Sabado tragico

Título en castellano Sabado tragico
Titulo original Violent Saturday
Año de filmación 1955
Duración 87′
Pais Estados Unidos
Director Richard Fleischer
Guion Sydney Boehm (Novela: William L. Heath)
Música Hugo Friedhofer
Dirección de fotografia Charles G. Clarke
Reparto
Productora 20th Century Fox
Sinopsis Tres ladrones pretenden atracar un banco en una ciudad minera de Arizona. Cuando llega la noche realizan el asalto y huyen con un rehén hasta una población donde vive una comunidad Amish
Premios  
Subgénero/Temática Amish, Robos y atracos, Vida rural 

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tomado de filmaffinity

Tuvo Richard Fleischer una habilidad innata para saber congeniar un argumento típicamente noir, como el atraco de un banco, con pinceladas claramente melodramáticas como es el ratrato que aquí hace de una sociedad herida y cuyos miembros se precipitan inevitablemente al fracaso. Y no solo lo hizo con este «Violent Saturday»; «The Clay Pigeon» o «Follow Me Quietly» son también claros ejemplos.

Basada en la novela de William L. Heath, de la que se respetan todos los personajes, la acción se situa en un pueblecito minero de Arizona donde llegan tres atracadores para asaltar el banco del pueblo. Paralelamente a los preparativos del atraco Richard Fleisher nos presenta con una gran habilidad a los habitantes de Basdenville: Shelley Martin (Victor Mature) y Boyd Fairchild (Richard Egan) dos propietarios de una mina de cobre. Su éxito profesional oculta dos grandes tragedias. Mientras Boyd tiene que lidiar con un matrimonio infeliz y las múltiples infidelidades de su mujer, Shelley se encuentra con la incomprensión de su hijo pequeño que descubre desilusionado como su padre fue un desertor de guerra. También está Harry Reeves (Tommy Noonan) un banquero que persigue obsesivamente a la bonita enfermera Sylvia Sidney (Elsie Braden) quien también se cruzará en la vida de Boyd. Completan este escenario una familia Amish que sin quererlo entrará a formar parte definitiva del desarrollo y desenlace del atraco.

La maravillosa puesta en escena de todo este cuadro es sin duda lo mejor de la película. Tras un desarrollo inical lento pero sólido sustentado en los excelentes trabajos realizados por prácticamente todos los actores ,gran reparto por cierto (señalar también la aparición de Lee Marvin en uno de esos papeles para los que nació), la última media hora adquiere un ritmo frenético y es en este tramo donde el director saca lo mejor de sí mismo para redondear una historia y regalar al espectador un desenlace primoroso otorgando a cada uno de los protagonitas su justo lugar y su justa medida. Así pues, nuevo acercamiento de Fleisher a esta especie de obra de serie B de complicado encuadre pero que sin duda dominó como otros muy pocos lo hicieron. Totalmente recomendable.


El primer conocimiento que tuve de esta película fue a través de las palabras de J.L. Garci en el programa de «Que grande es es el cine» (del que se pueden visionar fragmentos en los vídeos de Internet).
Garci, hacia una argumentación a modo de introducción sobre «La jungla de asfalto», y dentro de las grandes películas sobre atracos hablaba muy gratamente de «Sábado trágico», entre otras. Estas palabras fueron las que me animaron a visionar este meritorio trabajo de Richard Fleischer, sobre el que no tenia ninguna reseña anterior.
La historia no solo se centra en un trio de forajidos que acuden a una pequeña ciudad de Arizona con el fin de desvalijar el banco de la ciudad; sino en unas cuantas historias paralelas de los lugareños de este tranquilo lugar.
Entre ellas encontramos a una familia de la comunidad amish donde el patriarca (insólito papel interpretado por Ernest Borgine un actor que siempre aparecía entre los villanos) se debate entre el dilema de la no violencia. Un padre (Victor Nature) que intenta comprender a su hijo, ya que este le cree un cobarde por no combatir en el frente. El director del banco, un extraño personaje que mientras pasea a su perrito se dedica a expiar a una chica mientras se desviste. Un marido que intente recuperar el amor de su dubitativa esposa.
Todas estas historias y alguna más confluyen en un fin de semana donde el centro de la tensión argumental se centra en el atraco a la entidad bancaria.
La cinta suma drama y cine negro con notable éxito, en un meritorio trabajo que disecciona a la perfección la apocada sociedad Americana de la época.
No es equiparable en cuanto a calidad a «La jungla de asfalto» o «Atraco perfecto», pero es una cinta que raya a gran altura, y te pega a la butaca sin remisión durante hora y media. Recomendable con un siete alto.


tomado de elgabinetedeldoctormabuse

En un pequeño pueblo minero, tres hombres llegan dispuestos a atracar el banco el próximo sábado por la mañana. En paralelo a la planificación del mismo, presenciamos los pequeños conflictos que son el día a día de las personas que se verán involucradas en ese robo: un padre de familia cuyo hijo le ha perdido el respeto porque no luchó en la guerra (ciertamente, a veces es muy difícil contentar a los niños), el director del banco enamorado perdidamente de una enfermera a la que espía como un voyeur o el acaudalado dueño de la mina que tiene una relación infeliz con su mujer que le ha conducido al alcohol.

Sábado Trágico es una refrescante variación respecto a las convenciones del género negro comenzando por la estética adoptada (fotografía en color respecto al clásico blanco y negro) y siguiendo sobre todo por el escenario escogido (un pueblo sureño antes que la clásica metrópolis, muy reminiscente del universo del escritor Jim Thompson). Éste es uno de esos casos en que la grabación en exteriores está más que justificada, ya que el paisaje acaba dándole un tono a la película muy alejado de lo habitual, especialmente en los planos en que se perciben las excavaciones o el paisaje desértico que envuelve este pequeño núcleo urbano.

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Pero lo que hace aun más especial esta película es cómo deja en un curioso segundo plano el atraco hasta prácticamente la media hora final. Normalmente las historias corales de este tipo siempre exponen argumentos que, de alguna manera u otra, acabarán confluyendo con el conflicto principal. Pero en Sábado Trágico uno nota a menudo que el mayor interés reside describir el día a día de los personajes y sus pequeños dramas. Por ejemplo, la subtrama de la bibliotecaria que roba dinero porque tiene una deuda con el banco acaba siendo totalmente irrelevante de cara al argumento principal. Del mismo modo, el diálogo del personaje que interpreta Lee Marvin sobre su relación con su exmujer tampoco aporta luz sobre el personaje ni tendrá relevancia. Se podría decir incluso que una de las tramas más explotadas, la del director del banco obsesionado con la enfermera, podría haberse suprimido limpiamente del guión sin problema. Pero por fortuna no es así, porque lo que hace tan interesante la película son esas historias.

De hecho el atraco en sí mismo no dura demasiado ni tampoco se basa en un plan especialmente complejo, de modo que el mayor punto de suspense es la escena final en la granja que tiene el aliciente adicional de la familia amish y el conflicto entre sus creencias y la realidad. Pero no deben dejar que ello les desanime, si lo prefieren pueden entender Sábado Trágico como un drama coral sobre un pueblo sureño que al final acaba desembocando en el suspense (de igual forma que haría años después Arthur Penn con la magnífica La Jauría Humana).

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A ello cabe añadirle la curiosa decisión de no contar con un reparto estelar pese a tratarse de un drama coral. Las únicas excepciones son Lee Marvin en un papel secundario y Victor Mature (uno de los actores clásicos menos capacitados para la interpretación que he visto) en el principal. A cambio, dos estrellas como Sylvia Sidney o Ernest Bornigne quedan curiosamente relegados a papeles secundarios. Del resto de reparto para mi gusto destaca un actor cuyo nombre confieso que desconocía, J. Carrol Naish, que interpreta al enigmático atracador de apariencia más inofensiva. Es uno de esos personajes de los que se dice poco y se deja mucho a la intuición del espectador, pero del que lo poco que se percibe da una imagen muy interesante sobre él (inolvidable el momento en que da unos caramelos a un niño durante el atraco).

De todas las resoluciones se le podría achacar al film la del personaje de Victor Mature, ya que el plano final traiciona en sí mismo el mensaje que el propio protagonista intentaba inculcar a su hijo unos segundos antes sobre la valentía; pero entendemos que el cine americano clásico necesita de héroes y de finales felices.

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tomado de cinetransit

El destino, probablemente

Un hombre trajeado y que porta un maletín desciende de un autobús. En el momento de cruzar la calle, una mujer, que conduce un descapotable y le ve aparecer inesperadamente por delante de su vehículo, frena bruscamente para evitar atropellarle. El desconocido sigue caminando, pasa por delante de un banco en el preciso momento en el que un empleado levanta desde el interior una de las persianas, y a continuación entra en un hotel y reserva habitación para él y para otros dos hombres que según explica al recepcionista se encuentran de camino. Poco a poco, el espectador averigua que el hombre trajeado se llama Harper (Stephen McNally), que la mujer del coche es Emily Fairchild (Margaret Hayes), y que el hombre del banco —en realidad, director de la sucursal— responde al nombre de Harry Reeves (Tommy Noonan). Aunque no parece existir vínculo alguno entre ellos, aproximadamente hacia la hora de metraje tanto Harry como Emily serán tiroteados por un tipo llamado Dill (Lee Marvin) en el transcurso de un atraco en el que también participan el mismo Harper y un tal Chapman (J. Carroll Naish). Los tres han acudido al pequeño pueblo de Bradenville, ubicado en el estado de Pensilvania, con el único objetivo de robar de la caja fuerte del banco un total de noventa mil dólares libres de impuestos.

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Aunque lo anterior permite pensar que, dado el curso que finalmente toman los acontecimientos, el entrecruzamiento inicial de los personajes tenía algo de irónica jugada del destino —si Emily hubiera atropellado a Harper, el atraco no hubiera tenido lugar y, por lo tanto, ella no hubiera fallecido en él—, en otro lugar, casi simultáneamente, se estaba desarrollando un encuentro que más tarde adivinábamos tan enigmático y paradójico como aquel. En el interior de un tren con destino a Bradenville, Dill y Chapman se cruzaban en un pasillo con una familia amish. Tras recoger del suelo un pequeño mantel para devolvérselo a sus propietarios, el aparentemente amable Chapman invitaba a dos niños a unos caramelos y, a modo de agradecimiento, recibía de parte de los progenitores una porción de comida de una cesta repleta con ella. A continuación, movido por la curiosidad, el futuro atracador preguntaba a un revisor por qué aquellas personas tan amables viajaban disfrazadas en el tren. Sorprendido por su ignorancia, el empleado le respondía que porque eran pacíficos granjeros amish.  Muy cerca del final del filme, será su violento compañero Dill quien morirá ensartado en una horca empuñada por otro granjero amish llamado Stadt (Ernest Borgnine), justo después de que el propio Chapman y Harper hayan sido tiroteados por un hombre llamado Shelley Martin (Victor Mature). La ironía es mayor por cuanto el día antes del atraco el amable Stadt había recibido a Harper en su granja sujetando precisamente con las manos… una horca. En aquella ocasión, el criminal fingía haber tenido una avería con su vehículo —en realidad había llegado hasta el lugar en autobús— para justificar su presencia en una zona incomunicada y alejada de la ciudad en la que intuía un escenario ideal en el que refugiarse con sus compinches después del robo.
 

 
Vidas (pecaminosas) cruzadas

Una de las mayores virtudes que atesora la construcción narrativa de Sábado trágico (Violent Saturday, 1955) se encuentra en la aparente sencillez y naturalidad con la que su guionista, Sydney Boehm —responsable de otros modélicos relatos criminales: Side Street (1949), de Anthony Mann, Relato criminal (The Undercover Man, 1949), de Joseph H. Lewis o Los sobornados (The Big Heat, 1953), de Fritz Lang— consigue entrecruzar las vidas de sus personajes a lo largo de un filme extraordinariamente preciso y conciso de tan solo hora y media de duración. No se trata de un logro menor si tenemos en cuenta que durante el compacto metraje Boehm y Fleischer llegan a manejar con soltura la nada despreciable cifra de hasta trece personajes importantes, y que a través de ellos guionista y realizador consiguen urdir un consistente y nada complaciente discurso acerca del heroísmo y de la criminalidad. De forma harto paradójica e irónica, es la mirada de cada uno de los criminales la que en determinados instantes del filme nos descubre los pecados o secretos más inconfesables de ciertos habitantes de Bradenville, volviendo más frágil si cabe la fácil pero comúnmente aceptada división de la sociedad entre buenos y malos individuos.

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Durante su primera visita al banco, es Chapman quien advierte —y con él el espectador— que una atractiva enfermera asidua de la entidad, Linda Sherman (Virginia Leith), es el centro de la atención voyeurística del apocado Harry Reeves, en teoría un ciudadano de lo más respetable. Por su parte, Harper, que estudia con atención una maqueta del distrito de Bradenville en la Biblioteca Municipal, descubre con maliciosa satisfacción cómo una empleada llamada Elsie Braden (Sylvia Sidney) se apropia del bolso de una usuaria, para al salir del edificio ser también testigo de la pelea que libran en la calle el hijo de Shelley, Steven (Billy Chapin, el protagonista infantil de La noche del cazador (The Night of the Hunter, rodada por Charles Laughton el mismo año), y su mejor amigo Georgie (Richey Murray). Por último, Dill es el primero en descubrir, desde un ventana del hotel en que se hospeda con sus compañeros, la particular afición que tiene Harry Reeves de salir a pasear con el perro de noche… sin llegar a percatarse de que todo ello no es más que una argucia utilizada por el hombre para observar cómodamente desde la calle cómo su adorada Linda se desnuda al llegar a casa.

La mirada que cada uno de los personajes arroja sobre los demás —en ocasiones para aprovecharse de ciertas debilidades— juega un papel fundamental en el discurso de un filme en el que precisamente todos y cada uno de ellos quedan definidos de forma más precisa por sus acciones que no por sus palabras. Los movimientos nocturnos de Reeves, por ejemplo, se ven restringidos por la inesperada aparición de Elsie Braden, la empleada de la biblioteca a quien el banco ha comunicado el embargo de la nómina en caso de que no se apreste a pagar con prontitud la deuda que tiene contraída con la entidad: del mismo modo que Reeves sorprende a Elsie en el preciso momento en que esta se dispone a tirar a la basura el bolso que previamente ha sustraído para poder pagar al banco, la mujer también descubre al respetable banquero en su vergonzosa ocupación nocturna y aprovecha su calidad de testigo como medida de coerción para evitar ser denunciada. Por su parte, Shelley tendrá que descifrar por su cuenta las razones que han podido conducir a su hijo Steven a pelearse con Georgie, un niño que hasta entonces había sido como un hermano para él. Cuando Bobby, el hijo más pequeño de Shelley, aparece con el marco roto que contiene el certificado de méritos por la ayuda prestada en la guerra “desde casa”, este alcanza a entender con gran lucidez lo ocurrido: “El padre de Georgie ganó una medalla en Iwo Jima. Yo gané un marco de fotos”. De nuevo los actos: convertido desde ese instante en el principal conflicto (o motor) dramático del filme, la importancia del asunto queda aparentemente soterrada bajo el peso de otras líneas narrativas, hasta que durante el tercio final del metraje los demás acontecimientos no parecen hacer otra cosa que confluir de forma inevitable hacia una situación encaminada a resolver la incógnita acerca de si Shelley es un hombre valiente, o si, por el contrario, es un cobarde.

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En la compleja radiografía de la comunidad de Bradenville que propone el filme se adivina la presencia de hasta seis de los siete pecados capitales: la avaricia (la de los tres atracadores, y, en menor medida, también la de Elsie), la envidia (el pequeño Steven la siente por el padre de su amigo), la soberbia (los tres criminales se caracterizan por mirar a sus prójimos con cierta prepotencia), la lujuria (la del banquero Harry, pero también la que siente Boyd Fairchild (Richard Egan), propietario de la cantera de cobre en la que trabaja Shelley, por la misma enfermera Linda, con la que planea fugarse dejando abandonada a su esposa Emily), la pereza (Emily apenas cuida su matrimonio con Boyd y acostumbra a verse con Gil Clayton (Brad Dexter), un hombre por el que tampoco siente interés alguno) o la Ira (al final del filme, Shelley y Stadt se dejarán llevar por
ella). Por todo ello, cuando llegue, el clímax dramático tendrá cierta apariencia de catarsis colectiva.
 

Perspectiva y dimensión

En un determinado momento de Sábado trágico Boyd Fairchild explica al barman de un local de copas que la perspectiva y la dimensión son “las cosas más importantes para una buena foto”. La apreciación del personaje parece definir a la perfección las virtudes más sobresalientes de la puesta en escena de Richard Fleischer. En primer lugar, merece destacarse el formidable partido (estético, narrativo, expresivo) que el cineasta logra extraer del formato panorámico —un glorioso Cinemascope—, el cual no solamente le permite componer encuadres que ponen un énfasis especial en la horizontalidad de los escenarios o en la profundidad de campo —interrelacionando en muchos instantes lo que ocurre en primer y segundo término de la imagen—, sino también construir, a partir del montaje interior al plano o del movimiento coreografiado de los actores, un tempo narrativo caracterizado por su gran serenidad. Es decir, en lugar de fragmentar las secuencias mediante el consabido juego de planos y contraplanos, Fleischer resuelve la mayor parte de las situaciones de la película con planos de larga duración en los que o bien la cámara se mueve hacia o con los personajes, o bien son estos los que se mueven por el escenario sugiriendo mediante sus cambios de posición —acercándose o alejándose entre ellos, dándose la cara o la espalda— las diferentes implicaciones que tiene una determinada conversación o relación. Una estrategia en la que también desempeñan un papel fundamental la distinta forma de filmar los escenarios (en una de las secuencias Fleischer utiliza la baranda de una escalera para mantener separados en el plano a Boyd y a Emily; esta última, de hecho, queda literalmente aprisionada y agarrada a los simbólicos barrotes que la conforman) o la iluminación que recae sobre los personajes (ver la secuencia con Emily y Gil en el campo de golf: la sombra de unos árboles recae sobre los rostros de ambos sugiriendo la naturaleza un tanto turbulenta que tiene su relación). Si bien en este caso no puede hablarse de planos-secuencia a lo Welles, Tarr o Tarkovsky, lo cierto es que la dramaturgia empleada por el estadounidense queda muy lejos de la del grueso de cineastas actuales que recurren con insistencia al estandarizado formato panorámico pero que apenas consiguen aprovechar las posibilidades dramáticas que ofrece el mismo (1).

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En segundo lugar, Fleischer escoge unas posiciones de cámara generalmente alejadas de los personajes, o en su defecto no excesivamente cercanas a estos. Resulta verdaderamente difícil encontrar primeros planos en el filme, mientras que la frecuente elección de planos generales o americanos —y en menor medida de los planos medios— denota una considerable objetividad dramática respecto a lo narrado: la cámara no enfatiza ni la bondad ni la maldad de los personajes, ni tan siquiera recurriendo a pronunciados ángulos picados o contrapicados. Una percepción que también queda estrechamente ligada a la notable sobriedad con que los actores encaran sus respectivos personajes. Un buen ejemplo de cómo Fleischer se esmera en trabajar durante todo el metraje una impresión de calma tensa se encuentra en el clímax dramático del filme: una larga y violenta set-piece de acción que se desarrolla en la granja de Stadt y que viene acompañada por el sonido de gallinas, pollitos o patos en lugar de por la acostumbrada música diegética que pretende inducir el máximo de tensión posible en el espectador. La ecuanimidad dramática resultante, unida a unas composiciones visuales que de tan elaboradas terminan imponiendo forzosamente una lectura más pausada y observacional de las imágenes, permiten que podamos hablar de un auténtico relato coral —a pesar de que al final Shelley se erija en claro protagonista de la historia— con capacidad para desmenuzar la conciencia colectiva de una comunidad formada por individuos aparentemente pacíficos pero no tan en el fondo extraordinariamente frustrados y, por lo tanto, abiertos a la posibilidad de cometer cierta clase de delitos o de infligir dolor —principalmente psicológico— a los seres (mal)queridos.

Vistos de ese modo, los poco ejemplares habitantes de Bradenville no se encuentran demasiado alejados de los ambivalentes personajes que treinta años más tarde poblarán el Lumberton de la perturbadora Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), de David Lynch. Tanto el cineasta de Missoula como Fleischer parecen advertirnos de que en ocasiones resulta indispensable saber mirar más allá de las apariencias inmediatas para de ese modo conseguir atisbar un universo oculto que puede llegar a cuestionar  la apacibilidad de nuestras existencias.

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Aunque al final Bradenville parece recuperar la armonía perdida, y Shelley Martin adquiere la condición de héroe a ojos de su hijo y de toda la comunidad, es inevitable que al espectador le quede un regusto amargo en el paladar. Al fin y al cabo, tanto Shelley como Stadt —hombres ordinarios que hacen frente a una situación extraordinaria—, a pesar de su bondad natural, se ven finalmente empujados por las circunstancias a emplear una violencia tan contundente como cruel para poder salvar sus respectivos pellejos y, en el caso del amish, también el de su familia.

En la secuencia final de Sábado trágico, Steve y su amigo Georgie se reconcilian en el hospital delante de un Shelley que se recupera de sus heridas. Al igual que ocurría en el filme de Lynch, aquí tampoco hubiera desentonado la aparición en una ventana de un falso petirrojo sujetando en el pico un insecto a modo de simbólica —y falsamente esperanzadora— representación de un mal atrapado, subyugado.

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