detrás de él. Es probablemente una prostituta vulgar, sin la clase de la morena del cuadro. El profesor sin contestar apresura el paso para refugiarse, sin duda, en su casa. Aún Lang no cierra el plano. La cámara se acerca al retrato que sarcásticamente sigue eternamente presente llamando, incitando, al deseo, señalando lo imperecedero dentro de un tiempo que corre para llevarnos al encuentro con la mujer maldita (o bendita) de nuestro sueño eterno.

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Un  paréntesis

La mujer del cuadro es una película rodeada de cierta aureola maléfica. No es nada extraño en cuanto toda ella está llamando, ofreciéndose, a la muerte. El filme cierra la primera gran etapa norteamericana del director que se inició con Furia (1936). Una época en la que el director realiza una película por año.

Cuando acaba La mujer del cuadro las cosas no le van bien. Con Walter Wanger, el marido de Joan Bennett, la protagonista femenina del filme, crea una productora —algo que ya había hecho en su etapa alemana— que se llama Diana. Sólo producirán dos películas que dirige el propio Lang: Perversidad (1945) y Secreto tras la puerta (1947). Y sobre ellas se cierne el mayor de los fracasos. La productora cierra.

Por si fuera poco, Lang aparece como sospechoso en las listas negras, la persecución de la gente de izquierdas, la conocida como caza de brujas. Todo ello conducirá a Lang a la inactividad.

Será en 1950 cuando rueda la convencional y patriótica Guerrilleros en Filipinas. Dos años más tarde, con Rancho Notorious (Encubridora) inicia una gran segunda etapa en Norteamerica que conducirá hasta Más allá de la duda (1957) y en la que se encuentran películas tan importantes como Los sobornados o Los contrabandistas de Moonfleet.

 

El honorable profesor

la-mujer-del-cuadro-2Wanley es un profesor sin tacha alguna. Felizmente casado, amigo de las fuerzas vivas de la ciudad, carece de vicios. Todo él, en apariencia, tiende a la honorabilidad, pero, en su mente esconde sus vicios. Después del prólogo contemplamos la felicidad (mentirosa, venenosa) de un pequeño burgués que se cree feliz y asentado en el mejor de los mundos.

Las luces (casi siempre tres) inundan el espació fílmico y al reflejarse en los múltiples cristales espejos que aparecen en el filme (1) conforman el tono fantástico -expresionista de la narración (2). Los rostros de los personajes son mascaras inexpugnables que esconden deseos reprimidos. Falsas miradas, movimiento, acciones repetidas y convencionales que interpretan las roles que les han sido encomendadas.

Sobre el eterno presente que supone la negación del tiempo, un cuadro representará a la mujer ensoñada, reflejada en un escaparate, y enfrentada, por el cristal, a la propia cara del profesor. Una duplicidad que supone todo un sentido de posesión, un ir más allá, atravesar el cristal. Es el paso hacia el otro lado del espejo: el encuentro con el otro yo.

Allí, en el cristal, se encierra a Wanley, enroscado en juegos inteligentes o, quizás, demasiado ingenuos, en los que esconde su verdadero rostro o es mostrado de forma tan transparente que difícilmente puede negarse, ¿o no?, su verdad.

¿Cómo se va a ser tan ingenuo que vaya acumulando, una tras otra, las pruebas de su culpabilidad? ¿Es esa ingenuidad, aureolada de respetabilidad, lo que impide a la justicia llegar a ser justa? Otro tema muy de Lang: la injusticia de la justicia, el camino que separa al inocente del culpable. La policía, la justicia, llegará, en algún instante, a resolver el caso cuando encuentre a alguien con los rasgos de la malignidad. Aunque no sea culpable. Es la forma de tranquilizar a los buenos ciudadanos, a los excelentes padres de familia, de evitar que ellos sean contagiados por el virus del mal.

Partida a tres la que propone el filme. De tres en tres. Como el título de las luces de uno de sus primeros filmes, aquel que fue amado por Luis Buñuel (Las tres luces, 1921), también como Lang seguidor de las teorías de Freud. Y en el centro los honorables caballeros como el empresario asesinado, que intenta echar una canita al aire.

Wanley asemeja a un caballero inglés, inteligente, pulcro, honorable, honrado, pero la historia no transcurre en Inglaterra sino en Nueva York como muestra un autobús al comienzo. Y en ese día el profesor deja, en su sueño, la honorabilidad dando salida a la bestia dormida, a las mentiras domesticadas como expresa la carta que intenta escribir a los suyos: “Querida familia. Esta noche me encuentro sólo, me hacéis falta”… Una carta que va a parar a la chimenea donde arde el sombrero del hombre que ha asesinado.

Tiempo y espacio. Relojes que inexorablemente van marcando hora tras hora. Tiempo perdido en conversaciones vacuas. Continuo girar de unas agujas que van señalando el mañana, la vejez, la proximidad de la muerte. Una muerte que simboliza la propia Joan Bennet, la mujer de la que nunca sabremos su nombre aunque diga al profesor: “Sí tiene que volver a llamar hágalo donde dice Alice”. ¿Es acaso ese el nombre real, verdadero, de la mujer eterna, de la mujer que espera agazapada entre las sombras con su elegancia, su negrura, eternidad, a los hombres que quiere perder, llevar al abismo?

Un rostro en un cuadro que mira y se mira, que será la permanente representación del deseo oculto. Hay que mirar con atención un momento: Wanley, en una repisa llena de espejos, mira una estatua de una mujer desnuda para volver, a continuación, su rostro hacia el lugar donde se encuentra la mujer. Y esa mujer es la morena, eterna y desconocida, amada y amante del Cantar de los cantares del Rey Salomón, libro que Wanley ojea, o lee, en el club mientras imagina amores prohibidos, la grandeza y el esplendor que él nunca ha conocido.

La habitación de la mujer aparece repleta de espejos, de puertas acristaladas. Es la representación constante del otro mundo, el más allá soñado o encontrado, el otro lado al que quizá solo se llega después de la muerte. No es raro, pues, que los personajes se reflejen sobre los espejos antes de que entren realmente en la imagen. Lo irreal y lo real. Dos mundos. El yo y el otro.

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Paso inexorable del tiempo, deseo, muerte, un más allá desconocido. Y, naturalmente, el destino como detonante del relato al igual que en otros muchos filmes de Lang. El destino moviendo a los personajes a su antojo, como marionetas de feria: el profesor se pincha un dedo al abrir una botella de champagne. Necesita unas tijeras. Serán las precisas para el asesinato. Con el alambre de espino se hará otro corte, un policía (¿la conciencia?) le sonreirá porque ha parado en un stop, el malo muere a manos de la policía por lo que el caso está cerrado, el profesor pretende morir ingiriendo los polvos que ha preparado para el matón y que un buen médico ha recetado ingenuamente: “Son peligrosos si se toman más de la cuenta. Si es así nadie sabría de qué habría muerto. Parecería que la muerte era por un ataque al corazón”.

Lang, uno de los grandes directores de la historia del cine, jamás ganó ningún Oscar. Como otros muchos, pero su obra está ahí, imperecedera, eterna. Un ejemplo de buen hacer. Aunque algunos, sólo deslumbrados por el falso espejo de cierto cine moderno, pero viejo a más no poder, hasta desconozcan su nombre. No sólo el suyo, también el de otros muchos grandes.

¿Quién es, por ejemplo, Max Ophüls? No hace muchos unos días, a uno, con años ya, amante del cine en general, y del clásico en partícular, le embargaba una cierta emoción al leer en el último Cahiers du cinema que en París se iba a realizar una sesión especial en homenaje a Max Ophüls proyectándose la última gran película que realizó unos meses antes de morir, Lola Montes (1955) y que sería presentada y debatida por su hijo Marcel Ophüls. Un cine, el de ese director también alemán, y que discurrió entre varios países, que demuestra la grandeza de los grandes maestros.

Esa emoción que sentí ante ese reconocimiento es la misma que recibo cuando en mis clases proyecto, ante un público que no conoce quién es Max Ophüls, la excelente El placer (1952) y compruebo a los espectadores asistir asombrados a la gran lección de un maestro. Esas lecciones que, al igual que en Lang u Ophüls, encontramos también en las obras de Jean Renoir, John Ford, Stroheim, Murnau, Ozu, Kurosowa, Fellini, Buñuel, Hitchcock y tantos y tantos directores creadores de obras maestras que, como tales, serán eternas.


tomado de yonomeaburro

Curiosidades La mujer del cuadro (1944), de Fritz Lang

 

Antes de ver Laura (1944), de Otto Preminger, me había sorprendido la cantidad de referencias a la bebida que se escuchan en La mujer del cuadro, de Fritz Lang. En 1944 se estrenaron las películas de cine negro más relevantes del género, aunque éste existiera desde los años 20, con El gabinete del doctor Caligari, por ejemplo.

http://www.coctelesfueradeserie.com/2014/04/que-se-bebe-en-la-mujer-del-cuadro-1944-fritz-lang-edward-g-robinson.html

En estas películas, a pesar del blanco y negro, es un gustazo ver cómo se arreglan ellos y cómo visten ellas. Los guiños a la bebida son contínuos (de ello hablo aquí), también el enredo absoluto, la femme fatale de turno, el profesor que se mete en un lío y se pasa al lado oscuro, y el temor a ser descubierto, el remordimiento, etc., claves de un género con personajes corruptos, violencia y escenarios cada vez más sórdidos. Edward G. Robinson, aquí un profesor de psicología que se mete en un lío a los 40 (curioso que es escuche que a los 40 se ha terminado la vida para uno), también protagonizaría el mismo año Perdición, de Billy Wilder en la que es un agente de seguros que desconfía del accidente de un asegurado, en realidad, asesinado por su mujer y un colega de la aseguradora. En esta ocasión, estaba del lado de la ley. En Perversidad(1945), también de Fritz Lang, repetiría el mismo papel que en La mujer del cuadro.

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