Título en castellano | Cara de angel |
Titulo original | Angel face |
Año de filmación | 1952 |
Duración | 91 minutos |
Pais | Estados Unidos |
Director | Otto Preminger |
Guion | Frank Nuggent, Oscar Millard (argumento Chester Erskine) |
Música | Dimitri Tiomkin |
Dirección de fotografia | Harry Stradling (B&N) |
Reparto | |
Productora | RKO Radio Pictures |
Sinopsis | Frank Jessup es un enfermero de urgencias que acude a una mansión para atender a la señora Tremayne que, según parece, ha intentado suicidarse. Sin embargo él sospecha que en realidad alguien ha intentado asesinarla. Allí conoce también a Diane, la hijastra de la señora Tremayne, una joven delicada, sensual y un tanto inestable, ante la que cae rendido inmediatamente. |
Premios | |
Subgénero/Temática |
Melodrama, Thriller psicológico |
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«Título clave en la historia del cine negro. (…) relato cargado de pasión. Mitchum es un conductor de ambulancias que accede a ser el chófer de una acaudalada familia en la que no todo es tan plácido como parece. Una cita ineludible.»Miguel Ángel Palomo: Diario El País
1) Preminger ha pasado a la Historia del Cine como maestro de la ambigüedad. La etiqueta da lugar a equívoco porque parece referirse peyorativamente a un estilo vaporoso, inconcreto, que dice las cosas a medias, cuando en realidad Preminger utiliza un lenguaje diáfano, lleno de precisión y detalles reveladores, para describir lo ambivalente de la naturaleza humana, sus abundantes matices y facetas, la cambiante tensión con que en todo momento se oponen pros y contras. Al revés que los estereotipos, que son de una sola cara, monográficos.
Una “femme fatale” no tiene por qué aparecer como vampiresa de voz gutural fumando en boquilla.
Un tipo duro, convencido de su inmunidad, puede resultar vulnerable y fácil de manejar tras las bravatas (recuerda al Mitchum de “Retorno al pasado”).
El medio de cultivo de una mente homicida no es por fuerza un hogar analfabeto y mísero. Puede ser un grupo familiar instalado en lujoso palacete, que compra vestidos caros un día sí y otro no, que tiene criado japonés que les prepara los cócteles, y que necesita un chófer.
2) Al llegar a esa apartada mansión, lugar de un confuso accidente casero, el conductor de la ambulancia, Frank, conoce a una joven y tarda poco en plantarle un bofetón (en plan terapéutico, eso sí). Según los clichés del cine negro, estamos ante el tipo duro, llamado a enloquecer a la protagonista, y más si tiene la pétrea fisonomía de Mitchum.
Pero ya desde el principio los esquemas van siendo desbordados: la señorita no es una cándida enamoradiza. Proyecta sobre su madrastra turbios odios. Habla de “ella” y la pinta como un ser siniestro y peligroso. Por supuesto, no lo parece.
La novia de Frank, que es perspicaz, trabajadora, despierta, cala a su rival al golpe de vista, en una escena de precisión absoluta, lo contrario de ambigua o vaporosa: cada palabra, cada pestañeo, cada pausa en la réplica…
Diana se muestra curiosa y preguntona, pero también maquiavélica y liante tras su fachada ingenua. Mientras toca dulcemente el piano urde sus confabulaciones. Esto no necesita explicación. Se ve, gracias al excelente trabajo expresivo de Jean Simmons y a los planos creados por el director.
3) ¿No hay sentimientos auténticos? ¿Todo es pura instrumentalización? El propio juicio es una investigación más sobre la verdad, no tan evidente. Fiscal y defensor argumentan con fuerza pareja ante el jurado.
4) Preminger evita la jerga psicoanalítica y va directo a lo que se ve. Prodiga escenas mudas de impecable factura, subrayadas por piano y orquesta románticos con aire a Rachmaninoff, apoyadas en los rostros de los magníficos actores.
Interludios emotivos: un personaje recorre la casa vacía, se hace patente que los demás no están. Las piezas de un tablero de ajedrez simbolizan el desenlace.
En silencio, sin parloteos, hablando las imágenes, en buena ley cinematográfica: ni blanco ni negro, sino todo lo contrario.
Último gran film policíaco realizado por Otto Preminger. Escrito por Oscar Millard, Frank S. Nugent y Ben Hecht (no acreditado), desarrolla un argumento original de Chester Erskine. Se rueda en exteriores de Beverly Hills y alrededores y en los platós de RKO Studios. Producido por Howard Hughes y Otto Preminger par la RKO, se estrena el 11-XII-1952 (EEUU).
La acción dramática tiene lugar en Beverly Hills (CA) y alrededores en 1951-52. Frank Jessup (Mitchum), auxiliar de clínica y chófer de ambulancia, es contratado por Charles Tremayne (Marshall) como chófer doméstico. Seducido por la dulzura y la apariencia angelical de su hija Diana (Simmons), Frank queda atrapado en sus redes maléficas. Él es un hombre corriente, bonachón, con novia formal y aspiraciones modestas (montar un taller mecánico de coches). Ella, de 20 años, es caprichosa, solitaria, no tiene amigos, está enamorada de su padre, siente celos obsesivos de su madrastra y bajo una mirada celestial oculta una personalidad manipuladora, fría, malévola y psicótica.
El film suma cine negro, drama, crimen y romance. Como cine negro es un producto tardío que se inspira parcialmente en trabajos anteriores, como “Regreso al pasado”, “El cartero siempre llama dos veces”, “¿Ángel o demonio?” y otros. El guión parte de un original que Preminger puede rehacer y que se va completando a medida que avanza el rodaje. Ben Hecht tuvo una participación relevante en la concepción y definición de las líneas básicas de la historia, cuya redacción concreta asumen Millard y Nugent. Pese a ser una obra de encargo (de Howard Hughes), Preminger la trabaja con dedicación y convicción, estimulado por la libertad que recibe para recomponer el guión a su gusto.
La narración es depurada, analítica y sobria, evita las referencias psicológicas tan en boga en aquellos momentos. De acuerdo con los gustos del realizador, las imágenes hablan por si mismas, directamente, significando lo que muestran. Este modo de proceder le permite hacer uso de las sutilezas que conforman su estilo personal. Cuando muestra a Diana tocando el piano con la vista perdida en la nada, nos habla sin palabras de su desequilibrio y su locura. Cuando lanza una cajetilla vacía de cigarrillos al vacío, nos sugiere la gravedad de sus pensamientos. Cuando mira desde la ventana lo que sucede en la explanada de llegada, sabemos que ha tomado una decisión trágica. El decorado y el vestuario son igualmente manejados por Preminger para comunicar, por medio de detalles, combinaciones, contrastes y sombras, información que profundiza en el drama o anticipa su desarrollo. La igualdad cromática con la que muestra las figuras de Diana y Frank y la superposición parcial de sus imágenes, anticipan la identificación del destino de ambos. Se sirve del vestuario, entre otros elementos, para subrayar las diferencias que separan a Diana y Mary (Freeman). La película muestra a un Preminger pletórico de facultades e ilusiones.
Otto Preminger la rodó en 1952 con un extraordinario reparto encabezado por Jean Simmons y Robert Mitchum. Sirva esta obra maestra, ‘Cara de ángel’, de alerta frente a quienes entran en nuestras vidas, mentes y corazones con la fuerza de una arrebatadora pasión y se acaban convirtiendo en enfermizas y destructivas obsesiones. Que salgan de nuestras vidas.
En las relaciones personales ocurre como en la política. “La fiesta de la democracia”, ese mantra que unos días después se convierte en el circo máximo, en el melodrama más intenso, en comedia absurda o en cine negro puro y duro, donde la necesidad de colocarse en primera línea nos convierte en dioses, y los medios de comunicación, cual mercurios contemporáneos sin excepción, al igual que la protagonista del filme de hoy, Diane, se llevan por delante a quien sea por conseguir su ansiado lugar, pero… quizás no sólo a su víctima.
Hay gente que entra en tu vida de golpe, por lo general no avisan, apenas piden permiso e intentan meter en tu cabeza que estuvieron ahí siempre, al menos parecen creerlo así.
Deshacerse de ellos, de esos vampiros mitómanos cuyas mentiras y acordonamiento llegan a hacerse insoportables no resulta fácil, es una ardua tarea. El chantaje emocional es siempre el chantaje más difícil de combatir y, aunque venzas y la liberación se haga realidad, siempre se tendrá enfrente a un derrotado cuya obcecación le hará creerse en deuda de agradecimiento. Puede incluso que se convierta en algo peor, en obsesión. “Si no es conmigo, con nadie”. O en el ardor insoportable de la venganza, pasando de la maldición a la calumnia, del falso arrepentimiento al asesinato. Por algo somos humanos, de aquí el anterior paralelismo, desgraciadamente.
Y quizás eso llegó a pensar Frank, el protagonista de Cara de ángel (Angel face), dirigida en 1952 por Otto Preminger () como un encargo de Howard Hughes para la RKO.
Antes que nada comunicarles que si no han visto esta película siento decirles que se hallan bajo un pecado, digamos, de importancia. Resuélvanlo cuanto antes.
Cara de Ángel se realiza en la etapa denominada por los estudiosos como cine negro tardío, justo antes de la desaparición paulatina de aquél que entendimos como cine negro clásico. Y como tal, no se priva de nada: la mujer fatal, el hombre deseado, la cabal enamorada, el erotismo subrayado, el juicio, la traición, los triángulos amorosos, las relaciones familiares más que dudosas y, cómo no, el asesinato. Y, sin embargo, todo en esta cinta es particular, nuevo.
Frank Jessup (Robert Mitchum), conductor de ambulancia, llega a la casa de Catherine Tremayne (Barbara O’Neil), víctima de una casi asfixia por gas. Catherine es una acaudalada mujer casada en segundas nupcias con un antiguo afamado escritor (Herbert Marshall). La policía hace sus pesquisas y, aunque pudiera parecer un intento de asesinato, por falta de pruebas contempla la tesis más lógica del accidente. Es en ese escenario, junto a un piano de cola, donde Frank conocerá a la extraña y fascinante Diane (Jean Simmons), hijastra de Catherine e hija del marido escritor. Cayendo bajo su hechizo y pese a su compromiso con Mary (Mona Freeman), Frank se verá tentado a ser contratado como conductor en la familia, enredado por los encantos y proposiciones de Diane, que le promete que con la ayuda de su madrastra -a la que ella odia- podría realizar su sueño de montar un taller especializado en coches deportivos. Convertidos en amantes, Diane manipula todo lo que puede a Frank haciéndole creer que su madrastra, Catherine, celosa por la complicidad que le une a su padre, trata de asesinarla. Pero pronto Frank comprenderá que todo es un engaño decidiendo romper con Diane y volver a recuperar a Mary. Sin embargo, la dulzura y las argucias emocionales de Diane le hacen cambiar de opinión, precipitándolo desde ese momento hacia un vacío irremontable.
Preminger, que había accedido a rodar la película en seis semanas, tal como le había pedido su amigo Howard Hughes, no veía con buenos ojos el guión escrito por Chester Erskine; así que Hughes, que necesitaba imperativamente hacer la película en ese tiempo establecido por razones de desavenencias con la joven Jean Simmons, le dio carta blanca para reestructurar lo que considerase oportuno en la historia. Así, de la mano de Oscar Millard y especialmente de Frank Nugent, guionista favorito de John Ford, comienza la reescritura. Hay quien dice que con la premura del comienzo de rodaje la preparación del mismo fue escasa y que muchas de las escenas fueron escritas durante la noche antes de su realización, incluso que la mano de Irving Wallace anduvo por ahí. Pocas películas pueden presumir de diálogos tan ajustados y perfectos, inteligentes, cargados de ironía, de sensualidad, de doble sentido y de erotismo, ásperos como puñales en ocasiones, pero siempre tan clarificadores como precisos. Si el espectador tiene el oído atento, no podrá decir que se perdió algo de la trama.
Este excelente noir de tintes freudianos, rodado con un presupuesto mediocre y en interiores en su gran mayoría, no desmerece en ningún momento al género, sino que lo innova y ennoblece. La policía es casi una figuración pasajera en el relato.
La magistral puesta en escena que lleva a cabo en la escasez Preminger, con primeros planos poderosos, sumido en la frialdad escrupulosa que oculta el fuego o la maestría incontestable en los escasos exteriores rodados, se ve reforzada por la perfecta interpretación de todos sus actores. Actores a la medida de sus personajes; tanto que sería injusto destacar alguno sobre los otros; quédense con el que más le ponga, todos pueden hacerlo.
La lección de interpretación de ese maravilloso elenco se mueve como pez en el agua dentro de los espléndidos diálogos, de la exquisita fotografía del gran Harry Stradling, que compone aquí una luz interior cuajada de sombras y significados, una sinfonía de matices para este concierto en blanco y negro. Un concierto presidido por ese piano, testigo preferente del devenir de los diversos giros que la narración nos irá revelando.
Todo funciona en esta historia de pasión obsesiva. El juego aparente de los tres triángulos amorosos, las oscuras intenciones, la obsesión y el capricho que todo lo destruye y que todo lo consume. La mentira. Una película negra en que la mujer es la que gobierna y administra la acción. Lo femenino es inteligencia, capacidad buena o malvada que construye y que destruye a partes iguales el universo de los hombres, que no son aquí más que un mero objeto, por mucho que ellos contemplen su personalidad como irresistible. Al fin y al cabo, simples pelotudos. Aunque contemplando la fascinante y algo, o quizás mucho, enfermiza personalidad de Diane -yo al menos no estoy seguro de si lo es o juega con ello-, no les será difícil comprender la forma en que ese armario que es Frank se deja embaucar hasta el punto de soportar el infierno.
Porque ¿cómo estar seguro de amar o de que te ame una mujer como ella? Ese ángel-demonio, esa bruja cuyas apariciones te hacen desbarrar ante tus más fuertes principios.
Pero no busquen el amor romántico en esta película; no lo encontrarán, no, en ninguno de los personajes. Más bien puedan descubrir bajo esa frialdad dominante, un sentimiento más fuerte aún, más inconfesable: la soledad, el fracaso.
Ya ven, no pequen más y véanla, se sentirán reconfortados tras hacerlo y saber que no se perdieron un gran clásico. Y si por un casual se sienten identificados, aunque sea un poquito, un consejo: repítanse seriamente: ¡Salid de mi vida!
CARA DE ÁNGEL, UN CLÁSICO DEL CINE NEGRO DE LOS AÑOS 50
En ‘Cara de ángel‘ (1952) Frank Jessup es un enfermero de urgencias que acude a una mansión para atender a la señora Tremayne que, según parece, ha intentado suicidarse. Sin embargo él sospecha que en realidad alguien ha intentado asesinarla. Allí conoce también a Diane, la hijastra de la señora Tremayne, una joven delicada, sensual y un tanto inestable, ante la que cae rendido inmediatamente. Atrapado en sus letales redes, Frank comenzará a tomar consciencia de la gravedad de su situación. Pero ya es tarde: su viaje al infierno no tiene billete de vuelta.
Celebramos los 60 años del estreno de ‘Angel Face’, una de las grandes películas de cine negro del realizador de origen judeo-austríaco Otto Preminger. La película gira en torno a un duelo interpretativo, la ‘femme fatale’ Jean Simmons, y su víctima, Robert Mitchum. La cinta recrea una atmósfera de personajes atormentados, repletos de cicatrices y sombras, donde la ambición, la perfidia, y el odio marcan su destino.
La espléndida escena final, con Diane conduciendo marcha atrás el vehículo frente a ese precipicio que rodea a la mansión, constituye el último golpe de efecto que deja en la retina de los espectadores el arquetipo de una mujer fatal cuya ambición le lleva, en este caso, a destruirse a sí misma y al objeto amado antes que renunciar a su pérdida.
El arquetipo evoluciona respecto al cine de los años cuarenta cuándo se nos presenta a una Diane, que a diferencia de Phillys Dietrichon en ‘Perdición‘ (Billy Wilder, 1944), Coral Chandler en ‘Callejón sin salida’ (John Cromwell, 1947) o a Anna en ‘El abrazo de la muerte’ (Robert Siodmak, 1948) no tiene siquiera un instante de arrepentimiento en el momento inmediatamente anterior a la muerte.
Resuenan todavía para el recuerdo los acordes de jazz en el bar donde se encuentran los protagonistas. Diálogos sobrios, contundentes, cargados de frases lapidarias al más puro cine negro: ‘¿Qué hombre está seguro con una mujer como tú?’.
‘Cara de ángel’ es una obra muy sobria, sólida, con escenas memorables y un final que sacude con fuerza. Un tesoro del arte cinematográfico que ya forma parte de nuestra memoria audiovisual y que tiene su hueco, por méritos propios, en la historia del cine.
Tras haber cosechado grandes éxitos de crítica y público con clásicos del cine negro tan imprescindibles como Laura (1944) o Al borde del peligro (1950), al maestro del género Otto Preminger se propuso dilapidar en Cara de ángel (1952) el tópico “la cara es el espejo del alma”. El cineasta austriaco, que vuelve a demostrar ser un referente a la hora de dotar a sus obras de una gran fluidez narrativa, filma una historia genialmente protagonizada por Robert Mitchum y Jean Simmons. Ambos dan vida a una de las parejas con más química de la historia del cine: Frank, un conductor de ambulancias, y a Diane, de cara aparentemente dulce e ingenua y de la que la película toma el título. Porque, como siempre en la vida, no es oro todo lo que reluce, ya que ese rostro angelical camufla la viva imagen de la perversión.
Una noche, tras acudir a una mansión en calidad de enfermero, Frank descubre que el aparente suicidio de la señora Tremayne esconde un intento de asesinato en el que todos son sospechosos, incluida su hijastra, la encantadora Diane de la que el protagonista cae rendido. Empezará, así, una especie de relación íntima con la joven, a espaldas de su novia, en la que todo parece perfecto. Sin embargo, y tras un doble asesinato que supone un rotundo punto de inflexión, Frank decide alejarse de ella cuando los indicios apuntan a que ha podido estar involucrada en la tragedia (“todavía no he conseguido saber qué hay detrás de tu bonita cara”, le dice antes de poner fin a su relación). No tiene en cuenta el joven que ese rostro del mal que representa Diane no le dejará escapar tan fácilmente, dejándose su vida si es necesario en el camino con el fin de retenerle a su lado.
Esta historia de femme-fatale va envolviendo al espectador en un tejido muy bien trazado, gracias sin duda a una narración depurada -apenas 90 minutos de film brillantemente tamizado-, donde detalles tan insignificantes como un tablero ajedrez -el mayor hobby de Diane y su padre- pueden esconder la verdadera esencia de la película. Más allá de que Preminger parece convertir a sus personajes en las piezas de este juego de astucia y precisión, el ajedrez también está presente en ese memorable momento en el que Diane, con su padre fallecido, agarra la ficha del Rey del tablero, en un profundo gesto de amor -¿u obsesión?- hacia él. Un hecho, además, que revela la soledad que impera en la vida de la esta mujer sin amigos –“eres todo lo que tengo, Frank”, le confiesa al galán-, así como un posible enamoramiento hacia su progenitor que, aunque no queda patente de forma explícita, sí que subyace en determinados fragmentos. Un hecho, dicho sea de paso, que explicaría esos celos patológicos que Diane siente hacia su madrastra.
Otro de los momentos cumbres -y más controvertidos- del film, es el fragmento de las bofetadas entre los protagonistas. Y es que, si en su predecesora Gilda (1946), era Rita Hayworth la que recibía la que quizá sea la guantada más antológica del séptimo arte, en Cara de ángel es Jean Simmons la que la sufre en una escena no exenta de polémica. Porque, más allá del maltrato en sí, el exigente director, insatisfecho por el resultado, obligó a Mitchum a repetirla varias veces. La leyenda cuenta además que, cansado de golpear a su compañera de reparto, el actor llegó a abofetear, furioso, a Preminger mientras exclamaba: “¿¡así está bien!?”
La frialdad de Diane queda reflejada en escenas como en la que se encuentra tocando el piano en el interior de la mansión, mientras que en el exterior se pone en marcha su plan maquiavélicamente trazado… La joven, impasible, sigue tocando esa dulce melodía, en un ejemplo más de cómo Preminger consigue reflejar la personalidad de sus roles sin palabras, únicamente con sus actos. Y, en este caso, sorprende lo bien definidos que están no sólo los dos personajes principales, sino todo el elenco, especialmente la novia de Frank, una mujer que siente cómo poco a poco va perdiendo al amor de su vida. Protagonizará junto a Diane, además, la magistral escena de los 1.000 dólares. Ella, astuta, no sólo se da cuenta de las calculadas intenciones de la amante de su marido, sino que pone un broche de oro a la reunión: “no le digo hasta nunca porque sé que la volveré a ver”, acierta a decir. Porque, en efecto, el destino hará que vuelvan a encontrarse…
Con un impactante final, en las antípodas del romanticismo hollywoodense -Preminger fue muy poco dado a las happy-end – no hay duda que Cara de ángel es una de las grandes obras del realizador, un clásico del cine negro que, aún hoy, pocos directores han conseguido superar. Un ejercicio de gran cine que nos demuestra, una vez más, que los celos, la codicia y la venganza sólo tienen un único destino posible: la más absoluta soledad.